Descarbonizar no es solo un desafío técnico, es un desafío social y político. ¿Estamos dispuestos a priorizar el largo plazo sobre los beneficios inmediatos?
La transición energética es uno de los desafíos más relevantes de nuestra era. En Chile, este proceso se ha convertido en una prioridad, dado el impacto de nuestra matriz energética en el cambio climático y la necesidad de alinear el desarrollo del país con objetivos de sostenibilidad. Sin embargo, no podemos permitirnos visiones simplistas o demasiado optimistas: descarbonizar es un camino complejo que exige equilibrio, pragmatismo y realismo.
Recientemente, el Ministerio de Energía presentó su nuevo Plan de Descarbonización. Este documento marca un avance notable respecto a sus versiones previas. Hemos pasado de un calendario rígido para el retiro de centrales a carbón a una hoja de ruta que prioriza las condiciones necesarias para que esta transición sea factible. El énfasis en medidas habilitantes, como infraestructura, financiamiento y planificación estratégica, muestra que el gobierno comienza a abordar el tema con una mirada más técnica y realista.
El Plan subraya el rol crucial de las energías renovables en la transición. Chile ya es reconocido como un líder regional en esta materia, pero hay un detalle que no podemos ignorar: la variabilidad de las fuentes renovables. Energías como la solar y la eólica son fundamentales, pero su carácter intermitente implica desafíos técnicos y económicos que todavía estamos lejos de superar.
Hablar de descarbonización sin abordar estas limitaciones es como construir un edificio sin cimentación. Lograr que las energías renovables alcancen la escala requerida demandará tiempo, inversión y una visión de largo plazo que incluya almacenamiento energético, respaldo flexible y sistemas de transmisión robustos.
En este contexto, el gas natural (GN) ocupa un lugar que no podemos desestimar. Mientras las renovables escalan, el GN ofrece estabilidad y seguridad al sistema energético. Aunque se trata de un combustible fósil, su impacto ambiental es considerablemente menor que el del carbón y el diésel, lo que lo convierte en una herramienta crucial en el corto y mediano plazo.
Además, su potencial para integrarse con tecnologías emergentes, como el hidrógeno verde y la captura de carbono, refuerza su papel en la matriz del futuro. Estos desarrollos podrían transformar al GN en una fuente carbono-neutral, abriendo nuevas oportunidades para la industria energética chilena.
La transición energética debe ser tan ordenada como ambiciosa. Chile es un país con múltiples prioridades –educación, salud, infraestructura, por nombrar algunas– y pretender que podremos descarbonizar en pocos años sin afectar otros sectores es simplemente irreal. Este proceso tomará al menos dos décadas, y debe basarse en un enfoque pragmático que equilibre sostenibilidad, estabilidad económica y bienestar social.
Es alentador que el Plan reconozca estas complejidades y promueva un enfoque más integral. Sin embargo, esto no debe ser solo un compromiso del gobierno. La transición requiere la participación activa de todos los actores: industria, academia, sociedad civil y, por supuesto, los ciudadanos.
Descarbonizar no es solo un desafío técnico, es un desafío social y político. ¿Estamos dispuestos a priorizar el largo plazo sobre los beneficios inmediatos? ¿Podemos construir consensos para avanzar juntos hacia una meta común? Estas son las preguntas que definirán nuestro éxito.
Chile tiene la oportunidad de liderar con el ejemplo en América Latina. Pero para lograrlo, debemos evitar las posturas polarizadas y trabajar con visión y realismo. La transición energética no será fácil, pero es absolutamente necesaria. Si lo hacemos bien, no solo dejaremos atrás una matriz energética contaminante, sino que también construiremos un país más sostenible, competitivo y resiliente.
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