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Los sepultureros humanistas del humanismo Opinión

Los sepultureros humanistas del humanismo

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Roberto Pizarro Contreras
Por : Roberto Pizarro Contreras Ingeniero civil industrial y doctor (c) en Filosofía USTC (Hefei, China).
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¿Cuál es la responsabilidad de los humanistas y filósofos en el estado del humanismo -e incluso la filosofía -que critican?


El autor criollo que se erige como un moderno Casandra denunciando el inminente fin del humanismo, lo hace desde una postura que, lejos de revitalizarlo, parece sellar su destino con un epitafio pesimista o -como me gusta decirlo -simplemente “llorón”. Su diagnóstico, aunque no carente de precisión en ciertas aristas, padece de una extraña miopía: la incapacidad de vislumbrar cualquier luz en el panorama que describe. Si el humanismo está en crisis, ¿no será porque aquellos que debieran cultivarlo prefieren sentarse a contemplar su entierro o, lo que es peor, a promocionarlo?

La alta cultura, de hecho, uno de los pilares que parece añorar, suena aquí como una reliquia polvorienta. ¿Qué sentido tiene lamentarse por su presunta pérdida, cuando el verdadero potencial del humanismo está en encontrar significado incluso en lo que parece vacío?

Quiero usar la crítica de este columnista para denunciar que el humanista y el filósofo -de forma generalizada, especialmente los criollos -parecen olvidar que la crítica ha de ser también un acto creativo. En lugar de construir, se limitan a erigir lápidas para todo lo que analizan (IA, humanidad, democracia, libertad, etc). Pero hay algo profundamente irónico en su lamento: se convierten en lo que critican al catalizar/acelerar la destrucción que ven venir. Por ejemplo, aquel “estallido fecal”, ese momento en que la crítica o movimiento social se vuelve un espectáculo sin sustancia, encuentra en ellos a sus mejores representantes. Mientras ellos entierran al humanismo, las generaciones más jóvenes de otras latitudes -más cultas, como Argentina, México o España -están creando uno nuevo, optimista y crítico a la vez, desde plataformas que ellos probablemente desprecian de antemano tan solo porque asocian el adjetivo digital a “razón instrumental” y “capitalismo”, negándose así a dar testimonio de su enorme potencial: YouTube, TikTok, Instagram. ¡Vean la inmensidad de canales e influencers, repletos de seguidores, reinventando a los clásicos o dotándoles de nuevos aires!

En su crítica, hablan también a menudo -y de forma falaciosa -de la naturaleza como una suerte paraíso pérdido, como si ella fuese un concepto estático, olvidando que lo natural no es solo un bosque que se contempla, sino también las máquinas, las ciudades, e incluso el caos del mercado de masas. ¿En qué minuto la tuvimos domada o vivimos en armonía con ella? Se olvidan que nuestros antepasados, durante la época premoderna -a veces referida como “mundo de la magia natural” -, achacaban a ella toda clase de peligros más allá de los límites de la comarca, hacienda, querencia, etc. La Caperucita Roja es un ejemplo de la problematicidad que encarnaba lo natural entonces.

Luego está el nihilismo, que muchos humanistas y filósofos señalan igualmente con un dedo acusador, mientras que otros literalmente se lo fuman en la máxima expresión de la decadencia intelectual después de las horas académicas (saben a lo que me refiero). Afirman que este se filtra en cada esquina y que ya nadie ostenta un sentido profundo para vivir: todos somos máquinas sin almas. Yo no sé en qué mundo viven, o si el humo verde allá en la Torre de Marfil se ha vuelto tan denso y embriagador que se extrapola sin más su atmósfera al resto de la realidad social (abarcando incluso al lejano Oriente, que en su misticismo y comunitarismo es tan disímil del Occidente liberal-capitalista).
Yo, por el contrario, defiendo que hay sentido todavía, y es el que confunde la trascendencia con renombre, un fenómeno propio de un liberalismo que ha degenerado. Sí, vivimos en una época en que cualquiera busca ser un héroe escalando posiciones en la gran empresa, o bien, a partir de emprendimientos (startups o negocios de poca monta la mayor parte de las veces), pero olvidamos que los verdaderos actos heroicos no buscan fama, sino satisfacer una necesidad real y hacer justicia, como en las narrativas del llamado “camino del héroe”. Los sepultureros del humanismo no se salvan de esto. Los más emprendedores persiguen la fama buscando un buen árbol al que arrimarse o haciendo todo lo que puedan para dotar de atractivo teorías que al final del día son extensiones insulsas de otras, si no más de lo mismo.

Finalmente los humanistas y filósofos académicos y de la vieja escuela asimilan la sabiduría a una presunta serenidad del espíritu (esa ataraxia de los idealizados griegos, por ejemplo). Yo no comparto tampoco este juicio. El pensamiento -los humanismos, la filosofía y la ciencia -están atiborrados de pasiones ocultas bajo una máscara de falso refinamiento intelectual. Hay que sospechar, entonces, de las palabras de autores como Luis y enmarcarlas en las posibles emociones que las impulsan. (Y lo mismo conmigo, por supuesto.)
Por ejemplo, se me viene a la cabeza aquella pintura en la National Gallery, allá Trafalgar Square, Londres, donde un científico loco (en el éxtasis, con los ojos bien abiertos) mete a un pájaro en una bomba de aire en frente de unas niñas horrorizadas para que presencien eso que se estrena en el siglo XIX como “ciencia moderna”.

Focault es otro ejemplo de las pasiones dominando la teoría, si se considera todo el conocimiento empírico que debe haber recogido durante sus locas orgías homosexuales en San Francisco, California, y que se haya escrito con elegancia en su Tratado de la Sexualidad. (Un ex decano de cierta universidad, que estiraba deliberadamente el cuello, amante justamente de Foucault, colgaba asimismo en su oficina un extraño retrato del filósofo francés, cuando este tenía cabello y era muy joven y buen mozo, quizá porque no solo amaba sus teorías, sino también -como teorizaba uno de sus leales -a él en tanto que hombre. ¡No tiene absolutamente nada de malo si es así! Lo malo es la falta de honestidad. Disfrazar al animal o a la bestia que se tiene dentro, travestirla de una civilidad imposible).

Así, los humanistas y filósofos de la vieja escuela, como el colega Luis Oro, no han domesticado su pesimismo, y exigen, por lo tanto, una disciplina de la que carecen. Se presentan como árbitros del desastre, equiparables a unos profetas de la razón instrumental en la línea de Adorno y Horkheimer, aunque menos refinados y más proclives a revolcarse en el barro y llorar, llamando al resto a acompañarles. Esta actitud yo la he subrayado antes y es extremadamente peligrosa, ya que lejos de despertar conciencias, envenena a las futuras generaciones de intelectuales, deformándoles la cara con la pócima de la amargura. Su diagnóstico parece ser que todo está perdido, pero no porque algo esencialmente humano lo esté, sino porque ellos han decidido que no queda nada que salvar.

La verdadera pregunta ha de ser esta: ¿Cuál es la responsabilidad de los humanistas y filósofos en el estado del humanismo -e incluso la filosofía -que critican? Si creen que el humanismo y la filosofía han fracasado, ¿qué han hecho ellos distintamente para evitarlo? ¿O su única aportación será continuar escribiendo el obituario de algo que, irónicamente, sigue vivo, creciendo y mutando frente a sus ojos?
Porque el nuevo humanismo, que no está tan solo en la literatura emergente, no necesita de esta laya de sepultureros: sus brotes asoman en otros formatos precisamente de entre las ruinas de lo viejo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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