Como diría Zygmunt Bauman, en esta modernidad líquida las instituciones tienden a priorizar soluciones rápidas y superficiales sobre transformaciones estructurales, pero las oficinas de pueblos originarios no pueden seguir siendo símbolos vacíos.
El concepto de “gueto” resulta útil para entender la marginación representada por la situación de las oficinas o programas de pueblos originarios en muchas municipalidades del territorio nacional. Como en los guetos urbanos, estas reparticiones están relegadas en los márgenes de la gestión municipal, pues su existencia responde a una necesidad simbólica, porque en la práctica se les asigna un rol periférico, desprovisto de recursos suficientes y carente de verdadera incidencia. Este aislamiento perpetúa la idea de que la interculturalidad es un asunto “adicional”, y no una prioridad transversal en las políticas públicas locales.
Para las comunidades indígenas, los síntomas de esta enfermedad llamada “precarización”, que aqueja a estos guetos, no es solo un inconveniente administrativo, sino que fundamentalmente representa un obstáculo tangible para acceder a programas, fondos y orientación o, incluso, para encontrar soluciones a sus problemáticas. Reconozcámoslo o no, la falta de espacio físico y condiciones dignas para estas oficinas o programas es un reflejo del trato que como sociedad hemos dado históricamente a los pueblos originarios: relegarlos a un margen simbólico, mientras se les niega la infraestructura y condiciones mínimas para construir soluciones reales.
Al respecto, algunas teorías antropológicas y sociológicas nos recuerdan cómo las condiciones materiales afectan la construcción de lo simbólico: aunque la existencia de estas oficinas pueda parecer un avance, sus paupérrimas condiciones de existencia envían mensajes claros y dolorosos, la interculturalidad es un asunto “extra” y no una prioridad transversal en la política pública; y el compromiso con los pueblos originarios sigue siendo periférico para las administraciones locales.
El problema se agrava con la falta de estándares mínimos y supervigilancia a nivel nacional. Sin una política pública con disposiciones claras y vinculantes que garanticen recursos básicos, condiciones laborales dignas, objetivos comunes y territorialmente pertinentes, estas oficinas quedan a merced de las capacidades y voluntades locales, muchas veces voluntades y gestión representadas exclusivamente por los profesionales que las sostienen –y que también están siendo precarizados–.
Este panorama perpetúa un sistema de desigualdad estructural que afecta tanto a quienes trabajan en estas unidades como a las comunidades que hacen uso de ellas.
En el vasto panorama de las oficinas o programas municipales de pueblos originarios en Chile, las excepciones destacan como evidencia de las profundas desigualdades existentes. Algunas municipalidades logran, en mayor o menor medida, proporcionar estabilidad, recursos e infraestructura adecuada a sus programas, gracias a factores como la voluntad política local, condiciones socioeconómicas favorables o acceso a financiamiento externo.
Estas experiencias exitosas invitan a reflexionar sobre las causas de estas brechas y cómo superarlas, resaltando la necesidad de un análisis comparativo, un desafío que podría asumir la Asociación Chilena de Municipalidades para identificar y promover modelos dignos y eficientes en los territorios.
El espejismo institucional de la materialización de la interculturalidad tiene consecuencias profundas. Las comunidades, al percibir estas “oficinas especializadas” como gestos vacíos, ven frustradas sus expectativas y refuerzan su desconfianza hacia el Estado. Superar esta realidad exige acciones concretas y un cambio profundo en la manera en que el Estado y la sociedad abordan la interculturalidad. El fortalecimiento de estas oficinas es más que una cuestión presupuestaria; es un acto de justicia histórica que no puede seguir postergándose.
En ellas reside la posibilidad de construir y fortalecer puentes entre las comunidades indígenas y el Estado, fomentando un diálogo que sea capaz de transformar una relación marcada por la exclusión, en una basada en el respeto y la colaboración mutua.
Para ello, es necesario establecer estándares mínimos transversales, garantizar la participación y evaluación activa de las comunidades indígenas en el diseño, evaluación y monitoreo de estas oficinas en cada territorio y, aunque difícil, mas no imposible, es necesaria la despolitización partidista de la interculturalidad, porque la implementación y mantención de estas oficinas/programas no puede depender de cálculos electorales.
Se requiere una política pública transversal y sostenida en el tiempo, que garantice la continuidad de los programas más allá de las contingencias o afinidades políticas.
Como diría Zygmunt Bauman, en esta modernidad líquida las instituciones tienden a priorizar soluciones rápidas y superficiales sobre transformaciones estructurales, pero las oficinas de pueblos originarios no pueden seguir siendo símbolos vacíos. La panacea no se encuentra en la mera existencia de ellas, sino en el potencial y capacidad que estas poseen para operar como verdaderos motores de cambio.
Comprendiendo aquello podremos pasar de tener “guetos simbólicos” a construir una interculturalidad auténtica y transformadora, que no solo reconozca a los pueblos originarios, sino que también les ofrezca herramientas reales para ejercer sus derechos.