La hora del diálogo y los grandes pactos ha llegado, confiemos en que no sea tarde.
Estamos a días de iniciar el año 2025 y, mirado en retrospectiva, resulta lamentable concluir que las chilenas y chilenos nos hemos farreado buena parte del primer cuarto del siglo XXI. Aunque es claro que las naciones que lograrán adaptarse y prosperar a nuestro cambio de época serán aquellas que estén a la altura de los profundos cambios y transformaciones sociales, culturales, científicos, económicos y, sobre todo, tecnológicos que vivimos, todo indica que Chile parece haber decidido transitar en dirección opuesta, inmerso en un proceso de deterioro intelectual e institucional que se aceleró tras el estallido social de octubre de 2019.
Uno de los pilares de la decadencia nacional ha sido el declive del pensamiento crítico y el debate público. Ejemplo claro de ello son nuestras universidades: antaño centros de excelencia académica, en los últimos años han cedido ante la demagogia y el populismo ideológico.
El pensamiento complejo ha sido desplazado por consignas superficiales y discursos simplistas que buscan agradar a las masas, antes que enfrentar los desafíos de las transformaciones civilizatorias de las que somos testigos y protagonistas.
Año a año el país ha visto erosionarse su capacidad de generar consensos y diseñar políticas públicas de largo plazo. La discusión cívica se ha convertido en una arena de confrontación constante, donde prevalecen la descalificación y el cortoplacismo. Con un Estado incapaz de modernizarse, sin rumbo, no solo por responsabilidad de quienes nos gobiernan, sino que por la complicidad de una ciudadanía adolescente e impaciente, Chile coquetea peligrosamente con el colapso institucional.
Los sucesivos fracasos constituyentes no fueron casualidad, en ambos casos la falta de acuerdos básicos y el uso de estos procesos como herramienta de revancha política definieron su resultado final.
¿Podemos recuperar el tiempo perdido?, ¿tendremos la lucidez de aprender de nuestros errores y enmendar el rumbo? Ojalá se pudiera contestar afirmativamente en forma sencilla.
Lo cierto es que, sin arriesgar margen de error, Chile necesita una reconstrucción profunda y un gran Acuerdo Nacional en forma urgente. No se trata solo de recuperar la estabilidad económica y volver a crecer, sino de restablecer la seguridad institucional y rescatar el pensamiento crítico como motor de desarrollo.
En la era de la polarización; del fascismo de extrema izquierda y de extrema derecha; de la consigna “woke”; del tribalismo y del populismo rampante, no es fácil decir: ¡basta! Para sobrevivir y prosperar en este siglo, Chile debe superar sus divisiones internas y reencontrarse en un proyecto común.
La historia demuestra que los países pueden superar sus crisis cuando logran forjar proyectos con sentido integrador y con visión de futuro, compromiso democrático y alta capacidad de gestión. Nuestro país podrá emerger como un país digno del siglo XXI solo con un esfuerzo decidido por recuperar la confianza en las instituciones y la calidad del debate público.
El centro político, el gran eje articulador de las democracias liberales, pilares del desarrollo de los últimos 125 años de la historia de Occidente, está llamado a liderar con coraje y rigor intelectual el momento histórico que nuestra patria nos demanda. No hacerlo será perpetuar que la frivolidad e intrascendencia de los últimos años nos arrastre a un abismo del que difícilmente nos recuperaremos.
La hora del diálogo y los grandes pactos ha llegado, confiemos en que no sea tarde.