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“Familia”: una mala metáfora para contextos institucionales Opinión

“Familia”: una mala metáfora para contextos institucionales

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Fernando Soler
Por : Fernando Soler Doctor en Teología por la Pontificia Universidad Católica de Chile Licenciado ( magister) en Teología con mención en Teología Patrística.
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Las relaciones institucionales entre adultos no son ni pueden ser “como una familia”.


El instinto popular dicta que las metáforas son una cosa de las poesías, de las canciones. Esto, inmediatamente, relega la metáfora a una esquina de nuestra vida y, en consecuencia, nos vuelve insensibles a la hondura y radicalidad de su presencia y, pareciera, podemos vivir prescindiendo completamente de ellas. Sin embargo, en ámbito académico sabemos que la metáfora, “por el contrario, impregna la vida cotidiana, no solamente el lenguaje, sino también el pensamiento y la acción”.

Esto significa, por una parte, que las metáforas están presentes en todo lo que un ser humano dice, piensa y hace. Por otra parte –y esto es lo que más importa en el contexto de esta columna–, significa que las metáforas con las cuales nombramos el mundo, nuestras relaciones, con las cuales definimos las cosas, cumplen la función de reproducir un cierto sistema de relaciones, en el cual hay un determinado orden y jerarquía.

Un segundo problema de la “inconciencia metafórica” en la que usualmente vivimos, es que nos da una falsa sensación de seguridad frente a las palabras con que decimos el mundo y nuestro lugar en él. En el caso de la palabra “familia”, esto se observa muy bien.

Hagamos un ejercicio: piense en “familia”, ¿qué se le viene a la mente? Dependiendo de cuán condicionada a las imágenes tradicionales esté nuestra imaginación, a algunas personas se le vendrá a la mente un grupo de tres, cuatro o más personas, sonrientes, quizá en un paisaje agradable; con edades suficientemente diversas para que algunos sean hijos, otros padres, y también de sexos diversos, de modo que quienes son padres hayan podido engendrar biológicamente a los que nos imaginamos como hijos.

Como parte del ejercicio, pregúntese ahora si esta es la realidad de todas las familias que conoce. Lo más probable es que no sea así. En esta distancia entre la idea y la realidad habitamos los seres humanos.

Este ejercicio nos permite despertar de la inconciencia metafórica: una palabra, “familia” en este caso, es como una especie de recipiente que contiene una serie de ideas que ponemos ahí. Con el tiempo, solamente vemos el recipiente, pero olvidamos que hemos puesto cosas dentro, lo que diluye la barrera entre el valor descriptivo de una palabra y su capacidad normativa.

La próxima vez que un superior en su institución, u otra persona con la que tenga una relación que no sea la estrictamente “familiar” (es decir, en sentido propio, no figurado), utilice esta metáfora en ese contexto, pregúntese: ¿qué quiere decir esta persona cuando dice que en esta institución “somos como una familia”? ¿Qué relaciones establece entre las personas? ¿Es él o ella como un “padre” o una “madre”? ¿Es usted su “hijo”, “hija”? ¿Es adecuada una relación de este tipo en el contexto institucional? Mi tesis es que no.

El primer problema es que, usualmente, si bien estamos completamente de acuerdo en que entendemos la misma palabra, no lo estamos respecto a qué significa. En este caso, “familia” no significa lo mismo para todas las personas, tampoco significa lo mismo en todos los contextos. La familia es, potencialmente, la experiencia más hermosa e iluminadora de las posibilidades de la intimidad y el amor entre seres humanos, sin embargo, hay que considerar que no todas las experiencias familiares son idénticas, ya sea por su composición o la calidad de la experiencia.

En este sentido, la aplicación de esta metáfora en contextos institucionales requeriría una seria conversación para estar de acuerdo respecto a qué estamos hablando al decir que “somos como una familia”. ¿Tenemos el tiempo y la confianza para conversar sobre esto? Probablemente no, por tanto, hay aquí una primera señal del peligro de su uso en una institución para describir relaciones que debieran tener un estándar diverso.

El segundo problema, el más grave, tiene que ver con la intimidad. En una familia real, la intimidad surge naturalmente de la convivencia diaria, donde todos ven lo mejor y lo peor de los demás. “La ropa sucia se lava en casa”, dice el refrán, reconociendo que hay aspectos de la vida que requieren un contexto íntimo para manifestarse.

Pero en las instituciones, cuando se usa la metáfora de la familia, la intimidad se vuelve una imposición unilateral: los subordinados deben mostrarse “como en familia”, mientras los superiores mantienen sus distancias. Esta asimetría crea el escenario perfecto para el abuso de poder: quien está en posición vulnerable (el “hijo” o la “hija”) debe exponerse, mientras quien tiene la autoridad preserva su privacidad.

Las relaciones institucionales entre adultos no son ni pueden ser “como una familia”. La experiencia de la paternidad, la filiación, la fraternidad, la sororidad, son realidades demasiado íntimas como para imponerse desde una jerarquía organizacional.

No pretendo con esta columna invalidar a las comunidades que genuinamente aspiran a este modelo. Mi invitación es más simple y a la vez más radical: prestemos atención a las metáforas con las que describimos nuestras relaciones. Porque estas metáforas, que parecen solo describir la realidad, terminan moldeándola. Y a veces, como en el caso de la “familia institucional”, la moldean de formas que pueden ser profundamente problemáticas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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