Frente a la experiencia de miedo y dolor surge la ira frente al responsable o los responsables de las pérdidas sufridas o que se anticipan, lo que se constituye en impulsor de las actividades en los medios públicos y las arenas políticas de la sociedad moderna.
La Revista de la Fundación Rumbo Colectivo organizó el Foro “¿De qué socialismo estamos hablando?”. En una columna anterior expuse la primera parte de mi presentación donde sostenía que era necesario precisar las razones que obligan a repensar la idea socialista como eje de las transformaciones. El presente artículo, que reproduce la segunda parte de mi presentación (revisada), tiene como objeto indagar en las transformaciones que están experimentando el país y el mundo.
Se trata de cambios profundos que generan miedos e ira, que aceleran la vida cotidiana, con lo que se constriñe el presente, lo que dificulta y vuelve impotentes a la política y a los gobiernos para resolver los problemas que han puesto en jaque e incluso han hecho desaparecer los proyectos y programas de las izquierdas y derechas tradicionales, abriendo un espacio a los populismos, en particular de la extrema derecha.
Vivimos en una época de generalización del capitalismo; no solo por su extensión a ámbitos precapitalistas; tampoco solo por la mercantilización de lo social, la educación, la salud, sino también porque lo que pareció constituir una alternativa al capitalismo, el socialismo, ha desaparecido y, en los países en que existió, se ha transitado a diversas formas del capitalismo, diversidad ya presente en el capitalismo occidental, que la literatura aborda bajo la noción de “variedades de capitalismo”.
Esta evolución nos desconcierta, y lleva a afirmaciones como “que es más fácil que colapse el planeta que se termine el capitalismo”. En esta circunstancia es razonable dejar latente la discusión respecto al capitalismo y revisar algunas miradas que intentan entender las particularidades del presente.
Es en el contexto descrito que aparece reiteradamente la reflexión sobre la desconexión de los partidos respecto de la ciudadanía y la desafección concomitante de los ciudadanos respecto de los partidos y el sistema político y el predominio de una política que se desenvuelve en los medios, alejada de la vida y la organización ciudadana.
Hay muchas explicaciones pero es interesante indagar en los cambios que inciden en la vida cotidiana, en las dificultades que encuentra la población para “sobrevivir” y las lógicas a que está sometida, todo lo cual contribuye a explicar la impotencia de la política, las dificultades de comprensión de los partidos y la desconexión con la ciudadanía que los afecta.
Hartmut Rosa, sociólogo alemán autor de los libro Aceleración y Resonancia, ha propuesto la noción de “sociedad de la aceleración”, que se caracteriza: 1) por la aceleración técnica que cambia el régimen espacio-temporal en el sentido que el espacio parece estrecharse y perder significado para nuestra orientación en la modernidad tardía; es lo que David Harvey (geógrafo marxista británico-estadounidense) expresa al señalar que “en la era de la globalización y la naturaleza inubicable del internet, queda en evidencia, cada vez más, que el tiempo comprime o incluso destruye el espacio”; 2) la aceleración del cambio social o “contracción del presente” es definida como el acortamiento de los períodos que pueden entenderse como el presente; período único de relativa estabilidad en que podemos referirnos a experiencias pasadas para orientar nuestras acciones.
El presente se reduce en las dimensiones de lo político y lo profesional, lo técnico y lo estético, lo normativo y lo científico o lo cognitivo, es decir, tanto en el aspecto cultural como en el estructural; 3) la aceleración del ritmo de vida, que puede definirse como un aumento en el número de episodios de acción o experiencia por unidad de tiempo y como tal es el resultado de un deseo o necesidad percibida de hacer más en menos tiempo.
Por lo tanto, podemos entender la sociedad moderna como una “sociedad de aceleración” porque, a pesar de tasas impresionantes de aceleración técnica –que reduce el tiempo necesario para trasladarse, para comunicarse y para realizar diferentes actividades–, se caracteriza por un aumento en el ritmo de vida o una escasez de tiempo.
Daniel Innerarity, filósofo político español, autor del libro Teoría de la democracia compleja, ha reflexionado desde un punto de vista algo distinto sobre el impacto de estas transformaciones en el ámbito estricto de la política.
En su opinión, se enfrenta un mundo caracterizado por la volatilidad electoral, la imprevisibilidad, indeterminación y la desintermediación en un doble sentido; primero, porque los partidos no logran mantener vínculos fuertes con el electorado; también porque el curso de los acontecimientos transcurre a sus espaldas.
Con todo lo importante que son los problemas de la violencia, la corrupción o la ineficiencias, afirma Innerarity, la amenaza crucial es la “simplicidad” que define como “inadecuación conceptual para adaptarse a las transformaciones del mundo contemporáneo y como práctica política que beneficia a quien mejor se maneja en el combate por la simplificación”.
