¿Será posible que el sistema político logre pactos en todos o algunos de estos puntos? No lo sabemos, pero parece estar abriéndose una nueva oportunidad para la política. Si nada de ello ocurre, es posible que nuestra sociedad transite a futuro por otros derroteros.
El título del último informe del PNUD, “¿Por qué nos cuesta cambiar?”, solo tiene sentido si uno se restringe, como hace el PNUD, a poner el foco en un tipo de cambios en particular: los cambios sociales conducidos, y exclusivamente pensando en los años recientes.
Decimos esto por dos razones: En primer lugar, ella no es una pregunta viable si tenemos en mente el cambio social en general, ya que nuestro país en los últimos 30 a 40 años, no ha tenido ninguna dificultad para cambiar. Por el contrario, Chile ha vivido cambios sociales muy relevantes durante este período, que lo harían casi irreconocible para alguien que hubiera emigrado del país a inicios de los años 90 del siglo pasado y regresara hoy en día. Algunos de esos cambios son mencionados en el informe: transformaciones en la estructura demográfica de la población, transformaciones en la estructura de la familia, caída en la confianza en las instituciones, especialmente en las políticas, entre otros.
En segundo lugar, otros cambios ocurridos en Chile en los últimos 30 años, mencionados en el informe, sí corresponden a cambios sociales conducidos exitosos: reducción de la pobreza, aumento de la matrícula universitaria, entre los más relevantes.
Además de estos matices, también es destacable lo poco que se mencionan en el informe algunos otros cambios ocurridos en Chile en los últimos años y su posible vinculación con las dificultades que experimentamos hoy en día para generar cambios sociales conducidos exitosos. Nos interesa poner el acento en tres que creemos tienen una importante relación con nuestra actual baja capacidad de alcanzar dichos cambios sociales: el progresivo estancamiento económico, la emergencia de una nueva élite política y la legitimación creciente de la protesta (es decir, la participación política no institucional) como forma de incidir en las leyes y políticas públicas.
Con relación al progresivo estancamiento económico, el informe del PNUD efectivamente menciona las menguantes tasas de crecimiento económico de los últimos 15 años, además de la pérdida progresiva de productividad de nuestra economía, sin embargo, no vincula este hecho con nuestras dificultades para generar cambios sociales conducidos. Nos parece que considerar esa relación es crucial, puesto que no es lo mismo lograr acuerdos de transformación (que casi siempre implican transferencias de poder o dinero) en condiciones de una torta económica creciente que asegura que, casi con independencia del reparto que se haga, todas las partes recibirán más recursos que antes (aunque algunas cedan proporciones mayores de su trozo), que hacerlo cuando la torta a repartir es de tamaño constante, con lo que las negociaciones son suma 0: lo que uno gane, otro lo pierde.
Con respecto a las transformaciones en la élite política chilena, también es evidente que a partir de la segunda década del siglo XXI llegó a ocupar posiciones cada vez más relevantes (hasta hacerse cargo del Gobierno), una nueva élite generacionalmente más joven que las anteriores y poseedora de una narrativa que legitimaba su desafío a las élites anteriores en, entre otros elementos, su rechazo a las negociaciones y compromisos que usualmente son parte de cualquier estrategia de cambio social conducido. Por el contrario, se apostaba al logro de una hegemonía político-cultural que despojara de poder a las otras élites políticas y produjera cambios acelerados sin necesidad de negociar con los actores sociales que posiblemente tuvieran intereses diferentes a los propugnados por ellos. Aprovechando el impacto político y emocional del Estallido Social, esta élite, consistente con sus principios y narrativas, intentó generar un cambio social conducido sin negociaciones amplias, pero fracasó en el primer Plebiscito de Salida de septiembre de 2022.
Finalmente, en paralelo al ascenso de la nueva élite política, en Chile se vivió un progresivo proceso de legitimación de la protesta (es decir, la acción política no institucional) como mecanismo efectivo de incidencia en la política pública y en la legislación. En otras palabras, todo tipo de personas comenzaron a percibir que la mejor y más rápida manera de obtener cambios y beneficios, era organizar una protesta y saltarse la intermediación política institucional apuntando sus peticiones directamente a los gobiernos en ejercicio.
