Resulta evidente la necesidad de incorporar al debate los efectos en las relaciones civiles-militares que tendrían eventuales despliegues permanentes y aun semipermanentes de las Fuerzas Armadas en seguridad interior.
El posible despliegue de las Fuerzas Armadas de modo permanente o semipermanente en seguridad interior ha generado un intenso debate político y académico, tal como por lo demás ha ocurrido en toda América Latina. Se ha argumentado en torno a la eficacia de tales despliegues, a los riesgos que conllevan y a sus efectos reales en la contención del crimen organizado, así como sus consecuencias en el alistamiento de los uniformados.
Sin embargo, hay un aspecto de la mayor relevancia que no ha sido casi tratado en el debate nacional: el efecto de tales cometidos de seguridad interior en las relaciones civiles-militares.
Por lo pronto, en la lógica de Huntington y Desh, esta situación crearía condiciones para una mayor participación de los militares en política doméstica, lo que debilitaría el control civil objetivo que descansa en la exclusión de los uniformados de la política interna. De igual modo, el actuar de las fuerzas militares contra la criminalidad las expondría a situaciones complejas, con posibles aristas judiciales y administrativas, lo que hace necesario incrementar los controles tanto internos como en el nivel ministerial correspondiente.
En esta misma derivada, y en tercer lugar, surge la necesidad de un actuar más inmediato de la autoridad política en la conducción cotidiana de las Fuerzas Armadas. Esto revive un antiguo dilema de las relaciones civiles-militares: cuál es el límite entre la conducción política y la conducción castrense. Históricamente este dilema se ha manifestado fundamentalmente en tiempos de guerra, pero la ampliación de las misiones castrenses a la seguridad interior, le otorga una vigencia más inmediata, actual y permanente.
En cuarto lugar, está la cuestión presupuestaria y de adquisiciones. Un cambio en las prioridades de la defensa –de seguridad exterior a la seguridad interna– puede traer aparejadas modificaciones en los criterios de asignaciones presupuestarias a las fuerzas militares, conforme la contribución de cada una a las nuevas misiones. Lo mismo, y por igual razón, es válido respecto de las políticas de adquisiciones militares: los sistemas de armas necesarios para la defensa externa pueden no resultar los más óptimos para seguridad interior, lo que obligaría a realizar ajustes a dichas políticas.
También el entrenamiento se vería afectado: el personal militar deberá ser preparado para asumir cometidos de seguridad doméstica, lo que tendrá un correlato financiero. Estos aspectos son particularmente delicados. Sabido es que las cuestiones presupuestarias se cuentan entre las más complejas y sensibles en las relaciones civiles-militares.
En un quinto orden de ideas, una mayor presencia castrense en seguridad interior hace necesario que la autoridad política asegure una participación equitativa, si así cabe expresarse, de las fuerzas militares en las tareas correspondientes. Esta es una responsabilidad que se trasplanta desde la seguridad exterior y es parte de los cometidos básicos de conducción de la defensa: en caso de conflicto armado o aún en operaciones de paz, el nivel político debe asegurar una participación relativamente paritaria a todas sus fuerzas militares, aun contra la lógica táctica o estratégica. Y esto se aplica igualmente a la seguridad interior.
La autoridad política debe asegurar que todas sus organizaciones militares participen en los despliegues domésticos, lo que puede implicar, en algunos casos, asignarles misiones más bien por razones políticas que por verdaderas necesidades tácticas.
Todo lo expresado radica inequívocamente en la autoridad política civil una mayor responsabilidad de conducción de la función de defensa, lo que debe traer aparejadas mayores atribuciones normativas y también un más efectivo liderazgo personal de quienes ejercen los cargos correspondientes. La ampliación de las misiones castrenses no afectará el funcionamiento y la solidez del sistema democrático, pero esto presupone que el estamento político asuma en plenitud las nuevas responsabilidades que tal incremento conlleva en sede política en su relación con los uniformados.
Lo anterior se aplica en la especie a la conducción de la defensa en Chile. Desde luego, la estructura de conducción civil contemplada en la Constitución y en su legislación derivada asume la separación de funciones entre las Fuerzas Armadas y las Fuerzas de Orden y Seguridad y descansa en una mirada clásica de la Función de Defensa. Esto se aplica también al Ministerio de Defensa Nacional, en cuanto la Ley Nº 20.424 necesariamente asumió la misma perspectiva.
