No es la primera vez que una administración Trump hace esto. Durante su primer mandato, intentó algo similar al nombrar al polémico inversionista bursátil Carl Icahn como asesor en reforma regulatoria, un rol que terminó en acusaciones de uso indebido de información privilegiada.
“Ha nacido una estrella…”, exclamó Donald Trump frente a una multitud eufórica en Florida, refiriéndose a la vivaz presencia de Elon Musk en el escenario. Poco después, el septuagenario celebró con un tono más íntimo su improbable retorno a la Casa Blanca. “Es un tipo especial… Tenemos que proteger a nuestros genios”, expresaba. En retrospectiva, estas palabras no solo enmarcan un momento, sino que perfilan el papel de Musk en el escenario político. Es un aliado inesperado, un colaborador polémico y un símbolo de la compleja relación entre dinero, tecnología y democracia.
Elon Musk, según las estimaciones más recientes, es uno de los hombres más ricos del planeta. Su capacidad de moldear narrativas, impulsar proyectos disruptivos y, en los últimos años, influir en el escenario político, lo colocan en una posición con pocos antecedentes desde la Gilded Age. Lo que alguna vez fue neutralidad declarada y una difusa agenda se transformó para Musk en un activismo ideológico decidido.
El surafricano no solo donó cientos de millones a la campaña de Trump. También puso su plataforma, X (antes Twitter), al servicio de una narrativa, no exenta de exageraciones y tergiversaciones, que resonó entre votantes jóvenes y escépticos del establishment.
En este punto, caben tres aclaratorias importantes. Primero, criticar el impacto del dinero en la política estadounidense es casi un ejercicio retórico. El sistema está diseñado para amplificar las voces de los más adinerados, y en eso no hay partido que sea inocente. Segundo, como venezolano, no puedo olvidar que Musk ha sido un crítico vocal del autoritarismo. Tercero, mis comentarios en esta página a lo largo de estos años me obligan a ser coherente. Si he señalado el peligro del populismo autoritario en figuras como Trump, no puedo abordar neutralmente cómo Musk, con su peculiar mezcla de recursos, ambición y eficacia, encaja en este panorama.
Pese a que la campaña de Trump se nutrió de múltiples apoyos, la figura de Musk destaca por su particular eficacia. No solo logró movilizar recursos económicos y digitales. Amplificó un mensaje cultural conservador que conecta con las inquietudes de muchos estadounidenses. Como las críticas al wokeism, a los movimientos feministas y a los debates sobre el nativismo racial y la inmigración. Todo desde la iconografía de cierto libertarismo tecnocrático. Remozaba el ya popular llamado de Trump, renovando su marca.
Musk, un ícono de la tecnología, se convirtió en vocero de un malestar que va más allá de las urnas. Desplegó como ejemplo vivo de la manosphere: saltando en las tarimas de la campaña en estados clave. Parece haber dado todo por el triunfo del controvertido mandatario. El alcance de ese empeño, especialmente en sus aspectos más controvertidos de potencial influencia política más allá de la deliberación cívica, acaso nunca lo conoceremos.
El resultado: Trump ha regresado a la Casa Blanca y, con él, una agenda que ahora incluye la creación del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, como la criptomoneda homónima –Dogecoin– que Musk popularizó entre memes y guiños). Liderado por el “Gran Elon Musk” –como dijo el presidente electo en sus redes– y el también empresario Vivek Ramaswamy, este nuevo organismo promete recortar gastos públicos bajo el lema de la innovación y la austeridad. Parece un espectáculo diseñado para satisfacer la narrativa libertaria de “menos gobierno, más libertad”.
El problema es la metodología. Musk promete recortar gastos con la misma agresividad con la que redujo la plantilla de X en un 80%. Los resultados de esta medida en términos de funcionalidad han sido, como mínimo, controvertidos. ¿Es sostenible trasladar esa misma lógica a la maquinaria estatal?
La promesa de reducir el déficit ha sido siempre una bandera históricamente popular en EE.UU., cuya independencia se forjó en una rebelión fiscal. Sin embargo, existe una paradoja persistente: los estadounidenses valoran los servicios públicos, pero desconfían de los impuestos que los sostienen y los funcionarios que los administran. Musk y sus aliados parecen apostar por una narrativa de eficiencia. Aunque es atractiva, subestima o desestima la complejidad del sistema.
Los recortes que los entusiastas de DOGE incluyen eliminación de departamentos como Agricultura, Comercio y Educación, considerados por algunos como símbolos del “Estado profundo”. No obstante, cualquier esfuerzo serio para reducir el déficit debería abordar áreas políticamente sensibles como la Seguridad Social, la Defensa o el servicio de la deuda. Allí se encuentra el 60% del trillonario gasto público estadounidense.
Hasta ahora, estas prioridades parecen estar fuera del alcance del bisturí utopista de Musk. Parece ser donde verdaderos recortes pueden ser significativos en términos del déficit histórico.
El verdadero reto no está en identificar áreas para recortar, sino en garantizar que esos recortes no socaven la funcionalidad del gobierno. O en no temer a medidas impopulares si el exceso está en ellas identificado. Como ha demostrado cada cierre parcial del gobierno estadounidense, cada vez que hay conflicto entre el Capitolio y la Casa Blanca, hay tareas aparentemente invisibles cuya interrupción genera caos inmediato. No es improbable que estos recortes se conviertan en una causa para la ahora maltrecha oposición.
Más allá de la retórica, la influencia de Musk plantea preguntas fundamentales sobre el estado de la democracia en EE.UU. Como contratista de defensa y empresario con intereses globales en sectores regulados –desde vehículos eléctricos, minería, redes sociales, viajes espaciales, comunicación satelital y hasta inteligencia artificial–, Musk está en una posición única para beneficiarse de los cambios que él mismo propone. Incluso para imponer mecanismos transaccionales a su favor. Sus contactos frecuentes con otros líderes mundiales imponen también una necesaria distancia.
No es la primera vez que una administración Trump hace esto. Durante su primer mandato, intentó algo similar al nombrar al polémico inversionista bursátil Carl Icahn como asesor en reforma regulatoria, un rol que terminó en acusaciones de uso indebido de información privilegiada. Musk, aunque más carismático y mediático que Icahn –¿quién lo recuerda?– no está exento de las mismas críticas.
La democracia liberal se construye sobre pesos y contrapesos, pero la relación entre Trump y Musk desafía estas dinámicas tradicionales. A pesar de sus pasadas tensiones –Musk habría dicho que Trump era un mal reflejo de la sociedad americana, a la vez que este le espetó ser un “bullshit artist”–, ambos comparten una ambición insaciable y una disposición para romper reglas. Sin embargo, esta alianza podría ser efímera: ni Trump ni Musk son conocidos por su celo por las reglas, así como tampoco por la voluntad de compartir el protagonismo.
Esperar que potenciales fricciones personales entre Trump y Musk limiten el alcance de sus acciones es confiar más en las emociones humanas que en las instituciones democráticas. El verdadero desafío no es solo Musk, sino lo que su ascenso simboliza: un sistema en el que quienes son considerados genios no solo son admirados, sino también colocados por encima de las reglas.
Al final, Trump es quien tiene a su autoridad expuesta ante las urnas. Mientras que Musk puede jugar con esa proposición desde su nueva influencia.
El regreso de Trump, con Musk como su aliado estrella, no es simplemente un episodio más en la historia política estadounidense, sino un recordatorio de que, en democracia, el genio fuera de la botella puede ser tanto una promesa como una advertencia.
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