Para los chilenos no debería ser ninguna sorpresa lo que está ocurriendo en Estados Unidos en estos días. Es de esperar que el experimento dure solo cuatro años y no se prolongue por diecisiete y más, como ha sido entre nosotros.
¿Habrá leído Trump algún libro de Carl Schmitt? Por supuesto que no. Nadie jamás ha acusado a Trump de ser lector de libros, y menos de los que tratan de filosofía política. La pregunta es pertinente porque la dirección que indican sus decisiones políticas coincide con las propuestas políticas de Schmitt. ¿Mera coincidencia? Por supuesto que no. Basta con señalar que estrechos colaboradores suyos, como Michael Anton, Steve Bannon y Stephen Miller, tienen familiaridad con las ideas de Schmitt.
El 11 de noviembre pasado, Miller fue nominado para un cargo clave en la Casa Blanca. Su título completo es casi intraducible: “deputy chief of staff for policy”, que vendría a ser algo como “subsecretario de gobierno para asuntos de políticas”. Miller colaboró con Trump en su primer mandato como redactor de sus discursos y se destacó como fuerte defensor de la autoridad presidencial. En una entrevista para la televisión declaró: “Los poderes del presidente para proteger al país son sustantivos y no deben ser cuestionados”.
Potenciar al máximo la autoridad del Ejecutivo es un rasgo distintivo del pensamiento de Schmitt. Junto con enfatizar la importancia del Estado ejecutivo, Schmitt apunta a la necesidad de deconstruir el Estado administrativo.
¿Cómo define Schmitt al Estado ejecutivo? Lo define históricamente. Es el Estado tal como aparece en las monarquías absolutas del continente europeo en los siglos XVII y XVIII. En dichos Estados la decisión gubernativa quedaba en manos de “la excelsa voluntad personal y el mando autoritario de un jefe de gobierno”. Se trataba de un Estado que privilegiaba la decisión por sobre la discusión y que reconocía prioritariamente la prerrogativa del jefe de gobierno.
Hoy en día la prerrogativa no parece ser más que una reliquia política pasada de moda, pero Schmitt la defiende como un método superior para hacer frente a las emergencias. Reconocer la prerrogativa de los soberanos les entrega mayor flexibilidad y precisión a la hora de decidir casos excepcionales. Por eso Schmitt define al soberano como quien decide la excepción, y así puede ir más allá de los límites que impone la legalidad. La acción del soberano podrá no ser legal, pero es siempre legítima.
El liberalismo del siglo XIX preside el eclipse de la prerrogativa y la soberanía. La toma de la Bastilla en 1789 significa la derrota revolucionaria del Estado ejecutivo y el auge del Estado legislativo. Son las leyes, y nos las personas, las que deben mandar. Quienquiera que ejercite el poder podrá hacerlo solo de acuerdo con la ley y en el nombre de la ley. No hay aquí lugar para decisiones autoritarias personalistas. La ley, y no el rey, es el soberano. Lex versus Rex. No imperan ahora las personas, sino que valen las normas. Es la realización del ideal del Estado de derecho.
En el siglo XX aparece un nuevo Estado, el Estado administrativo, que va más allá del liberalismo, al imponer una orientación democrática. El liberalismo supone una separación estricta entre el Estado y la economía. El Estado monopoliza la política para que la economía pueda así funcionar autónoma y separadamente. El orden económico espontáneo no debe sufrir interferencias y regulaciones estatales. Cuando ello sucede, y la democracia busca gobernar al mercado, estamos frente al Estado administrativo.
Según Schmitt, el Estado administrativo capitula frente a las demandas de bienestar que exige la sociedad democrática. Ello conduce al colapso de la separación entre Estado y economía. La democracia invade todos los ámbitos sociales y quedamos en presencia del totalitarismo, un término cuya paternidad le pertenece a Schmitt.
Lo que corresponde hacer en este caso es restaurar un Estado ejecutivo lo suficientemente fuerte para liberar la economía de la tenaza totalitaria que esgrime la democracia. Junto con el Estado ejecutivo nace también el neoliberalismo. Sus fundadores son Schmitt y sus correligionarios alemanes Alexander Rüstow y Walter Eucken, quienes dan origen al ordoliberalismo alemán, bajo el lema “Estado fuerte y economía libre”, predecesor del neoliberalismo americano.
Se cumple ya una semana de la elección de Trump y sus anuncios de la inminente eliminación del Ministerio de Educación pública, de la derogación del plan de salud pública promulgado por Obama (Obamacare), del intento de declarar en receso al Senado para evitar que intervenga en la confirmación de sus ministros, y de la reducción de los impuestos que pagan los más ricos, demuestran la intención de desangrar al Estado administrativo y potenciar la autoridad del Estado ejecutivo.
Ya en su primera administración buscó limitar los derechos que consigna la Primera Enmienda, usó su Poder Ejecutivo para atacar a sus adversarios políticos e intentó erosionar la separación de poderes.
En Chile, a partir de 1973, tuvimos la oportunidad de presenciar la destrucción de un Estado administrativo democrático y la afirmación de un Estado ejecutivo, comandado por una figura autoritaria. Esa figura autoritaria tuvo también un colaborador estrecho, que le escribió los discursos, diseñó instituciones y también redactó una nueva Constitución. Para los chilenos no debería ser ninguna sorpresa lo que está ocurriendo en Estados Unidos en estos días.
Es de esperar que el experimento dure solo cuatro años, y no se prolongue por diecisiete y más, como ha sido entre nosotros. Sobre todo hay que esperar que el baño de sangre que Trump prometió, de no ser elegido, no se haga realidad cuando enfrente la resistencia que generará su programa de gobierno.