Es un deber ético avanzar hacia la comprensión de las víctimas sin estereotipos, en donde la situación del delito se entiende en la compleja red de interrelaciones sociales, con jerarquías de poder no siempre evidentes.
A propósito de los casos de violencia sexual conocidos en estos días, cabe preguntarse qué entendemos por “ser víctima”. Según la Real Academia Española, una víctima es, en su primera acepción una “persona o animal sacrificado o destinado al sacrificio”. Esta definición contrasta con la del Código Penal, que la define como “la/el ofendido por el delito” (art. 108).
Desde la matriz judeocristiana y heteronormativa en la que hemos sido formados, se ha construido una imagen de la “víctima” asociada a la pureza, candidez e ingenuidad: características que suelen atribuirse a niños y niñas. Esta figura idealizada debe ser frágil, intachable y con un comportamiento irreprochable, tanto antes como después de revelar lo sucedido, especialmente si la denuncia ocurre años más tarde. Además, pareciese que cada víctima tendría chance de ser reconocida como tal si la situación ocurrió una sola vez, sin repetición ni vínculo previo con el agresor.
En paralelo, se construye la imagen del agresor como un ser malvado, de mayor edad y contextura física imponente, un desconocido que ataca con violencia y carece de moral en todos los ámbitos de su vida.
Sin embargo, como ocurre con cualquier estereotipo, estas imágenes no se corresponden con la realidad. La “víctima ideal” es, en la mayoría de los casos, una construcción inexistente, al igual que el agresor caricaturesco.
¿Qué sucede entonces con las víctimas que no cumplen esa imagen ideal? Se les considera “malas víctimas”. Estas personas deben justificar su actuar, son culpables –y, a menudo, se culpan a sí mismas– por lo sucedido, lo que las lleva a guardar silencio.
Si, pese a ello, deciden alzar la voz, su testimonio resulta aún más incómodo para la sociedad, ya que nos enfrenta con nuestras propias fallas y nos obliga a cuestionar prácticas profundamente arraigadas. La empatía inicial con la víctima disminuye al mismo tiempo que aumentan los juicios inquisidores hacia ella.
Es un deber ético avanzar hacia la comprensión de las víctimas sin estereotipos, en donde la situación del delito se entiende en la compleja red de interrelaciones sociales, con jerarquías de poder no siempre evidentes. Es comprender que son víctimas porque sus derechos sexuales fueron vulnerados, sin que estos disminuyan o se condicionen a una edad, un estilo de vida o comportamiento específico.
Esta mirada más real de las víctimas permite avanzar hacia su protección sin exponerlas a sufrir nuevas victimizaciones y daños aún más profundos en su salud física, mental, sexual y psicológica.
Y retomando las definiciones, trabajemos por construir una sociedad en donde la víctima deje de ser vista como alguien “destinada a ser sacrificada”, cuestionada y maltratada. En su lugar, que quien haya sido vulnerada encuentre una comunidad dispuesta a acogerle, que reconozca sus heridas y aporte a que los daños por el delito sufrido no sean aún más complejos de superar.