Una complaciente brisa filistea sopla sobre el olvidado jardín de las humanidades. Ojalá no termine de secarlo, pese a su buena intención.
Es un jardín caleidoscópico, con varios tipos de humanismos. ¿Qué tienen estos en común? El rebelarse frente a dos formas que son opuestas, pero paradójicamente convergentes, de inhumanidad. Por una parte, la brutalidad icástica y, por otra, el abstraccionismo racionalista, ese que decapita las singularidades de los sujetos individuales y colectivos.
En el primer caso, la cultura humanista aspira a retirar las tosquedades que están ínsitas en la naturaleza humana sin más, con la finalidad de que prosperen formas sutiles y emulsionadas de relaciones interpersonales. Por cierto, el humanismo se propone domar la rusticidad originaria del hombre a fin de hacer retroceder el salvajismo. En el segundo, el humanismo es una rebelión en contra de los desvaríos de la racionalidad categorial y del abstraccionismo.
Por tal motivo, se yergue en oposición a los excesos del racionalismo esquemático y formalista, o sea, frente al ergotismo que pisotea la dignidad humana. La conjunción de ambos tipos de inhumanidad se expresó en el siglo XX como salvajismo tecnoburocrático y su máxima concreción fue el campo de concentración de Auschwitz.
En la trayectoria del mundo moderno existen tres momentos en el que el viejo árbol del humanismo, que tiene sus raíces en la Antigüedad clásica, volvió a reverdecer.
El primero es durante la época del Renacimiento; el segundo es la época del romanticismo; el tercero es el siglo pasado. Pero en el siglo XX ya no se trata de un movimiento, sino que más bien de figuras aisladas que reflexionan en algunas de sus obras al respecto. Tal es el caso de Werner Jaeger, Thomas Mann y Hermann Hesse en Europa central, de José Ortega y Gasset y Manuel García Morente en España, de Ernesto Sábato y Octavio Paz en Hispanoamérica y en Chile de figuras como Mario Góngora, Carla Cordua y Joaquín Barceló, entre otras.
Actualmente, estamos padeciendo los costos de habernos distanciado de la cultura humanista. Tal distanciamiento no es algo propio de nuestro país ni de esta o aquella universidad. Es el rumbo que tomó, casi inadvertidamente, el mundo occidental en las últimas décadas y sus consecuencias, como más adelante se verá, son deplorables.
La pugna entre los imperativos racionalistas y las exigencias de la vida no es un descubrimiento de los teóricos de la Escuela de Frankfurt. Los románticos de finales del siglo XVIII que reaccionaron en contra de la Ilustración fueron los primeros en diagnosticar perspicazmente tal antagonismo a partir de indicios bastante embrionarios.
En el tránsito del siglo XIX al XX la crítica al racionalismo (concretamente a sus dos vástagos emblemáticos: el positivismo y la idea de progreso) pese a ser una sensibilidad vigorosa, no obstante, era marginal o, por lo menos, a contracorriente. Tal crítica solía ser tildada de conservadora en algunos casos, en otros de reaccionaria y, más tardíamente, de contrarrevolucionaria.
Lo que los románticos entrevieron como una posibilidad, es para nosotros una realidad: los imperativos de la diosa utilidad, la postración de la vida interior, la fragmentación del quehacer humano en parcelas inconexas que incitan a la sinécdoque e incluso a la arrogancia de ciertas ciencias en el ámbito intelectual.
En lo que a esto último concierne, los románticos que se congregaron en la Universidad de Jena, en torno al 1800, fueron los primeros en advertir los peligros que conllevaba la especialización disciplinaria –o sea, la segmentación del saber–, cuya expresión más inocua son las llamadas deformaciones profesionales. Estas han derivado en lo que José Ortega y Gasset llamó la barbarie del especialismo a mediados de la década de 1920.
La especialización produce un individuo técnicamente calificado, pero orgullosamente ignorante de otras áreas del saber. Es la figura del ramplón graduado. Dicho tipo de profesional es el que tiende a prevalecer en nuestro tiempo. Desde el punto de vista humano es imprudente y arrebatado. Intelectualmente es un ser que carece de visión estereoscópica y de conjunto. Por eso no es insólito que tienda al narcisismo y al solipsismo.
Dicho espécimen puede dar pie a un salvaje emocional (tal es el caso de los woke y de los activistas fanatizados) o bien a un bárbaro racionalista (el tecnócrata y el ideólogo radical, por ejemplo). Ambos hacen caso omiso de la complejidad de la existencia y tanto el uno como el otro son seres que humana e intelectualmente tienen algo de esperpéntico. Por decirlo con personajes icónicos de la literatura romántica: ambos tienen trazas de Quasimodo o de Frankenstein.
No hace falta ser un agudo observador para percatarse de que el woke (delineado por Susan Neiman) y el tecnócrata son los protagonistas estelares del culebrón sociopolítico de nuestro tiempo.
Según Friedrich Schiller, el hombre puede degradarse a sí mismo de dos maneras: como salvaje o como bárbaro. Como salvaje, si sus pasiones pisotean a sus principios. Como bárbaro, si sus principios omiten a sus sentimientos.
En efecto, el salvaje considera a sus impulsos naturales como mandamientos absolutos, por tal motivo, no trepida en atropellar la cultura para satisfacer su impulsividad. Inversamente, el bárbaro difama la emotividad y, desde la prepotencia principista, maldice a las pasiones. El principio que rige su quehacer es el de la utilidad de los medios para el fin que persigue.
Con todo, el bárbaro es más despreciable que el salvaje, puesto que no es insólito que siga siendo esclavo de pasiones torvas, ya sea de manera inconsciente o bien revistiéndolas de racionalidad. Sea como fuere, exuda soberbia intelectual. Es la encarnación de la razón sin eticidad, de la arrogancia tecnocrática.
¿Qué tienen ambos en común? Tanto el uno como el otro son ramplones y, por lo mismo, emiten juicios toscos y actúan de manera brutal; ambos carecen de filtros y de sentido de la distancia; los dos carecen de sintonía fina y suelen ser obsecuentes; en definitiva, ambos son imprudentes, desprecian al espíritu y ningunean la complejidad de lo humano.
Claramente, el woke y el tecnócrata no son personas cultas, aunque posean diplomas universitarios y sean grandes consumidores y productores de papers. Ellos son los íconos de la civilización tardomoderna que se caracteriza, entre otras cosas, por una creciente propensión a la intolerancia, el fanatismo y la abrasión.