El consentimiento es el resguardo construido contra los atropellos y violencias, pero también es una experiencia más compleja que un pacto o un acuerdo.
Durante las últimas semanas hemos tenido una vertiginosa agenda noticiosa sobre casos de acoso y abuso sexual en nuestras pantallas, la radio, y por supuesto, las redes sociales. A nivel nacional, dos casos del mundo de la política y el deporte, y a nivel internacional, el caso de Gisèle Pelicot en Francia nos mantiene conversando sobre los matices de la violencia de género. Desde el evento noticioso, vamos aprendiendo de aquello que se llama consentimiento, de sus alcances y de sus límites; algo que siempre debimos aprender desde una educación sexual integral, pero que lamentablemente llevamos más de treinta años discutiendo su relevancia, sin avanzar en ello. A falta de educación sexual, nos quedan los noticieros. Una prensa que en ocasiones le cuesta discernir entre lo ético de la información que entregan y el cuidado de las y los afectados, un cúmulo de abogados hablando con tecnicismos poco comprensibles para un ciudadano promedio, y redes sociales que arden con celebraciones a favor y en contra tanto de la persona acusada o afectada. El mensaje en todos lados es: “sin consentimiento, es violación.” Sin embargo, volvemos a la pregunta crucial en este entramado, qué sabemos y dónde aprendimos qué es (y no es) consentimiento.
Comúnmente se piensa que el consentimiento sexual es un acuerdo para participar de una actividad sexual. Es una elección, y la persona necesita tener la capacidad y la libertad para elegir. Parece simple. De hecho encontramos manuales con listados sobre situaciones en que no puedes dar consentimiento: estar inconsciente, en estado de ebriedad, bajo los efectos de drogas, ser menor edad, bajo presión, manipulación o engaño.. Incluso, algunos definen que un “sí” no es suficiente para consentir. Por ejemplo, cuando se arriesga a perder algo como el trabajo o la integridad física, el consentimiento se desdibuja. Sin embargo, la idea de consentimiento es más compleja y problemática que la idea de autonomía de una persona para decir sí o no. Desde los feminismos, preguntas sobre quién puede dar consentimiento sexual, qué competencias son consideradas tras la idea de “capacidad de consentir,” cómo juegan las condiciones de vulnerabilidad (de clase, raza, edad, etc.) en la práctica del consentimiento, quién define la condición de vulnerabilidad; son algunas de las muchas preguntas que nos obliga a pensar la relevancia de una conversación más compleja que usualmente está pobladas de ansiedades, temores y esperanzas en torno a una legítima y nueva sexualidad. Pero, por sobre todo, nos invitan a pensar seriamente la urgente necesidad de una re-educación de las formas en que construimos nuestros vinculos sexo-afectivos.
El consentimiento es el resguardo construido contra los atropellos y violencias, pero también es una experiencia más compleja que un pacto o un acuerdo. De modo que la justicia podrá ser el instrumento para su garantía formal, pero sólo la educación sexual integral podrá hacer la diferencia real. Sin educación sexual integral no entenderemos la complejidad de lo que significa consentir.
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