La crisis del Beagle no empezó el 25 de enero del año 1978, con la comunicación oficial de la negación de Argentina a aceptar el laudo arbitral. En rigor, había comenzado varios años antes, con la degradación paulatina y sostenida de la capacidad militar de Chile.
Hace unas semanas se celebró un hito importante en las relaciones binacionales Chile–Argentina: 40 años del Tratado de Paz y Amistad, firmado en 1984, después de la grave crisis que alcanzó su punto culminante en diciembre del año 1978, y que puso a ambos países muy cerca de la guerra.
La importancia y trascendencia del tratado se explica por sí sola, por lo que esta breve columna no abordará ello. Por razones de espacio y por ser un asunto bastante conocido, tampoco parece posible ni conveniente extenderse demasiado en los hechos ocurridos; más bien, esta reflexión apunta a las causas de la crisis y a sus lecciones.
Las crisis internacionales –entendidas como los conflictos exacerbados y llevados a puntos de alta tensión– han sido ampliamente estudiadas y tanto los orígenes como el desarrollo y los resultados, han permitido la elaboración de diversas teorías. El uso del plural en partes de la frase anterior no es caprichoso: si hay algo en lo que coinciden las diversas corrientes académicas, es que tanto las causas como las consecuencias de las crisis nunca son únicas ni excluyentes.
En el caso de la crisis del Beagle, es posible identificar como causa principal una defectuosa delimitación entre Chile y Argentina, que dio origen a distintas interpretaciones de lo pactado en 1881. Eso llevó al arbitraje británico que, como es ampliamente conocido, fue favorable a Chile y declarado “insanablemente nulo” en Buenos Aires. Hasta ese punto, el hecho podría haber sido uno más de la larga lista de desencuentros entre dos países que describe la historiografía universal. Entonces…. ¿Qué otros elementos contribuyeron a alimentar la escalada de la crisis?
Uno de los factores, probablemente el más relevante, fue la muy baja capacidad operativa que tenían las Fuerzas Armadas de Chile, en comparación con sus homólogas trasandinas. Numerosa bibliografía y testimonios de soldados, marinos y aviadores, que estuvieron listos para entrar en combate, aportan contundente evidencia al respecto. Más aún, en ánimo de hacer justicia, es preciso decir que también hubo carabineros y policías en las trincheras, como asimismo muchos civiles voluntarios que de una u otra forma se sumaron al esfuerzo de defender la Patria. Lo cierto es que, en tierra, mar y aire, la desventaja operativa era evidente, lo que aumentó razonablemente las expectativas de éxito del entonces adversario.
Es pertinente recordar que, al triste episodio de la crisis del Beagle, cuyo punto de no retorno pudo estar la noche del 21 al 22 de diciembre de 1978, se llegó después de otro grave trance similar que se había desarrollado el año 1974 con Perú, país que también había alcanzado en esos años una gran superioridad militar sobre Chile.
La disuasión, si bien es cierto aparece formalmente explicitada en la década de los ’90, ha sido por muchos años la orientación política y la actitud estratégica de nuestra Defensa Nacional. Según indicó el francés Beaufre, la disuasión consiste en “impedir que una potencia adversa tome la decisión de emplear sus armas o, más generalmente, que actúe o reaccione frente a una situación dada, mediante la existencia de un conjunto de disposiciones que constituyan una amenaza suficiente”. En términos simples, se refiere a la abstención del uso de la fuerza de un eventual enemigo, por su temor a la carencia de rédito en su accionar.
Como ya se declaraba en el Libro de la Defensa Nacional 1997 “no se puede disuadir sin la existencia de la fuerza militar, pero, en última instancia, se disuade en función de la estatura político-estratégica que el país haya alcanzado”. Dicho de otro modo, la disuasión no la hacen solo las fuerzas armadas, la hace el país en su conjunto y con todos sus instrumentos de poder.
Se entiende, entonces, que la disuasión es un efecto que alcanza una dimensión subjetiva, para lo cual requiere ser creíble. Y eso de logra fundamentalmente con señales de dos tipos: la primera, voluntad de preparar y eventualmente emplear la fuerza como recurso extremo; la segunda, demostrar capacidades para ejercer exitosamente esa voluntad.
Cuando miramos a varias miles de kilómetros de nuestro país y nos entristecemos por las terribles imágenes que nos revelan la tragedia de la guerra, paralelamente nos complacemos (y a veces nos jactamos) de “vivir en paz”.
Gracias al esfuerzo de muchos, Chile ha construido un entorno de seguridad y vive en paz con sus vecinos. La lógica de la cooperación se ha superpuesto a la del conflicto, pero esto no implica que, ante determinados escenarios, las cosas puedan cambiar. La paz no es gratis ni tampoco está dada por defecto. Hay que construirla y mantenerla; eso es un deber de todos, no solo de los militares.
Las Fuerzas Aarmadas son el instrumento bélico por excelencia, eso es muy cierto; tan cierto como que el poder de los Estados está basado en diversas herramientas, siendo la cohesión nacional, la cultura, el prestigio, la historia y la robustez institucional, algunas de ellas denominadas como blandas. Entre los instrumentos duros y nítidos están las capacidades militares, cuya principal función es darle fuerza al derecho internacional. Aunque parezca obvio, es importante reiterar que esta herramienta tarda años en su implementación y entrenamiento; por el contrario, la pérdida de eficiencia se puede producir en breve tiempo.
Mientras en Chile se discute (e incluso algunos critican) el necesario financiamiento para las Fuerzas Armadas o se apuesta sin otra consideración a otorgarles roles policiales, descuidando su función principal, es bueno recordar que la crisis del Beagle no empezó el 25 de enero del año 1978, con la comunicación oficial de la negación de Argentina a aceptar el laudo arbitral. En rigor, había comenzado varios años antes, con la degradación paulatina y sostenida de la capacidad militar de Chile.
Como lo dijera el filósofo español George Santayana “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”.
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