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Siria: secuelas de una “Primavera” transformada en un volcán aún en erupción Opinión

Siria: secuelas de una “Primavera” transformada en un volcán aún en erupción

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Para quienes evalúan la dinámica internacional como una nueva Guerra Fría en ciernes, siento decepcionarlos cuando afirmo que lo ocurrido en Siria está muy lejos del orden bipolar que repartió el mundo entre Estados Unidos y la Unión Soviética entre 1947 y 1989.


Inmediatamente después que se conoció que Bashar al-Assad había abandonado la capital siria, dejando al primer ministro Mohammed al-Jalali la tarea de ceder el poder a las facciones rebeldes agrupadas en el autodenominado nuevo Gobierno de Salvación, aparecieron líneas argumentativas que enfatizaron ciertas interpretaciones de los acontecimientos.

Por una parte, están aquellas que destacaron la derrota de Rusia, dado su papel en el sostenimiento del régimen del Baaz, ignorando que, aunque efectivamente Moscú perdió un aliado clave desde 1958 –antes del acceso al poder del dicho partido en 1963 o de su control por la familia Assad en 1971–, no sucedió lo mismo con su base naval en Tartús ni su centro aéreo en Latakia, que conserva momentáneamente, testimoniando garantías obtenidas en la negociación con los nuevos titulares del poder (en Damasco).

Por supuesto, desde dicho análisis no hay ninguna palabra acerca de la cooperación militar entre Ucrania y Hay’at Tahrir al-Sham (HTS) –o Comité de Liberación del Levante–, organización que desde la provincia de Idlib lanzó una ofensiva relámpago el 27 de noviembre último y que después de 11 días derrotó al viejo régimen.

Por otra parte, un partido político nacional optó por las teorías conspiratorias clásicas: todo habría sido un golpe de Estado, en el contexto de una guerra sucia dirigida por Israel y la OTAN. Es como si no supiera de la hostilidad del trumpismo respecto del HTS. Y aunque es efectivo que, previo a la huida de Bashar al-Assad, Israel bombardeó puntos críticos sirios, facilitando la arremetida rebelde, inmediatamente después de la caída de Damasco el ejército israelí adelantó posiciones en la zona de amortiguación aledaña a los altos del Golán, y dos días después golpeó más de 200 objetivos sirios. Un actor claramente a la expectativa del desenlace de los sucesos.

Finalmente, para quienes evalúan la dinámica internacional como una nueva Guerra Fría en ciernes, siento decepcionarlos cuando afirmo que lo ocurrido en Siria está muy lejos del orden bipolar que repartió el mundo entre Estados Unidos y la Unión Soviética entre 1947 y 1989.

Lo acontecido en Siria es más semejante a la guerra de los Treinta Años entre 1618 y 1648, sobre un Estado aparente (el Sacro Imperio Romano Germánico) donde la lucha interfacciones –en Siria, guerras sectarias– son la primera línea de enfrentamiento de una hostilidad mayor, que se extiende a las grandes potencias interventoras en el teatro de operaciones.

De ahí que un riesgo no menor, no descartable, es una fragmentación territorial como la ocurrida al primer imperio alemán bajo el Orden de Westfalia, que consagró la atomización en 350 unidades libres para continuar una política de alianza y beligerancia autónoma de cualquier poder central.

En el caso sirio, se trataría de una cantonización –o “balcanización”, como se decía en tiempos no tan remotos–, que seguiría las fracturas étnicas (árabes, kurdos y otros), religiosas (sunníes, chiíes, cristianas y drusas) e ideológicas (aliados de Occidente o sus retadores), con todas sus diversas combinaciones.

¿Es posible este escenario? Ciertamente, si se atiende a que desde la “Primavera” de marzo de 2011 el conflicto sirio siguió la lógica de lucha de facciones facciosas. Hoy tenemos que un grupo prevalece y controla las principales ciudades de una zona mayor, aunque no completa. HTS logró conquistar Alepo, Hama y Homs, dejando a sus aliados de las milicias del Ejército Nacional Sirio, Deraa y un primer ingreso en la capital, antes que su líder Abu Muhammad al-Jolani entrara en la vieja capital Omeya, prometiendo un gobierno representativo y tolerancia religiosa, así como el retorno al predominio sunní, interrumpido por el baazismo.