Esto se potencia en el contexto de una caída en la legitimidad de las organizaciones formales (especialmente las políticas), y con el desarrollo de herramientas tecnológicas del mundo virtual que disminuyen los costos de organizar una protesta masiva. En suma: no sólo se trata de que la política institucional no haya tenido capacidad de responder a ciertas demandas colectivas, como se afirma habitualmente, sino que a la población le parecía cada vez más viable conducir dichas demandas por la vía no institucional (manifestaciones y protestas), marginalizando aún más el espacio de la política institucional.
Ninguno de los tres cambios señalados aumenta las probabilidades que tiene una sociedad para generar un cambio social controlado exitoso, puesto que parece más efectivo protestar que negociar políticamente, especialmente para una élite que se va haciendo progresivamente más dominante en su sector y que reniega de los procesos de negociación anteriores, y para unos opositores que tienen más que perder si se hacen concesiones en condiciones de estancamiento económico.
En este contexto, lo sorprendente habría sido que hubiera sido posible un cambio social conducido de significativa importancia. A ese respecto quizá hay que reconocer al sistema político qué, pese a ello, se siguieron haciendo intentos de producir acuerdos transformadores parciales.
No obstante, hoy podrían estarse abriendo nuevas oportunidades para los partidarios de los cambios sociales conducidos. El fracaso de los dos procesos constitucionales (y como corolario, el relativo fracaso del Estallido Social), ha modificado algunas de las condiciones que lo hacían improbable.
En primer lugar, la legitimidad y eficacia de la protesta (y consecuentemente el apoyo del que gozaban los movimientos sociales que habitualmente las impulsan) parece haber disminuido, al constatar muchas personas sus externalidades negativas (violencia, polarización y debilitamiento del control social, entre las principales). En segundo lugar, la nueva élite política, al tener que hacerse cargo de las responsabilidades de gobierno, ha visto mermada la consistencia de su narrativa inicial, ha constatado la relativa improbabilidad de imponer su visión de futuro a través de lograr una hegemonía cultural estable, y ha experimentado la necesidad de negociar si quiere obtener avances a través de los mecanismos de la política institucional.
Finalmente, luego de vaivenes electorales que se explican principalmente por los efectos político-emocionales de la Revuelta Urbana que vivimos el año 2019 (acentuando las expectativas de cambio en un primer momento y las demandas por seguridad y estabilidad posteriormente), las elecciones de octubre recién pasado muestran tres resultados que podrían aumentar la deseabilidad de intentar cambios sociales conducidos a través de la política institucional:
Es posible que, por improbable que parezca, sea este el tiempo de la política y los políticos. Pese a la desconfianza social, es posible que el sistema político institucional chileno tenga una nueva oportunidad de generar y negociar los cambios sociales que una parte importante de la ciudadanía demanda y así recomponer al menos en parte su legitimidad social.
Nos parece que la viabilidad de ello pasa por reconocer y lograr acuerdos de mínimos en relación con las principales y más transversales y extendidas demandas ciudadanas, que son mostradas con claridad por el informe del PNUD: Lograr relaciones de género más igualitarias, mejorar las condiciones de seguridad social (salud y previsión, principalmente) de segmentos sociales vulnerables a procesos de movilidad social descendente, como son los sectores medios-bajos y bajos, recuperar la educación como vehículo meritocrático de movilidad social, mejorar la seguridad pública, disminuyendo la violencia delictual y la delincuencia organizada, recomponer los estándares éticos de las élites económicas y políticas e impulsar el crecimiento económico, factor que no sólo es muy demandado por la población y la élite económica, sino haría mucho más fácil llegar a acuerdos distribucionales de poder y dinero.
¿Será posible que el sistema político logre pactos en todos o algunos de estos puntos? No lo sabemos, pero parece estar abriéndose una nueva oportunidad para la política. Si nada de ello ocurre, es posible que nuestra sociedad transite a futuro por otros derroteros. Esperemos que no sean socialmente más costosos.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.