Lo que vaticinan estas elecciones presidenciales en Estados Unidos es la exacerbación de las formas reaccionarias y autoritarias en su política interna, mientras que a nivel internacional su posición imperial se proyecta cada vez más desastrosa, esquiva y desafiada.
Un aspecto determinante en el análisis de las elecciones presidenciales y sus resultados en Estados Unidos es considerar la victoria de Donald Trump como un síntoma de la crisis que experimenta tanto la sociedad estadounidense a nivel doméstico como la geopolítica mundial.
El intelectual que ha ofrecido el análisis más novedoso sobre la emergencia del neofascismo contemporáneo, Alberto Toscano, destaca en sus más recientes publicaciones dos aspectos claves que permitirían aventurar una lectura crítica de este episodio, alejándonos del reduccionismo electoralista que actualmente abunda en los medios de comunicación.
La primera clave se refiere a la combinación explosiva que Trump planteó a nivel discursivo durante su campaña, antagonizando a la cuasimitificada “clase obrera” (blanca) en contra de la figura del inmigrante (especialmente latino, aunque no exclusivamente), consiguiendo ampliar la popularidad que requieren los idearios fascistas como base de sustentación. Vale decir: un racismo de Estado en nombre de los intereses de la clase obrera y, por cierto, de las facciones del capital que apuestan por dichos idearios, reflejadas públicamente en esta oportunidad en la figura del multimillonario Elon Musk.
En línea con esta ecuación, en las próximas semanas observaremos cómo se hacen carne las ideas “deportación masiva” y “fronteras selladas” comprometidas en campaña, las cuales fueron condimentadas con fake news que hablaban de inmigrantes haitianos comiéndose las mascotas de las familias norteamericanas, tal como Trump aseveró luego en el único debate televisivo que tuvo con Kamala Harris.
Hoy, con una mayoría contundente en ambas Cámaras del Congreso, el magnate norteamericano no tendrá mayores obstáculos para hacer avanzar su agenda antiinmigración desde el poder presidencial.
Es en estos contextos de crisis donde el fervor de las supersticiones se vuelve caldo de cultivo de las mentes más reaccionarias, tal como quedó expresado en el atentado sufrido por Trump cuando hacía campaña en Pennsylvania, uno de los “estados bisagra” decisivos en que terminó imponiéndose.
Para muchos votantes (probablemente también para sus adentros), Trump fue protegido por Dios. Fue Él quien desvió la bala del fallido ataque y le otorgó, casi de manera mesiánica, una nueva oportunidad para volver a la Casa Blanca a cumplir su misión de Make America Great Again, en tiempos de caos interno y guerras expansivas que se extienden en algún lugar lejano, mucho más allá de sus fronteras.
La segunda clave entregada por Toscano se enmarca en el supuesto declive del siglo americano, que emergió tras la carnicería que significó la Segunda Guerra Mundial, donde la primacía del imperialismo global de Estados Unidos enfrenta un desafío existencial al final del primer lustro del siglo XXI, especialmente frente a un mundo multipolar con fuerzas histórico-emergentes como Rusia, China e India, que se han consolidado en el transcurso de este período. De hecho, el reciente encuentro del BRIC+ llevado a cabo en Rusia permite delinear con claridad los contornos del bando multipolar opuesto a Estados Unidos y sus aliados de la OTAN.
Hoy por hoy, el consenso global impuesto por Estados Unidos ha sido completamente resquebrajado, especialmente ante las flagrantes imágenes del genocidio palestino ejecutado por el Estado de Israel en Gaza. ¿Están dispuestos los líderes demócratas a ofrecer un plan de retaguardia, acorde a las capacidades en declive del imperio, y en consideración del emergente escenario geopolítico multipolar? Para ello, ¿están dispuestos a dejar de concebir a Israel como punta de lanza de su hegemonía mundial (tal como lo expresara tempranamente el propio Joe Biden en 1986)?
Una victoria de Harris difícilmente hubiese realizado este viraje diplomático. Por el contrario, lo más probable es que ella hubiese dado continuidad a la política exterior norteamericana liderada por Biden y delineada previamente por el republicano George Bush a partir de la invasión de Irak desatada casi dos décadas atrás en 2003, en lo que en ese entonces era representado como el avance del imperio contra el “Eje del Mal” y el terrorismo.
Pocas páginas se dedicaron en Chile a analizar el efecto que podrían tener en la candidatura de Harris sus múltiples meetings con líderes republicanos que en esta pasada se inclinaron por apoyar su candidatura, así como antaño se habían inclinado por invadir Irak, tales como el exvicepresidente Richard “Dick” Cheney y su hija, la también ultraconservadora Liz Cheney, quien ha sido por lo demás una detractora acérrima contra los derechos de aborto.
Nunca sabremos lo que Harris hubiese hecho en materia geopolítica frente a los designios de la guerra. Sí sabemos, no obstante, lo que haría Donald Trump, quien ha comentado fría, deshumanizada y calculadoramente que Israel debe “finalizar el trabajo” antes de cualquier negociación que traiga la paz a Medio Oriente.
Y es que, finalmente, lo que vaticinan estas elecciones presidenciales en Estados Unidos es la exacerbación de las formas reaccionarias y autoritarias en su política interna, mientras que a nivel internacional su posición imperial se proyecta cada vez más desastrosa, esquiva y desafiada.