Innerarity releva la inadecuación de los conceptos políticos fundamentales, pues en ellos no hay espacio para entender la interdependencia, la inabarcabilidad y la aceleración que caracteriza a las actuales democracias. Desde el punto de vista de la práctica política, queda en evidencia que los sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación. Trump, Johnson, Maduro y Bolsonaro son los ejemplos paradigmáticos.
Según el autor, las democracias representativas tienen dos enemigos: el mundo acelerado, el predominio de los mercados globalizados, por un lado, y la desmesura de la ciudadanía, por el otro, es decir, la ambivalencia de una sociedad a la que la política debe obedecer, pero cuyas exigencias, por estar poco articuladas políticamente, son con frecuencia contradictorias, incoherentes y disfuncionales.
Los problemas actuales derivan de una realidad interdependiente y concatenada ante los cuales son ciegos sus componentes individuales: riesgos financieros y comportamientos individuales de desordenada agregación.
Comentando en una entrevista su libro ¿Democracia muerta?, Juan Pablo Luna, politólogo uruguayo profesor de la Universidad Católica de Chile, sostiene una perspectiva similar respecto a América Latina, la que se encuentra en una situación de crisis que no alude a momentos acotados como en el pasado sino que lo normal es la situación de crisis. La vida social y política, es más desordenada, las instituciones encuentran dificultades para funcionar, todo lo cual imposibilita a la política para ordenar el mundo social.
En su opinión, y recogiendo la mirada de Norbert Lechner, la legitimidad de la política se basaba primero en su capacidad de estirar el tiempo, esto es, de reconocer frente a la ciudadanía que se encontraban en una situación difícil, pero al mismo tiempo era creíble al afirmar que, si se impulsaban determinadas políticas públicas, existía una luz al final del túnel. Se lograba así acompasar los problemas con la expectativa de producir la solución.
En segundo lugar, mientras que en el pasado los múltiples problemas se hacían manejables reduciéndolos a uno o dos clivajes fundamentales (derecha e izquierda, por ejemplo), en la actualidad frente a la multiplicación de problemas, dificultades y dinámicas de diversa naturaleza, los partidos han perdido la capacidad de estirar el tiempo, con lo que la gente, los políticos y los gobiernos, sin distinción de colores políticos, viven el presente sin tiempo para pensar el futuro. La política pierde poder y la “Presidencia se vacía de poder”. Todo ello genera desencantamiento y fragmentación.
Cabe finalmente dar cuenta de otra dimensión que la política democrática no logra enfrentar, en contraposición con el populismo que se conecta con la población sobre la base de la explotación de los frustraciones, miedos e iras de la ciudadanía, pues tiende a reducir la decisión democrática al cálculo racional de intereses.
Como sostiene Eva Illouz (socióloga y escritora franco-israelí de orientación marxista), en el mundo simbólico las identidades colectivas incluyen al mundo afectivo, las que dependen tanto de las emociones como de los pensamientos y ello tiene profundas repercusiones en la política: solo las emociones tienen el poder multiforme de negar la evidencia empírica, dar forma a la motivación, desbordar el propio interés y responder a situaciones sociales concretas … La política está cargada de estructuras afectivas sin las cuales no seríamos capaces de entender los modos en que ideologías viciadas se cuelan en las experiencias sociales de los actores y dan forma a su significado”.
En su libro Las constituciones del miedo, Augusto Varas (sociólogo chileno) afirma que los dos procesos constitucionales que vivió Chile entre el 2021 y el 2023 fueron parcialmente productos del “miedo derivativo” generado en las crisis previas.
Para la derecha, la reforma agraria entre 1967-1973, que representó un agravio subjetivo en personas que vieron afectado, más que su patrimonio, su identidad esencial; para la izquierda, el terrorismo de Estado de Pinochet, ambas experiencias han dejado heridas sin cicatrizar. Más en general el sociólogo alemán Andreas Reckwitz (sociólogo alemán autor de libros como La sociedad de las singularidades y La modernidad tardía) sostiene que la modernidad tiene un problema fundamental con la experiencia de la pérdida, “Verlust”, en la medida que existe una contradicción fundamental entre progreso y la pérdida, entre la creencia en el progreso y su realidad inscrita en la experiencia de pérdida.
Frente a la experiencia de miedo y dolor surge la ira frente al responsable o los responsables de las pérdidas sufridas o que se anticipan, lo que se constituye en impulsor de las actividades en los medios públicos y las arenas políticas de la sociedad moderna. Dar cuenta de este escenario complejo es el primer desafío que deben enfrentar las izquierdas y las derechas para superar el estancamiento e impotencia que enfrenta la política.