¿Invocar el mérito como un principio para distribuir los frutos del trabajo es, a todo evento, caer preso de una ideología individualista o hegemónica, propia del neoliberalismo?
El “mérito” es un concepto popular hoy en día, tiene una larga historia. Proviene del latín, cuyo significado remite a merecer o tener derecho a algo y del griego que, en un sentido similar, alude a tener lo que a uno le corresponde. Puesto así, mérito es un término vacío, que debe ser dotado de contenido. En efecto, ¿en virtud de qué principios uno puede invocar merecer algo? ¿Depende de la esfera del bien a distribuir -tal como lo señala Walzer- en su célebre libro “Las Esferas de la Justicia”? En ese caso, los principios normativos que definen aquello que corresponde a cada cual en la esfera de la salud no pueden ser los mismos que operan, por ejemplo, en la esfera del trabajo.
En su sentido más moderno y circunscrito a la esfera del trabajo, la idea de mérito puede rastrearse en el siglo XVII, vinculada a la idea de carreras abiertas al talento. Surge como una respuesta política e ideológica de la burguesía emergente frente a la aristocracia del antiguo régimen. Parafraseando a Richard Sennett en “El Respeto”, a fin de cuentas, los asuntos públicos -incluyendo por cierto el ejército y la burocracia estatal- eran demasiado importantes para dejarlos en manos de una aristocracia terrateniente, más preocupada de las intrigas palaciegas, que administrar un Estado en forma.
Tal apelación al mérito, por cierto, revolucionaria, no tardaría en extenderse al funcionamiento de la economía como un todo. Así, no sólo los cargos, sino que también las riquezas, debían ganarse y no heredarse. El talento y las capacidades para ponerlos en práctica, debían ser los medios legítimos para obtenerlos. De allí en adelante, en contraste con las sociedades aristocráticas del pasado, todas aquellas que se reconocen herederas del liberalismo político, declaran la igualdad fundamental de todos los seres humanos. Tal igualdad no sólo debía expresarse en el plano civil y político, sino también, en el acceso a los más diversos cargos u oficios.
Desde luego, una cosa son los principios a los que apela el orden para legitimarse y otra muy distinta es si dicho orden garantiza el cumplimiento de tales principios. Aunque en el plano formal, las discriminaciones en el acceso a una ocupación en virtud de la etnia, el género, las creencias religiosas son rechazadas, sabemos, están muy lejos de desaparecer. Y aunque las barreras en el acceso se han ido moderando, persisten, particularmente en países como el nuestro, diferencias en la retribución por el ejercicio de la misma labor, ya sea que hablemos de género o de signos estamentales, como el apellido, el colegio en que se estudió, la adscripción religiosa e incluso en los casos más extremos, la pertenencia a una determinada congregación religiosa dentro del catolicismo.
En consecuencia, ¿invocar el mérito como un principio para distribuir los frutos del trabajo es, a todo evento, caer preso de una ideología individualista o hegemónica, propia del neoliberalismo? Considero que no. Se puede cuestionar el orden social justamente porque no cumple aquellos principios a los que apela para legitimarse. El mérito es un término que puede dotarse de un sentido incluso crítico del orden social existente.
Aun cuando el planteamiento puede ser controversial, quisiera hacer una interpretación en clave normativa de la crítica marxista a la explotación para intentar mostrar cómo, la apelación al mérito, puede ser útil para poner en entredicho el actual orden desigual.
La crítica de Marx puede entenderse como una denuncia (en el sentido expresado por Boltanski) del capitalismo, en la medida que éste no estaría cumpliendo su promesa: darles a cada cual lo que merece, ya que a los obreros sólo se les retribuirá económicamente por una porción de su trabajo. Marx cree tener la prueba -esta vez científica- que demostraría que el principio de distribución no se cumple: su teoría de la plusvalía. En consecuencia, El Capital, no sólo tendría un propósito científico, sino también, normativo, o más precisamente político, a saber: deslegitimar el capitalismo por la vía de poner en evidencia que los principios distributivos a los que apela para proclamar como justas las recompensas salariales, no se consuman.
Es cierto, tal como sostiene Pizarro citando el Programa de Gotha, que Marx siempre destacó la importancia de poner el acento en la esfera de la producción más que en la esfera de la distribución, sin embargo, dicho énfasis se explica por su interés en esclarecer cómo, aun cuando el capitalista compra trabajo y vende mercancías por lo que valen, se produce el proceso de acumulación, el que está íntimamente ligado a su concepto de plusvalía y explotación.
No obstante, no se necesita alejarse mucho del texto citado por Pizarro para encontrar evidencias que de Marx no eludió el debate normativo cuando resultaba necesario interrogarse acerca de los principios distributivos que deberían regir tanto el socialismo como el comunismo. Su célebre aforismo: de cada cual según su contribución a cada cual, según sus necesidades, muestra la existencia de dos principios distributivos. Al socialismo le correspondería el primero, en tanto operaría aún el reino de la escasez, mientras que al comunismo el segundo, puesto que su advenimiento supone haber cruzado la frontera de las limitaciones económicas (lo que sea que eso signifique). Basado en aquello, hay quienes sostienen, cómo Boltanski y Elster, que Marx tendría una teoría jerarquizada de la justicia, ya que el principio que define las recompensas de acuerdo a la contribución de cada cual, sería el segundo mejor principio, cuando las condiciones económicas no permitan realizar el primero: a cada cual según sus necesidades. Yo no llego tan lejos, pero salvo que aspiremos a implantar una sociedad igualitarista de la que no existen precedentes históricos, la renovación del pensamiento socialista debe hacerse cargo de la pregunta de cuáles desigualdades en la esfera económica y particularmente la del trabajo son legítimas y qué principios deberían darle soporte normativo.
Cuestionar el actual orden desigual en Chile apelando a un principio meritocrático, lejos de ser una tarea vana, resulta una necesidad urgente. Desde luego ello no significa abrazar necesariamente la versión tecnocrática del mérito, aquella que critica Sandel y que, a mi juicio, responde a la evolución propia de la sociedad norteamericana. Hay que tomar nota de que la crítica contra la desigualdad en Chile, remite en último término más a la plena realización del principio meritocrático que nuestra particular forma de capitalismo invoca para legitimarse, que al principio es sí. Sin embargo, tampoco hay que dar por hecho, que quienes cuestionan dicho orden enarbolando las banderas de la meritocracia, particularmente desde los sectores medios y el mundo popular, abracen necesariamente un concepto reduccionista del mérito. Todo lo contrario. A mi juicio, una parte relevante del malestar que incubó el estallido y más recientemente la enorme reacción que generó el caso Cubillos, son indicativos de aquello. La pregunta entonces es: ¿cómo dialogarán los socialistas con dichas aspiraciones? No vaya a ser que la historia se repita dos veces y una vez más se diga: “no la vimos venir”.