Si no devolvemos la autoridad al profesorado, seguiremos enfrentando una crisis crónica en el sistema educativo. La administración escolar, ya sean municipios, SLEP o sostenedores privados, deben replantear su rol y facilitar la tarea docente en lugar de obstaculizarla.
Cada año se debate con fuerza la preocupante disminución de las vocaciones docentes. Las postulaciones a las carreras de Pedagogía han caído constantemente en las últimas décadas, y para 2025 se prevé una significativa escasez de profesores en todo el sistema escolar. Ante esta situación, surgen diversas explicaciones, algunas más acertadas que otras.
Se suele apelar a factores como la remuneración, la falta de incentivos profesionales y la crisis interna de la institución escolar. Sin embargo, pocas veces se señala la crisis de la autoridad del profesorado, constreñido por una desautorización sistemática en todas las dimensiones de su labor.
La profesión docente ha sufrido un daño sistemático a su autoridad desde diversos frentes. Desde abajo, porque sus estudiantes les perciben como figuras menos relevantes, considerando que los conocimientos pueden obtenerse fácilmente a través de herramientas como el chat de inteligencia artificial o de referentes contraculturales, que se presentan como nuevos maestros sobre la base de la escuela de la vida o la sabiduría de la calle.
Aunque es cierto que el conocimiento proviene de múltiples fuentes (experiencia, razón, socialización), la figura del docente es insustituible en la construcción colectiva del saber. Abandonar ese rol es entregar ese papel a otros “maestros” bastante peligrosos, que deambulan en internet o entre la fauna de las esquinas.
Desde el lado, los docentes también se sienten desautorizados por sus propios pares, lo que se evidencia en un alarmante aumento de la deserción hacia otras áreas laborales. El profesorado debe lidiar con criterios de competencia cuando debería primar la cooperación.
Sin darnos cuenta, se ha creado un modelo laboral que premia la irresponsabilidad y castiga al que se esfuerza. La figura de la maestra rural, heroína en su aula, o del profesor dispuesto a desvivirse por su escuela es hoy un lejano recuerdo. Pero no por mala voluntad, sino porque los reconocimientos sociales que antes estimulaban ese esfuerzo ya no existen.
Lo que queda es el premio injusto a quienes escapan a sus tareas profesionales por medio de las más diversas tretas y resquicios legales, que ya no son meros excesos, sino plagas e infortunios.
Pero es desde arriba donde proviene la mayor desautorización. Viene de la nueva forma de administración escolar, que se ha fundado en la desconfianza. El sistema escolar, en todos sus niveles, coloca al profesorado bajo una constante sospecha, sometiéndolo a evaluaciones punitivas y a modelos de administración que lo reducen a un mero ejecutor de tareas. Esta situación impide que los docentes tomen decisiones autónomas y construyan un currículo adecuado a las necesidades de sus estudiantes.
El profesorado es hoy un objeto incómodo, como individuo digno de ser fiscalizado hasta en la más mínima expresión de lo que desarrolla en su quehacer. La construcción de los sistemas de evaluación docente punitivos, la estructuración de modelos de administración basados en la reducción del profesorado a su función técnica, casi como repetidores de información, los abocan a justificar la crítica de los estudiantes que ven en sus maestros simplemente un artefacto prescindible con las nuevas herramientas de la tecnología informática.
Si no devolvemos la autoridad al profesorado, seguiremos enfrentando una crisis crónica en el sistema educativo.
La administración escolar, ya sean municipios, SLEP o sostenedores privados, deben replantear su rol y facilitar la tarea docente en lugar de obstaculizarla. Es fundamental recuperar la función docente desde la confianza y la autoridad, porque nunca la tecnología podrá sustituir lo que solo una docencia humana y comprometida puede entregar.
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