Quizás, las cosas serían ligeramente diferentes si volviéramos los ojos a nuestra interioridad, si intentáramos adentrarnos en nuestro propio laberinto intrapsíquico y si volviéramos a reconsiderar las travesías realizadas por la literatura, la teología, el arte y la filosofía.
La paz social de una república depende en gran parte de la salud mental de sus ciudadanos. Una buena salud mental implica, necesariamente, algún grado de armonía intrapsíquica. En la actualidad, tal salud dista de ser buena, porque la civilización tecnológica lesiona la dimensión espiritual del ser humano. De hecho, ella lo faena de manera industrial, con la finalidad, paradójicamente, de que la industria siga funcionando, al costo de deshumanizarlo.
Por eso la crisis de nuestro tiempo es, en última instancia, una crisis espiritual, o sea, un desajuste existencial mayúsculo suscitado por las exigencias progresivas de una civilización que concibe al hombre como una unidad mecánica de producción y consumo.
Las dimensiones humanas postergadas inadvertidamente se rebelan en su mente profunda y dan pie a una guerra civil intrapsíquica o, por lo menos, a un desorden interior, a un desbarajuste espiritual. Sus protagonistas son los sentimientos que han sido mutilados por la razón instrumental. Estos devienen en rabiosos seres contrahechos que luchan, tanto entre sí como con las exigencias del racionalismo en las catacumbas de la conciencia.
A veces, salen de sopetón a la superficie vomitando ira y sedientos de venganza. Cuando ello sucede generan conmociones que son fácilmente observables en el ámbito sociopolítico. Y así continúa, pero en el espacio público o exterior, la “guerra civil” intrapsíquica que ahora tiene por protagonistas a demonios objetivados. La lucha es excitada por los políticos que ofician de ventrílocuos de las pasiones que fueron largamente acalladas. Pero esos mismos políticos no tardan en confiscarlas y traicionarlas. Esa es su especialidad en la civilización tardomoderna.
En síntesis, en los tiempos en los que impera la razón instrumental, las unidades utilitarias de producción y consumo –propulsadas por pasiones torvas revestidas de bondad– proceden de acuerdo con su conveniencia específica. Y a diferencia de lo que ocurre cuando impera la cultura –la cual supone una gramática normativa mínima y un horizonte común–, la sumatoria de los egoísmos parciales ya no produce una armonía relativa, sino que mayores niveles de anomía.
Estos inadvertidamente se expresan en una creciente volatilidad de los horizontes compartidos. La política identitaria es un claro ejemplo de ello.
¿Cómo llegamos al punto en que estamos? Hemos llegado, en gran parte, por nuestros propios desaciertos. Uno de ellos tiene que ver con la arrogancia de la ciencia positivista que hunde sus raíces en las últimas décadas del siglo XIX. Sus efectos, ya insípidos y algo putrefactos, son los que estamos degustando en la actualidad. Ese gustillo, con aroma a desencanto, es el malestar ambiental que se percibe en la civilización tardomoderna. Este comenzó a insinuarse al finalizar la década de 1990.
Con el cambio de siglo la tendencia positivista se acentuó y actualmente es hegemónica. Pero junto con ella también se incrementó la desazón espiritual. Esta última es un hecho incontrovertible, pese al camuflaje de bienestar –e incluso de “felicidad”– que brinda la buena farmacología.
Tal desazón, en parte, es un efecto indeseado de la tendencia cientificista que ninguneó a lo espiritual, que convirtió a las humanidades en un saber de especialistas sin espíritu y que descuidó la educación de las pasiones. Así, no resulta del todo tan extraño que, actualmente, el utilitarismo desembozado (ya sea practicón, ramplón o sofisticado) sea una tendencia avasalladora.
Pero el aparente bienestar se puede desplomar en un tris. En efecto, pese a que las pócimas farmacológicas para adormecer la psiquis son eficaces, las pasiones irrumpen inesperadamente en la escena pública con una violencia volcánica, demencial, similar a la de Segismundo cuando salió por primera vez de su encierro. Pero nosotros, a diferencia de Calderón de la Barca, no podemos decir “la vida es sueño”, porque para nosotros tiene cotidianamente visos de pesadilla.
Quizás, las cosas serían ligeramente diferentes si volviéramos los ojos a nuestra interioridad, si intentáramos adentrarnos en nuestro propio laberinto intrapsíquico y si volviéramos a reconsiderar las travesías realizadas por la literatura, la teología, el arte y la filosofía. Urge repatriar a las humanidades. A esas disciplinas que exploran a tientas las complejidades de lo humano y que intentan auscultar el enigma de la existencia.
Que vuelvan, pero eso sí, respetándoles su índole y, especialmente, el ritmo que es inherente a su quehacer. Que regresen, pero eximiéndolas de las exigencias que impone la gestión tecnoburocrática. Ellas no se avienen con los syllabus escolarizantes, ni con las cartas Gantt, ni con las planificaciones de impronta soviética o neoliberal.
Que vuelvan, humanamente. Que retornen sin estar sometidas a los afanes utilitarios de la racionalidad tecnocrática que se ha entronizado en la “educación” y que está asfixiando a lo que va quedando de la genuina vida intelectual. Que vuelvan sin esa escolta de muérdagos que son los especialistas sin espíritu.
Finalmente, vale la pena preguntarse en qué momento comenzamos a concebir la educación como la entrega de conocimientos instrumentales para producir más y consumir más. Dicho de otro modo: ¿cuándo devino la educación en un medio que tiene por finalidad, casi exclusiva, incrementar la riqueza material? ¿Cómo –y en qué momento– los establecimientos educacionales se transmutaron en factorías? Eso que llamamos educación, ¿merece todavía llamarse así?
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