La moral de gato callejero nos dice que “protegemos a los niños”, mientras los empujamos al borde del abismo.
La política chilena tiene un extraño talento para convertir nobles principios en eslóganes vacíos. “Los niños primero” es el mantra que se repite con fervor en cada debate, pero como ocurre con los gatos callejeros, la moral parece depender del momento, el lugar y quién esté mirando.
Esta semana, la Cámara de Diputadas y Diputados decidió prohibir que el Ministerio de Salud financie tratamientos hormonales y cirugías de reasignación de género para niños, niñas y adolescentes trans. En una sola jugada, se borraron años de avances en derechos humanos y salud integral para menores trans, dejando a las familias más vulnerables atrapadas entre la indiferencia del Estado y la exclusión del sistema privado.
El argumento de quienes celebran esta decisión parece simple: los niños no están “listos” para tomar decisiones sobre su identidad de género. Pero aquí está la trampa. En el mismo país donde los adolescentes pueden trabajar desde los 15 años o enfrentar un sistema educativo que les exige decidir su futuro a los 17, se les niega el derecho a acompañamiento médico y psicológico para algo tan fundamental como su identidad. No se trata de promover intervenciones apresuradas, sino de garantizar un entorno seguro, informado y respetuoso para quienes enfrentan el complejo proceso de descubrir quiénes son.
¿El interés superior del niño? Ignorado. ¿La Ley de Identidad de Género, que exige un programa de acompañamiento? Pisoteada. Y, como siempre, quienes pagan el precio de estas decisiones son las familias con menos recursos, porque para ellas no existe la opción de pagar consultas privadas o tratamientos fuera del sistema público. Si tienes plata, tu hijo tiene derechos. Si no, que se las arregle.
Detrás de esta medida no solo hay ignorancia, sino también un cálculo político: demonizar a una minoría para ganar puntos con sectores conservadores. Nada nuevo en la historia de la política, pero sí profundamente indignante. Porque este no es un debate abstracto, sino sobre vidas reales, sobre adolescentes que enfrentan niveles de discriminación y suicidio alarmantemente altos.
La moral de gato callejero nos dice que “protegemos a los niños”, mientras los empujamos al borde del abismo. Les negamos herramientas, les cerramos puertas y luego nos indignamos cuando el costo se vuelve insoportable. Tal vez sea hora de poner fin al doble discurso. Porque decir que “los niños van primero” es más que un eslogan: es un compromiso que exige valentía, empatía y, sobre todo, coherencia.
Si de verdad los niños, niñas y adolescentes son lo primero, el Estado tiene la obligación de estar ahí para todos ellos, sin importar si se ajustan o no a las expectativas de una sociedad que parece seguir viendo la diversidad como una amenaza. Y si no podemos cumplir siquiera con eso, dejemos de repetir consignas huecas y asumamos que no son los niños, sino nuestros prejuicios, los que van primero.