La ética de la inclusión no es solo un ideal, es un imperativo moral para un país que aspira a ser más justo y desarrollado.
Históricamente, el sistema educativo chileno ha estado marcado por la exclusión. Desde sus inicios, las escuelas selectivas solo aceptaban a ciertos estudiantes, principalmente hombres de las élites de clase alta, llamados a conducir el país. Esta exclusión no solo definió quién podía acceder al conocimiento, sino que también estableció barreras sociales que han mantenido las desigualdades estructurales en el país.
Con el tiempo, se fue incluyendo a otros sujetos que no pertenecían a la élite: otras clases sociales, mujeres, niños con necesidades educativas especiales, entre otros. El esfuerzo más reciente en esta dirección ha sido la Ley de Inclusión Escolar que, entre otros, crea el Sistema de Admisión Escolar (SAE).
Sin embargo, nuestro modelo educativo está organizado en torno a la competencia, donde es justo que unos ganen y otros pierdan, creando una sociedad donde la exclusión es vista como una consecuencia natural. La ética de la inclusión, en contraste, propone un cambio radical en los valores y principios que guían nuestras acciones y decisiones. En lugar de aceptar la competencia y la exclusión como normas, esta ética aboga por la justicia y la equidad, donde todos los niños, independientemente de su origen o capacidades, tengan las mismas oportunidades de participar y prosperar en la sociedad. Esto implica reconocer y valorar la diversidad como una fortaleza, no como una barrera.
Técnicamente, el SAE ha demostrado con creces su capacidad de incluir y distribuir más equitativamente a alumnos de distintos orígenes, niños cuyo destino es marcado mucho antes de que tengan oportunidad de mostrar sus capacidades, talento o potencial. Desde su implementación, el SAE ha permitido que miles de estudiantes accedan a instituciones que antes les eran inaccesibles, rompiendo dinámicas históricas de exclusión.
El porcentaje de estudiantes de contextos vulnerables en escuelas de alto rendimiento ha crecido significativamente, lo que es evidencia concreta de su aporte a la inclusión. No obstante, las bondades del sistema son difíciles de transmitir a las familias que, con razón, están comprometidas con asegurar el mejor futuro para sus hijos. En el caso a caso, se vuelven invisibles todos los que quedan en el camino para que unos pocos triunfen.
Que la población reconozca las bondades del SAE requiere un cambio de coordenadas éticas, donde concibamos la educación como un derecho, donde no tiene cabida la competencia y los pitutos en el acceso. La ética de la inclusión requiere que, como sociedad, tengamos el coraje de cuestionar nuestras propias prácticas y creencias.
Para construir esta ética, es necesario implementar políticas educativas que aseguren que la educación pública sea un derecho accesible para todos. Esto incluye aumentar los cupos en los establecimientos públicos para cubrir el 100% de la demanda, garantizando que todos los niños que deseen estudiar en un determinado establecimiento público tengan un lugar. Además, es crucial promover valores de colaboración y apoyo mutuo en lugar de competencia y exclusión.
La ética de la inclusión no es solo un ideal, es un imperativo moral para un país que aspira a ser más justo y desarrollado. Es necesario apuntalar iniciativas como el SAE y complementarlas con otras políticas educativas que apunten a mejorar la democracia y calidad de nuestro sistema educativo, donde quepan todos.