Anoche soñé que era el nuevo presidente de Estados Unidos.
En una de mis primeras reuniones informativas, mi asesor de relaciones económicas internacionales me comentaba sobre el Puerto de Chancay que se acaba de inaugurar en Perú, financiado indirectamente por el gobierno chino. Me explicaba los complejos efectos económicos y geopolíticos que esto traía para el país, y me recomendaba apoyar la construcción de infraestructura portuaria de un tamaño similar en algún aliado estratégico del Cono Sur. Todo apuntaba a Chile, socio confiable desde hace décadas y con instituciones relativamente fuertes y estables.
Rápidamente me convencí de que la inversión valía la pena: capitales norteamericanos contribuirían a la construcción de un nuevo puerto en la Región de Antofagasta que implicaría el reemplazo total del existente. Un megaproyecto de una escala pocas veces vista. Los tiempos y las certezas eran fundamentales, necesitaba conocer en detalle los pasos a seguir y qué podía esperar para su ejecución. Para eso contraté asesores chilenos de primer nivel que emitieron sendos informes explicando los pasos a seguir para obtener todos los permisos necesarios.
Lo primero era hacer un “Estudio de Impacto Ambiental”, un extenso informe ambiental cuyo valor se ha duplicado en los últimos 4 años. Hoy, en promedio, cuestan un millón de dólares, pero por supuesto para un proyecto de esta magnitud el valor es varias veces ese. Me explicaron que recibiríamos muchas observaciones, el último gran proyecto ingresado a tramitación en Magallanes recibió aproximadamente 1.190 observaciones ciudadanas y más de 900 de organismos públicos.
Eso no me preocupaba, yo había leído sobre el tema y sabía que la ley chilena fija un plazo legal para esa etapa de 120 días hábiles. Lo que no sabía es que, en promedio, se están agregando más de 840 días adicionales por suspensiones que nos podríamos ver obligados a pedir para contestar las miles de observaciones recibidas. Mi cara comenzó a cambiar cuando me acotaron que deberíamos llevar a cabo una consulta indígena en virtud del Convenio 169 de la OIT, tratado que ni Canadá, ni Nueva Zelanda ni Australia han firmado, todos países modelo en la materia.
En ese constante ir y venir de preguntas y respuestas, me llamó la atención una institución en particular: el Consejo de Monumentos. Me informaron que si este órgano se convence de que la obra puede afectar el patrimonio arqueológico, ahí sí que el proceso se pone engorroso. Nuestra suerte puede ir desde que nos exijan una serie de estudios, excavaciones y medidas de mitigación a la sugerencia de rechazar el proyecto. Y si se encuentra algún hallazgo en la construcción, por pequeño que sea, se inicia un proceso interminable de excavaciones y supervisiones.
Luego de sortear esa etapa, que suele tomar entre 2 y 3 años, tendría el primer pronunciamiento de la autoridad: una RCA. Pero con esto no termina nada, solo empieza. Seguramente se va a impugnar el permiso, y será una instancia política, el Comité de Ministros, la que tendrá la última palabra. No lograba entender por qué la primera relación con las autoridades políticas ocurre al segundo o tercer año, y no al principio del proceso, como sucede en otros países. Tampoco me entraba en la cabeza que este pronunciamiento tomara tanto tiempo y no tuviera un plazo legal. Me explicaron que esta era la instancia donde la presión ciudadana y política pone en riesgo los proyectos, incluso aquellos donde el proceso de evaluación fue impecable. Superando este escollo vendría uno aún más complejo: los tribunales de justicia. Primero los Tribunales Ambientales y luego la Corte Suprema, que agregan más costos, años e incertidumbre a todo este vía crucis.
Me dicen que, si tengo suerte, sortearé todos estos obstáculos exitosamente, pero que no me confunda, pues no habrá nada que celebrar aún. Al margen de la evaluación ambiental hay otro proceso en la letanía permisológica, la temida “concesión marítima” que permite usar la zona costera. La información que me entregan da cuenta de casi 700.000 solicitudes rezagadas, y plazos que pueden fluctuar entre los 36 meses y los 13 años.
Esto es ya mucha información que procesar, pero está lejos de ser todo. El informe da cuenta de una ley denominada “Ley Lafkenche” que permite que todo su proceso de obtención de la concesión marítima se paralice mientras se resuelve una solicitud de alguno de los pueblos indígenas que habitan la zona norte del país. Es un requerimiento que tiene muy pocos requisitos y que suspende de inmediato la tramitación de la concesión para el puerto por plazos que promedian los 6 años. Si la solicitud de una comunidad indígena es aprobada, el proyecto deberá emplazarse en un espacio costero administrado por esa comunidad. No hay claridad respecto a los efectos prácticos que esto podría tener.
No es halagüeño el panorama, menos si se considera la última experiencia de ampliación de un puerto en Chile: el Terminal Cerros de Valparaíso. Me cuentan que pese a que ingresó a tramitación ambiental en 2014, hace poco recibió 84 observaciones de la autoridad ambiental. Esto después de que el Tribunal Ambiental en 2022 encontrara vicios de legalidad en su RCA y retrotrajera todo el proceso a la etapa de evaluación.
Desperté de mi sueño agobiado por este laberinto de permisos que para mí fue un sueño, pero que para Chile se ha transformado en una pesadilla. La verdad es que si yo fuera Donald Trump, posiblemente construiría un puerto en Colombia.