Al respecto, no hay que olvidar que se trata de una organización radical islamista –considerada por el Departamento de Estado de EE.UU. y Naciones Unidas grupo terrorista– de corte salafista, es decir, rigorista propugnadora del regreso a un Islam puro y primigenio, combinado con elementos nacionalistas sirios.

De ahí que su emblema no sea la bandera de la yihad, de contorno negro y caligrafía árabe de color blanco con la Shahada («No hay más dios que Alá, y Mahoma es su profeta»), sino que enarboló la histórica bandera de la independencia siria adoptada en 1932: verde, blanca y negra con tres estrellas rojas al centro.

Lo anterior, aunque el Gobierno de Salvación Nacional de Siria ya ha adoptado una variante, misma insignia tricolor, aunque reemplazando las estrellas por la Shahada en rojo. Literalmente, “sitio en construcción”.

Además de HTS, varias otras organizaciones prevalecen en distintas porciones del territorio sirio. Por ejemplo, los kurdos, aglutinados en el paraguas de Fuerzas Democráticas Sirias, controlan el área noreste del país y son los más firmes aliados de Occidente y una piedra en el zapato para Ankara. Y para quienes piensen que ISIS o Daesh desapareció del mapa, hay que consignar que aún permanece en su feudo en torno a Al Raqa, y podría aprovechar el desorden para volver a expandirse. Solo me he remitido a un par de casos en un país donde la asabiya o parentesco familiar o tribal pesan más que la identidad nacional.

La pregunta entonces es: ¿quién gobierna hoy? Sabemos que se ha nombrado un Ejecutivo interino para reorganizar el país, que Mohammed al-Bashir lo encabezará con el compromiso de reconciliación nacional, sin imposiciones de formas de vestir a las mujeres. Este detalle no es menor, y habrá que ver si no es solo una forma de tranquilizar a una sociedad con seis décadas de relativo laicismo, la única continuidad del régimen del Baaz desde 1963.

En ese tiempo cambiaron muchas cosas, como el lema socialista panárabe suplantado por un despotismo dinástico, aunque la tolerancia religiosa se afincó, preocupando hoy a las minorías alauitas, drusas y cristianas.

Por el momento lo central es no caer en la anarquía –esa era la carta que siempre jugaba el derrocado gobernante cuando decía “el caos o yo”–, como ocurrió en Libia después de Gadafi, hundida en luchas intestinas hasta que otro autócrata se impuso. Eso, o el epítome del cambio gatopardesco, donde cambian un poco las cosas para que al fondo lo más importante se mantenga igual, como ocurriera en Egipto sin Mubarak y hoy con Abdelfatah El-Sisi.

Todo lo anterior sin mencionar la amenaza fantasma en condición de latencia: durante mucho tiempo el gobierno de Assad acumuló armas químicas en depósitos, utilizándolas contra la oposición cuando se sentía cercado. ¿Qué ocurriría si dichas armas caen en poder de organizaciones extremistas?, ¿estarían dispuestas a usarlas? Otro terror.

Mientras tanto, quiénes son los ganadores y perdedores externos: hay que recordar que el avispero de facciones en el área fue originalmente agitado por la invasión a Irak de Estados Unidos en 2003, que afectó directamente a Siria, con el fortalecimiento de las filiales del Al Qaeda y el propio ISIS. Recibió un segundo sacudón a partir de la “Primavera” de marzo de 2011, cuando Bashar al-Assad optó por reprimir violentamente las manifestaciones callejeras y la ciberprotesta.

Aplastó a la oposición moderada, mientras relajaba las medidas contra los grupos más radicales para así sembrar “algo de caos” que le permitiera erigirse como el salvador de la situación. En contra de sus planes estuvieron los poderes regionales: Arabia Saudita, Turquía e Irán, que terminaron por involucrarse indirectamente en una guerra civil. Cada cual “apadrinó alguna facción” más cercana a sus ideologías e intereses.

