Es fundamental, por el devenir de Chile, que nuestra estructura educativa sea robusta, integral y que genere condiciones y expectativas de un proyecto país que abarque a todos los segmentos, en participación, derechos y beneficios.
El acceso a la educación e información se ha ido constituyendo como una trascendental herramienta para el progreso material y social de los países. Ello, porque el impacto que generan las políticas educativas, efectuadas de una manera seria y comprometida, abarca lo económico, así como también lo intelectual. Es importante crear sociedades ilustradas y, con ello, me refiero a ciudadanos que reciben las habilidades y conocimientos deseados para el desarrollo de sus proyectos vitales, pero a la vez la “culturización” cívica de comprender que somos sujetos públicos, que formamos parte de un pacto social respecto de nuestro entorno.
El decaimiento de estos dos pilares, tal como sucede en Chile, tiene como consecuencia la degradación social, ya que en el sistema educativo se reflejan los valores que el Estado desea o intenta impregnar en sus ciudadanos.
La generación política que hoy gobierna nace y se conforma como un movimiento de la lucha educacional propiciada durante “la Revolución pingüina”, lo que parecía predecir que la educación sería su principal bandera, lo cual hubiera sido justo y coherente, además por autodefinirse de izquierda, nacer en el seno de la Confech y vociferar un discurso de transformación educacional.
No obstante, en estos tres años de Gobierno hemos visto cómo el Mineduc no ha sido competente para, primero, crear un plan educacional robusto que responda a las carencias denunciadas por décadas –tanto por estudiantes como profesores–, y, segundo, no ha tenido la capacidad de enfrentar los desafíos generados por la migración, los estragos de la pandemia y el aumento del abandono temprano de la educación. Es más, ha seguido replicando las lógicas que tanto criticaron y juzgaron.
La baja calidad de la educación pública sigue impulsando lógicas de una sociedad desigual, pobreza, delincuencia y una gran masa que no ve soluciones materiales en la democracia, producto del abandono estatal hacia la educación –digo “estatal”, porque no ha habido ninguna política de Estado en materia educacional–.
La estructura educacional del país requiere importantes reparos, principalmente en el método educativo y los enfoques donde, por ejemplo, la falta de educación cívica nos ha ido generando trabas sociopolíticas, apatía política y lejanía respecto a un proyecto país. Hasta el día de hoy es algo increíble que la enseñanza de la historia y educación física sean optativas y no sean parte de la educación integral de nuestros jóvenes, en la cual vean que el Estado y sus escuelas promuevan la memoria histórica y el ejercicio como parte esencial de la estabilidad humana.
Empero, y yendo al lado más cuantitativo del problema, la distribución presupuestaria de la educación necesita ser regida hacia las áreas más carentes: educación básica y media. Chile asigna un 4,2% del PIB a la educación terciaria, notablemente superior al 1,5% que promedia la OCDE, pero solamente un 1,7% del PIB a la educación media, un 0,2% debajo del promedio OCDE.
Como consecuencia, hemos vivido un masivo ingreso a la educación superior, principalmente por medio de la gratuidad, que ha sido importante para la profesionalización del país, pero no ataca directamente el gran problema de la desigualdad que tenemos en Chile. Los ingresos de los trabajadores titulados son 161% mayor que aquellos que completaron la enseñanza media (el promedio OCDE es del 56%), una cifra que a priori es positiva, pero el acceso universitario se ha expandido significativamente en las clases medias y altas, no así en las bajas.
Esto tiene relación con la paupérrima calidad educativa de gran parte de las escuelas públicas, factor que les impide el ingreso universitario. Y no solo eso, ya que dependiendo de la zona geográfica se presentan mayores problemas, por ejemplo, en las escuelas rurales del sur de Chile.
Es fundamental, por el devenir de Chile, que nuestra estructura educativa sea robusta, integral y que genere condiciones y expectativas de un proyecto país que abarque a todos los segmentos, en participación, derechos y beneficios, sobre todo por el momento regional y global que vivimos, donde las fragmentaciones marcan la pauta, y el desprecio por lo nacional va en ascenso.
La educación es el motor de cambio, camino a seguir y promotora de una sociedad justa donde las oportunidades sean iguales para todos, a fin de que se elimine la mala cultura de tener ciudadanos de primera y segunda categoría.