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Fascismos a la carta: respuesta a un comentario sobre el pensamiento de Hugo Herrera Opinión

Fascismos a la carta: respuesta a un comentario sobre el pensamiento de Hugo Herrera

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Juan Carlos Vergara Barahona
Por : Juan Carlos Vergara Barahona Editorial Katankura, doctorando en Filosofía (UDP).
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Este es el meollo del asunto, a quien se le atribuyan tales motes no se le están asociando ideas, sino achacando crímenes: la mejor forma de acabar con un rival y su obra.


El martes 3 de septiembre del año en curso, Javier Molina, miembro de la Asociación Gramsci Chile, publicó en La Izquierda Diario un breve comentario titulado “Hugo Herrera: un fascismo (casi) oculto”, al que quisiéramos referirnos también brevemente.

En primer lugar, haciendo una aclaración, Molina establece, para nada inocentemente, un nexo entre la atención que Hugo Herrera presta a lo telúrico y la figura del nazista chileno Miguel Serrano. Agrega, claro, que no se limita, ni remite exclusivamente, a este. De hecho, el tópico telúrico se encontraría también, siempre según Molina, en Gabriela Mistral, tras de quien Herrera podría “ocultarse”.

Pero no solo en Mistral, agregamos nosotros. Piénsese, en nuestro país, en El sentimiento de lo humano en América (1951/1953) de Félix Schwartzmann (1913-2014),  o en Defensa de la Tierra” (1973) de Luis Oyarzún (1920-1972), publicado póstumamente.

Fuera de Chile, en América tierra firme (1937), del colombiano Germán Arciniegas (1900-1999); en Intuición de Chile y otros ensayos en busca de una conciencia histórica (1935) del venezolano (residente en Chile por más de 10 años) Mariano Picón-Salas (1901-1965); en Radiografía de la pampa (1933) del argentino Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964); en El Pueblo Continente. Ensayo para una interpretación de América Latina (1939) del peruano Antenor Orrego (1892-1960); y en muchos otros ensayistas continentales de la primera mitad del pasado siglo que no sería honesto intelectualmente vincular al fascismo.

Cierto, el nacionalsocialismo alemán (mucho más que el fascismo italiano, por lo demás) prestó atención a lo raigal, al vínculo del hombre con la tierra; al suelo, la sangre, la raza, y a todas aquellas dimensiones primordiales que nutren la condición humana y que fueron desatendidas por el racionalismo dominante desde el siglo XIX.

Hizo el nazismo de ellas parte fundamental de su ideología, qué duda cabe. Pero eso no quiere decir que la atención a estas realidades sea exclusivamente nazi. Lo preciso sería sostener, más bien, que se trató de un tópico que hizo parte de la sensibilidad intelectual de toda una generación ávida de asir lo vernáculo, más allá de la distinción izquierda/derecha.

Hoy, parece levantarse un vallado en torno a esta preocupación telúrica, acusando a quien quisiera aproximarse, aunque fuera para estudiarla o ponerla en perspectiva, de nazi-fascismo. Por supuesto, no sería un problema considerar a alguien cercano a tal o cual idea fascista o nazista, si fascismo y nazismo fueran categorías estrictamente descriptivas o analíticas, y no eminentemente incriminatorias. Porque, y este es el meollo del asunto, a quien se le atribuyan tales motes no se le están asociando ideas, sino achacando crímenes: la mejor forma de acabar con un rival y su obra.

En segundo lugar, quisiéramos plantear dudas que nos surgen de la crítica de Molina al “nacionalismo” de Herrera. Para Molina es en el “nacionalismo integral” de este (es decir, en su nacionalismo “más allá de las determinaciones de clase”) donde residiría el problema. El carácter “supraclasista” del nacionalismo herreriano (¡ya toda una línea ideológico-programática, para Molina!) “denotaría, claramente, sus tintes nacional-fascistas” en la medida que le es propia una “sacralización de la nación sin sujeto”. El nazi-fascismo, se deja así comprender, consistiría en una mistificación de la nación al desconsiderar sus determinaciones, como serían “la raza, la clase y el género”, según nos enseñan los “estudios interseccionales”.

Al prescindir de estas determinaciones, el pueblo de Herrera no sería más que una “amalgama vacua”, el recurso de un “populismo de derechas” destinado a fracasar porque, en tanto mera invocación de un pueblo sin determinación concreta, sería incapaz de hacer suyas las demandas de las fuerzas populares reales.

Lo anterior sería, si acaso acabamos de comprender, lo que Molina, echando mano de la jerga marxista, pero sin explicarla, llama “revolución pasiva”: la invocación movilizadora de los sentimientos de lealtad nacional de las masas, que no contempla, sin embargo, sus necesidades, ni las eleva, a dichas masas, a sujeto conductor del proceso revolucionario.

Mas, ¿de dónde surge la idea de que solo la izquierda y, más aún, la izquierda clasista, sabría tanto satisfacer esas necesidades, como elevar a las masas a la conducción política, realizando una revolución activa? Parece ser, más bien, por una parte, que como bien observó Carl Schmitt en su ocasión, donde el mito de clase se ha enfrentado al mito nacional, siempre ha sido este el que ha prevalecido.

Tómese como ejemplo que la exhortación estalinista a luchar contra el nazismo fue en nombre de “la gran guerra patria”, y que similares han sido los casos de las guerras de liberación de China y de Vietnam. Por otra parte, que donde la izquierda ha elevado a gobierno su programa, lo ha hecho pactando con cierta burguesía funcionaria que desempeña el papel de “burocracia profesional” (Max Weber). Nada parecido a un gobierno directo del proletariado, y en todos los casos pactos de colaboración entre clases.

Pero en un punto estamos de acuerdo con Molina. Y es que Hugo Herrera no se desentiende de la subsidiariedad, sin la cual no hay “superación del Chicago-gremialismo”. Y no la hay porque la fórmula subsidiaria sigue actuando como domo de hierro de la fronda empresarial. Si lo que Herrera quiere enfatizar es la función tradicional del poder político como mediador, impulsor y coordinador de la libre actividad de la sociedad civil organizada, es necesario tener claro que es la subsidiariedad realmente existente en Chile la que lo impide, amparada en un más amplio consenso neoliberal. Pero esta es otra discusión.

Lo que nos importa, para terminar, es poner de relieve que, en el parecer de Molina, todo lo anterior guarda relación con el fascismo, pero de un modo que solo los iniciados comprenderán. Porque ¿cuál es la relación interna entre el interés por lo telúrico, una idea de nación que no se limite únicamente al proletariado, y la subsidiariedad, que hace de todo esto una forma de fascismo?

Así es como se sirven los fascismos a la carta.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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