Trump fue más eficiente al capitalizar el hastío popular contra elites políticas y académicas, cuyo mensaje de progreso cultural inclusivo no convenció a parte significativa de la población, sensibilizada por su autopercepción de situación económica deteriorada y la sensación de inseguridad.
Se dice comúnmente que la predictibilidad en relaciones internacionales es escasísima. Sendas excepciones –coincidentemente publicados en la revista Foreign Affairs– fueron los artículos “Las fuentes de la conducta soviética” de George F. Kennan, quien en 1947 (44 años antes) pronosticó el autoderrumbe soviético, prefigurando la política de contención de Estados Unidos en la Guerra Fría, y el célebre Choque de civilizaciones de Samuel P. Huntington en el verano boreal de 1993, prediciendo un nuevo patrón global del conflicto religioso, ocho años antes del ataque a las Torres Gemelas.
Hoy, sin embargo, la prospectiva brinda herramientas de análisis para explorar tendencias sociales y políticas para reducir la incertidumbre mediante una anticipación preventiva, capaz de construir escenarios posibles que permitan una planificación estratégica, aunque la tentación por privilegiar oráculos premonitorios inmediatos no ceda.
La reciente elección de Donald Trump ha discutido nuevamente el grado de precisión de las encuestas en situaciones binarias de alta polaridad. Es cierto que varias demoscopias vaticinaron el triunfo del candidato republicano, pero en general los comentaristas instalaron la sensación de una competencia muy reñida en la que la disputa de algunas decenas de miles de votos en los estados “pendulares o bisagra” (Wisconsin, Michigan, Filadelfia, Carolina del Norte, Oregón, Nevada y Arizona) definirían al ganador.
Incluso no se descartó –yo tampoco– un escenario en el que quien obtuviera el mayor número de electores no alcanzara el respaldo mayoritario del voto popular, como efectivamente ocurrió en 2000 con George W. Bush y en 2016 con el mismo Trump.
Pero no fue así y el exmandatario se impuso con 50.2% contra un 48.2% y una diferencia de más de 2 millones 700 mil votos a su favor. En una serie encadenada, de más de 182 encuestas realizadas después que el 21 de julio el presidente Joe Biden retirara su candidatura, apenas 16 mediciones proyectaron que el mandatario electo superaría el techo del 50%, destacando AtlasIntel (2 de noviembre y 29 de octubre) más Fox News (14 de octubre), que con distintas muestras apostaron por el 50% para Trump versus 48% de Harris, que finalmente se verificó.
Con lo anterior no estoy diciendo que la demoscopia no sea útil. Desde luego que lo es, sobre todo para visualizar tendencias inmediatas, que en cualquier caso requieren una glosa consciente de que todo diseño científico debe estar alerta ante votantes que no solo se mueven por el cálculo racional, sino que también por emociones e incluso aquello denominado “visceral”, como la indignación o el hartazgo, en ocasiones expresadas en la opción política antisistema.
También cabe consignar fenómenos como las “identidades negativas” o voto por “el mal menor”, tan relevante en situaciones de comicios a dos bandas y balotajes.
En una lógica de completa correspondencia entre un candidato/emisor y votantes/receptores se podría apuntar al electorado como xenófobo, inclinado a la misoginia, incluso autoritario. Pero las cuestiones son más complejas en campañas bidireccionales que permiten resignificar contenidos, con la ayuda de las redes y la segmentación de la propaganda que permite saciar el apetito de ofertas electorales grupales.
Trump fue más eficiente al capitalizar el hastío popular contra elites políticas y académicas, cuyo mensaje de progreso cultural inclusivo no convenció a parte significativa de la población, sensibilizada por su autopercepción de situación económica deteriorada y la sensación de inseguridad ciudadana.
Lo anterior, a pesar que el propio Trump es parte de una élite comercial poco ajustada al “sueño americano” en que cualquiera puede partir de la base para alcanzar la cima.
Trump es más bien un ganador ubicuo, y en tiempos difíciles mucha gente desea ser como él, ante la adversidad. Agreguemos que el candidato aportó explicaciones fáciles –como la correlación directa entre delincuencia e inmigración irregular– para apuntar a problemas reales –el alza de los delitos violentos–, conectando con las bases que demandaban el cambio. Como ha venido ocurriendo en tiempos pospandémicos, a diferencia de como acontecía antes, quienes están en el gobierno tienden a perder el poder.
Trump obtuvo mejor resultado entre votantes sin estudios superiores (54%), así como en los hogares de menores ingresos, bajo los 100 mil dólares anuales, lógica que se invierte en Harris, con mejores resultados entre quienes ganan más de esa cifra y cursaron la universidad. Entre los grupos más precarios, incluyendo su crecimiento entre varones de algunas minorías, operó un “backlash” o reacción en reversa (Norris e Inglehart, 2017), entendido como un fuerte sentimiento opuesto a las transformaciones culturales del último cuarto de siglo.
Queda claro que nadie conoce mejor que los ciudadanos sus problemas, por lo que la buena política debería primero que todo escuchar y aprender de la gente antes de ofrecer soluciones y una bitácora de reformas sin suficiente arraigo.
