El problema radica no solo en cómo la derecha distorsiona este período, sino en cómo la izquierda y centroizquierda articulan una narrativa que sea capaz de reivindicar los logros, aprender de las insuficiencias y proyectar un horizonte político que responda a las demandas actuales.
Las declaraciones de un ministro del Gobierno argentino han generado ruido por sus exabruptos. Sin embargo, han dejado pasar inadvertida una idea problemática: que el progreso de Chile durante décadas fue fruto de políticas neoliberales, mientras que el presente sería un periodo de decadencia atribuido al Gobierno de izquierda.
Este relato, respaldado por toda la derecha chilena y, a veces, por voces críticas de izquierda, omite un aspecto clave, pues olvida el papel de la derecha chilena durante los llamados “30 años”, el por qué de su constante oposición a las reformas que permitieron el crecimiento y la estabilidad económica del país, y su cambio de juicio radical frente a ese periodo.
Es innegable que Chile experimentó un crecimiento económico sostenido durante los años posteriores a la dictadura, con tasas promedio de crecimiento del PIB cercanas al 5% anual entre 1990 y 2010. La pobreza, que en 1990 alcanzaba al 38,6% de la población, se redujo al 8,6% en 2017.
No obstante, estos datos han sido utilizados por aquellos sectores para adjudicarse el éxito de las políticas aplicadas durante ese período, bajo la narrativa de que fueron una continuidad del modelo instaurado por la dictadura.
Esta interpretación, sin embargo, olvida que las políticas que permitieron estos avances no surgieron de la inercia: fueron producto de reformas impulsadas por los gobiernos de la Concertación que, desde la ampliación del gasto social hasta el establecimiento de programas como Chile Solidario o el Plan AUGE, representaron una ruptura con el paradigma neoliberal.
Estas medidas no solo apuntaban al crecimiento, sino a un intento por integrar justicia social en la ecuación económica y de un incipiente sistema de protección social mínimo.
Sin embargo, enfrentaron una oposición constante de la derecha chilena. Se argumentó que desincentivarían la inversión, generarían despilfarro y perjudicarían la creación de empleo, pero las cifras desmintieron estos temores. El crecimiento continuó y los indicadores sociales mejoraron significativamente.
Durante los 30 años, la derecha no solo cuestionó estas reformas, sino que construyó una narrativa de resistencia, utilizando términos como “desalojo” para denunciar lo que consideraban un intento de desmantelar los pilares del modelo económico heredado de la dictadura. Para ellos, las políticas de los gobiernos democráticos amenazaban la estabilidad y el crecimiento del país.
También mantuvieron su oposición tenaz a reformas democráticas fundamentales. Entre ellas, aquellas que permitieron la presencia de Pinochet en el Senado.
Con el tiempo, esa narrativa se transformó. Hoy, muchos de los logros de los 30 años son celebrados por la misma derecha que los combatió. Este cambio de juicio, que nunca ha sido explicado de manera convincente, parece responder más a una estrategia política que a una evolución ideológica.
¿Cómo justificar que aquello que antes se criticó, tenaz y sistemáticamente, ahora se utilice como bandera de éxito?
En este escenario, la derecha chilena juega un rol dual: resistió las reformas progresistas que cimentaron este crecimiento y, décadas después, se apropia discursivamente de esos logros. Este giro no es ideológico, es funcional.
Es una narrativa que se ajusta al momento, diseñada para justificar su posición en el presente. Es un relato que no solo distorsiona los hechos, sino que organiza el olvido. Elimina la memoria del conflicto político que hizo posibles esas determinadas reformas.
Mientras en Argentina algunos sectores políticos presentan el neoliberalismo chileno como un modelo a seguir, en Chile enfrentamos un desafío distinto. Algunos de los logros fundamentales de los 30 años no fueron producto automático del modelo económico, sino el resultado de decisiones concretas, en su mayoría contrarias al dogma neoliberal.
Esta comprensión no solo permite valorar el pasado con mayor justicia. También proyecta hacia el futuro un modelo político que integre equidad y sostenibilidad.
No se trata de idealizar ese periodo. Como en todo proceso político, hubo insuficiencias, como la autocomplacencia y una cierta falta de ambición en transformar estructuras más profundas Estos aspectos deben seguir siendo revisados críticamente. Pero tampoco es aceptable reducir sus éxitos, avances sustanciales que hoy resultan innegables, a una narrativa neoliberal que borra el papel de las reformas progresistas y la complejidad de la política democrática.
El desafío es recuperar un relato que haga justicia al proceso histórico real. La historia nos enseña que la política no avanza por fórmulas inmutables. Avanza por el talento de transformar la realidad frente a las resistencias del momento.
El problema radica no solo en cómo la derecha distorsiona este período, sino en cómo la izquierda y centroizquierda articulan una narrativa que sea capaz de reivindicar los logros, aprender de las insuficiencias y proyectar un horizonte político que responda a las demandas actuales.
En ese sentido, tiene la tarea de mostrar que el progreso no es un accidente ni un legado inalterable. Es el fruto de esfuerzos y decisiones concretas.
Quizás, lo que más le corresponde a la derecha es algo mucho más sencillo. Recordar lo que dijeron y reconocer cómo se equivocaron.
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