De ello se sigue que la asignación a las Fuerzas Armadas de misiones permanentes de seguridad interior, en cuanto requerirían de integración con las de Orden y Seguridad Pública, cuya dependencia es de otro ministerio, implicaría, en primer término, la creación de estructuras de coordinación entre todos los entes involucrados, una mirada bajo la lógica del “whole of government approach”. Este es un tema especialmente complejo considerando la extrema fragmentación de las estructuras de seguridad interior, la que tiende a incrementarse. Lo mismo resulta aplicable a las demás aristas implícitas en la ampliación de misiones de las Fuerzas Armadas.
Especial perfil adquiere en esto la cuestión presupuestaria y las políticas de adquisiciones en cuanto todo el sistema se encuentra en el proceso de transición desde los mecanismos de la Ley del Cobre a los propios de la Ley Nº 21.174, la que, además, extiende responsabilidades al Congreso en cuanto al financiamiento de capacidades estratégicas.
Cabe observar que esta ley asume una perspectiva convencional de la Función de Defensa, pero que ahora debería extenderse a las capacidades de seguridad interior. La cuestión central en esto sería la forma de interpretar el concepto de capacidades estratégicas en cuanto resulta claro que, en su forma original, tal como fue entendido en el debate legislativo correspondiente, se refiere a las capacidades de las Fuerzas Armadas para cumplir con su misión primaria, tradicional. Cabe observar que el concepto capacidades estratégicas es la noción central tanto en el Fondo Plurianual como el Fondo de Contingencia establecidos en la citada ley.
En otro orden de ideas, una eventual extensión de los roles y misiones de las Fuerzas Armadas a cometidos de seguridad interior de modo permanente (o casi permanente) perfilaría dos cuestiones especialmente trascendentes tanto para la seguridad del país cuanto para las relaciones político-militares: una estructura superior de la seguridad y la defensa nacional muy deficitaria, rayana en la inexistencia y, asociado a lo anterior, la ausencia de una genuina estrategia de seguridad nacional.
Respecto de la estructura de seguridad nacional, según es bien sabido el Consejo de Seguridad Nacional, en los términos en que está contemplado en el Capítulo XII de la Constitución, dista mucho de ser un verdadero “consejo de seguridad nacional” tal como se entienden dichos organismos en los más de 60 países que cuentan con entes análogos, en la mayoría de los casos con ese nombre o con uno muy similar. Estas carencias se aplican tanto a la composición del Consejo cuanto a sus cometidos y responsabilidades actuales. Se agrega a esto la inexistencia de un “consejero de seguridad nacional”, cargo que normalmente se asocia a estos organismos en los sistemas comparados.
En consecuencia, el Consejo de Seguridad Nacional no constituye una instancia eficaz y funcional para la discusión y la generación de estrategias, políticas y respuestas coordinadas a las temáticas de seguridad del país, sean estas clásicas, de raigambre externa, de naturaleza interna o híbridas. Los resultados de las últimas convocatorias al Consejo –dos en la administración anterior y una en la actual– dan cumplida cuenta de sus limitaciones.
En lo que dice relación con la ausencia de una estrategia de seguridad nacional, existe amplio consenso en que el intento realizado en 2012, bajo el título de Estrategia Nacional de Seguridad y Defensa, estuvo lejos de definir una estrategia de seguridad nacional propiamente tal, según estas son entendidas en los sistemas comparados y en los estudios estratégicos y de seguridad.
Luego, las dos administraciones siguientes no insistieron en definir una estrategia, prefiriendo la publicación del Libro de la Defensa 2017 y luego de la Política de Defensa Nacional 2020, actualmente vigente. Ninguno de estos textos, en cuanto se refieren a la Función de Defensa y no a la Seguridad Nacional en su conjunto, constituye instrumento suficientemente idóneo para encarar la problemática de seguridad del país en una óptica holística y general.
Tanto las limitaciones del Consejo de Seguridad Nacional cuanto la carencia de una genuina Estrategia de Seguridad Nacional podrían constituirse como limitantes serias de la capacidad del Estado de ampliar en forma exitosa y funcional el rol de las Fuerzas Armadas para asumir en forma permanente cometidos de seguridad interior. Por lo expresado, resulta evidente la necesidad de incorporar al debate los efectos en las relaciones civiles-militares que tendrían eventuales despliegues permanentes y aun semipermanentes de las Fuerzas Armadas en seguridad interior.
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