El crecimiento del yihadismo de ISIS terminó por sumar a Estados Unidos al mando de una coalición occidental que bombardeó posiciones islamistas, así como Rusia, que se plegaría a Irán y Hezbolá. Estos últimos terminarían por asegurar la sobrevivencia del régimen de Assad a costa de 500 mil muertos, casi 6 millones de refugiados fuera del país y otros 6 millones de desplazados internos.

Pero el Gobierno estaba putrefacto. Bastó con que sus aliados principales se concentrarán en sus propias cuestiones, Rusia en su guerra con Ucrania e Irán en su rivalidad con Israel, para que el Ejército sirio –mal pagado y poco actualizado– le retirara el apoyo a Bashar al-Assad.

Este enfoque resulta útil para las sociedades que han atravesado estallidos sociales –como Medio Oriente en 2011 y Latinoamérica de 2017 a 2020–: el uso único de la fuerza contra los adversarios y manifestantes, si no es acompañado de ciertas reformas políticas, como en el caso de Bashar al-Assad que solo liberalizó el mercado (dejando fosilizado su sistema político), puede aquietar transitoriamente la revuelta, pero al cabo del tiempo puede reactivarse de forma más aguda.

También el caso sirio es ilustrativo de lo poco útiles que son los reconocimientos internacionales –así como las sanciones unilaterales de otro tipo– a gobiernos con escaso control de territorio y población.

La Liga Árabe, que había condenado a Siria al ostracismo en 2011, había vuelto a recibir a Bashar al-Assad en mayo de 2023 y hace apenas dos meses la primera ministra italiana abogaba ante la Unión Europea por reiniciar las relaciones de Europa con la Siria de Assad, como mecanismo para detener futuras migraciones. Evidentemente no lo vieron venir, lo que confirma una política exterior cauta que no adelante reconocimientos o aventure sanciones que terminen fortaleciendo a los regímenes iliberales.

Mientras tanto, en la geopolítica las reverberaciones volcánicas del cambio de poder en Siria dejan ganadores y perdedores netos, y otros actores con ventajas y pérdidas a la expectativa de optimizar o recuperarse de las transformaciones inmediatas.

Entre los primeros está Qatar, cuyo petróleo fluirá por los ductos que atraviesan Irak, Jordania, Siria y Turquía antes de alcanzar Europa, evitando los tubos iranios. Habrá que mirar la política exterior del país sede de Al Jazeera que, sin abrazar ninguna forma de no alineamiento –dada su proximidad al tipo de régimen de las monarquías petrolíferas del Golfo– destaca por su papel de mediador autónomo.

Enseguida, Turquía es un ganador regional, si bien no patrocinó en sus orígenes a los grupos hoy aupados al poder, al menos les otorgó su beneplácito en la ofensiva, apostando por mermar el poder kurdo a ambos lados de la frontera. Israel, en tanto, sacó de en medio a un rival con el que tuvo relaciones históricamente tensas por las alturas del Golán, y debilitó simultáneamente a Teherán, a la espera de la remodelación del mapa regional.

Sin embargo, sus últimas acciones revelan incertidumbre respecto a la posible hostilidad de los nuevos grupos en el poder. Occidente mira con calma el despliegue de los sucesos, ya que en el pasado se asoció con islamistas que terminaron por ser más agresivamente antioccidentales que los regímenes autocráticos o laicos previos.

En la vereda de los perdedores, el primer lugar es para Irán, que ya no tiene un socio clave en el denominado “Eje de la Resistencia”, que unía directamente a Teherán y Hezbolá en el Líbano. La alianza se discontinúa sin el territorio sirio, siendo más difícil la logística de aprovisionamiento.

Y finalmente Rusia, que hace unas semanas exhibía el músculo misilístico de alcance medio y que hoy extravía al aliado desde mediados del siglo XX, aunque dejando aún bajo administración rusa dos bases colindantes al Mediterráneo. En cualquier caso, las fumarolas y el avance acelerado del magma son indicios de reactivación del volcán sirio, que aún sigue en erupción.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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