Otra cosa, en cambio, son las lecturas simples de un programa y sus políticas a implementar. Un caso ilustrativo es la encuesta que arrojó el resultado de 81% de imagen positiva en Chile para el mandatario de El Salvador Nayib Bukele. Lo anterior implica que probablemente una parte relevante del país quiera un comisario que haga la labor de llevar a los delincuentes a la cárcel, aunque no se sepa demasiado de la especificidad de las “maras” o pandillas salvadoreñas y sus diferencias con el tipo de crimen organizado en Chile, ni tampoco distinga la porosidad de la frontera norte chilena y la del país de Centroamérica.
Sin embargo, pocos paralelismos me han llamado más la atención como el que hace cierta prensa y analistas que ven en Milei la mímesis de Trump, o que subentiende que el origen cubano del próximo secretario de Estado, Marco Rubio, implicará una especial relación con la región.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos volteó hacia América Latina apenas en cuatro ocasiones: con la buena vecindad (1933-1945) de Roosevelt, la Alianza para el Progreso (1961-1970) de las administraciones Kennedy y Johnson, la política de Derechos Humanos de Carter (1976-1980) y con la apuesta de asociación comercial de Bush y Clinton (1989-2000).
El resto del tiempo, América Latina ha jugado un papel muy marginal para los intereses de Estados Unidos, incluido el primer gobierno de Trump, cuando las preocupaciones fueron Asia Oriental, Medio Oriente y Europa. Es más probable que los dos primeros se repliquen, destacando la obsesión adversarial con China que renovará el actual conflicto comercial, lo que abrirá indirectamente espacio a América Latina como actor secundario, al tratar de ser persuadido no solo del beneficio económico, sino también del prestigio político y cultural de la adhesión al gigante hemisférico.
En la tesitura de escasa prioridad latinoamericana en la política exterior de Estados Unidos hay tres excepciones: México, por ser país fronterizo, que será objeto de presiones para la contención de olas migratorias provenientes de Centroamérica y Sudamérica, sin olvidar la relevancia de la política antinarcóticos de Washington; Venezuela, que por sus reservas de crudo resulta clave en la geoestrategia para enfrentar otros conflictos en el mundo; y finalmente la isla de Cuba, cuyos asuntos tendrán la mirada protagónica de un descendiente de la comunidad cubano-americana de Florida.
Por supuesto, el resto de la región será afectado en más de un sentido por una potencia que siempre es decisiva al sur del Río Grande, aunque aquello no implique atención significativa por parte de Washington.
Lo anterior incluye a Argentina, cuyo presidente comparte con Trump un estilo disruptivo y polarizador, el desprecio por la actual Naciones Unidas, más el uso de mitologías condensadoras de un anhelo por recrear un pasado glorioso.
Lo anterior, si atendemos al trumpista lema “Hacer grande a América otra vez” –que desconoce el papel del multilateralismo político y el liberalismo económico en la globalización del liderazgo de Estados Unidos– o a las alusiones de Milei a la Argentina como potencia mundial de fines del siglo XIX (más bien una potencia de segundo orden con un alto producto per cápita, aunque esencialmente exportadora de carnes y grano).
Pero también hay puntos de divergencias y no menores, curiosamente no advertidas por quienes entienden que la relación Trump y Milei seguiría una lógica arcaica de intercambio reciprocitario en la que uno entrega el don de la confianza, que es recibido, y, por tanto, existiría la obligación de devolverlo en forma de respaldo. Aunque gesto puede haber, no hay que olvidar que Trump y Milei representan formas distintas en que se radicalizaron ciertas elites conservadoras en el norte y del sur después de horadarse en 2008 el consenso demoliberal de post Guerra Fría.
Mientras las primeras abrazaron un proteccionismo económico reforzado, que utiliza los aranceles como un arma recurrente, las segundas se hicieron más libertarias, propugnando el minarquismo. En dicho aspecto la sintonía personal pesa poco, siendo los intereses de las respectivas visiones nacionales los que prevalecerán. O como dice el internacionalista argentino Roberto Russell: “Trump no va a tomar sus medidas mirando a la Argentina”, añadiendo que “es probable que Milei descubra que el alineamiento automático no suele traer muchas recompensas”, explicando que aquella postura no tiene parangón alguno con las llamadas relaciones “carnales” de Menem, al fondo expresión del “realismo” de Estado periférico y no del sometimiento absoluto.
El ataque a Naciones Unidas reafirma el multipolarismo de las grandes potencias y es poco útil para los Estados medianos y pequeños, como Argentina o Chile, cuyas diversas demandas encuentran cauces institucionales a través de organismos multilaterales.
Trump, en cambio, desde un populismo nativista atávico, recurre a la tradición aislacionista jacksoniana, a la que suma elementos del realismo estructural ofensivo, que sugiere que, ante un entorno incierto, solo es posible confiar en las capacidades propias para alcanzar seguridad, sin olvidar ciertas dosis de neoconservadurismo. Es básicamente un líder que cree en la intuición ante un juego político que percibe fundamentalmente azaroso, valorando la no predictibilidad como una virtud.
De ahí que se trate de una antidoctrina y no de un cuerpo coherente de aproximaciones que permite la adaptación de las potencias del entorno. Con Trump nunca se sabe, excepto que para relocalizar la industrias en su país considere gravar con aranceles a los países que arriesguen o se opongan a su plan, de los cuales no se libraran aquellos que tengan Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos.
En la región, la prudencia ante distintas presiones, que también provendrán desde Oriente, así como la disponibilidad de ciertos recursos críticos, particularmente minerales, ayudarán en las futuras negociaciones marcadas por la asimetría.