La “escalera presidencial” no solo implica sumar votos por peldaño, sino también sortear con habilidad las complejidades del nuevo escenario político, marcado por un electorado más diverso, menos predecible y altamente influenciado por dinámicas pragmáticas y considerable desinformación.
Mucho se ha hablado del viraje electoral hacia la derecha que ha experimentado Chile en los últimos tres años. Tal ha sido el nivel de este cambio instalado en el espacio público que cada día surgen más aspirantes de ese mundo intentando aprovechar esta aparente ola. El fenómeno inverso, con escasez de candidatos viables, se presenta en el mundo de las izquierdas.
El mensaje principal parece ser que la alternancia está casi garantizada, dado el panorama de un Gobierno sin grandes logros, políticamente golpeado por el Rechazo del 4 de septiembre de 2022, y con un cuadro agudo de delincuencia, una economía que no repunta y largas listas de espera en salud, entre otros problemas. Así, desde esta perspectiva, no habría mucho más que agregar: solo quedaría observar quién será el o la elegida para liderar a la derecha hacia un posible triunfo presidencial. Casi un trámite.
¿Pero está garantizado el triunfo de la derecha en 2025?
En las elecciones no siempre triunfan quienes tienen más votos potenciales (fondo electoral). En el caso chileno, los últimos años han demostrado cómo candidatos con millones de votos proyectados terminan quedando fuera de la contienda por no comprender los desafíos que implica cada peldaño en la escalera presidencial.
Antes de seguir especulando, es crucial analizar de dónde proviene la idea de que Chile ha virado hacia la derecha, particularmente tras la implementación del voto obligatorio, y determinar cuál es la evidencia que respalda esta afirmación.
Esencialmente, esta percepción se sostiene en dos grandes eventos: los 7,9 millones de votos obtenidos por el Rechazo en 2022 (una cifra sin precedentes en la historia electoral del país) y los 6 millones logrados por las derechas en la elección del Consejo Constitucional en mayo de 2023, también con voto obligatorio.
En contraste, las izquierdas alcanzaron apenas 3,7 millones en ese proceso del 2023, mientras que el Partido Republicano, en solitario, superó los 3,5 millones de votos. Esta victoria republicana dio pie a especulaciones sobre una eventual ventaja presidencial de José Antonio Kast.
Sin embargo, el plebiscito de fin de año en 2023 sobre el “A favor” y el “En contra” del segundo proceso constitucional, mostró un panorama más matizado. Aunque el “En contra” triunfó con 6,9 millones de votos (heredando gran parte del remanente del Rechazo de 2022), el “A favor” de corte republicano logró 5,5 millones de sufragios, evidenciando una base sólida para la derecha. Así como los 4,9 millones del Apruebo en 2022 reflejaron el núcleo de la izquierda.
En este nuevo contexto de voto obligatorio y con 10 millones de electores votando siempre con preferencia –no anulando o dejando en blanco–, las derechas parecen tener una ventaja de alrededor de 600 mil votos sobre las izquierdas en ese núcleo más definido de electores.
En 2024, a medida que las derechas se enfrentaban al ciclo electoral que recién terminó, sus proyecciones iniciales eran más que favorables, dada la línea de base paupérrima de 2021. Sin embargo, esta abundancia también acarreó fragmentación, expresada en la aparición de nuevos partidos como Social Cristiano, Amarillos y Demócratas, además de los ya afianzados Republicanos, PDG y los históricos de Chile Vamos, donde este último bloque vio pasar esa nueva oferta por cada uno de sus dos costados.
La gran conclusión electoral para este comienzo de ciclo es que, cuando aumenta el voto nulo y blanco, la derecha, en todas sus expresiones, elige y obtiene más votos que los partidos y candidatos de izquierda. Esto quedó reflejado en las elecciones de concejales y Cores, donde este sector mantuvo una base electoral cercana a los 5,4 o 5,5 millones de votos. En contraste, las izquierdas se ven más afectadas por el aumento del voto nulo o en blanco, situándose en torno a los 4,4 o 4,5 millones de votos.
La hipótesis que explica este fenómeno es sencilla y está relacionada con la participación de las comunas populares frente a las comunas de altos ingresos. Por ejemplo, en La Pintana, el voto nulo y blanco para Cores alcanzó el 32%, mientras que, en Las Condes, para la misma elección, fue solo del 15%.
La falta de información sobre la finalidad del voto o el propósito de ciertos cargos afecta especialmente a los votantes de sectores populares, que tienden a inclinarse un poco más hacia la izquierda cuando tienen claridad de por qué se está votando. En resumen, cuando los sectores de menores ingresos participan votando con preferencias válidas, las fuerzas políticas tienden a equipararse.
La elección de alcaldes, que fue la más participativa de las cuatro elecciones de octubre de 2024 (con un 11% de votos nulos y blancos), dio como ganadora a la derecha, que obtuvo más de 4,3 millones de sufragios, frente a los 3,8 millones alcanzados por los partidos de izquierda. Sin embargo, al “encasillar” políticamente los votos de los candidatos independientes, que sumaron 3,6 millones, el resultado se equilibra bastante entre ambos sectores políticos, asemejándose mucho a lo ocurrido en la segunda vuelta de gobernadores de noviembre de este año.
De los 103 alcaldes electos como independientes, casi el 10% podría catalogarse como “inclasificable” políticamente, mientras que la mayoría restante proviene de partidos o sectores de izquierda, y en una menor proporción ligada a partidos de derecha o afines. En resumen, estos independientes son, en su mayoría, simpatizantes o militantes no inscritos.
En las elecciones de gobernadores, el fenómeno fue similar. De los 16 ganadores, 9 fueron “independientes” del tipo Claudio Orrego, Sergio Giacaman o Rodrigo Mundaca. Al sumar los votos totales de la segunda vuelta de gobernadores, considerando los ejes izquierda y derecha, el país quedó prácticamente dividido en dos mitades (5.930.018 votos frente a 5.831.968).
Ambos bloques se mostraron muy parejos. ¿Por qué ocurrió esto? La respuesta es simple: las comunas populares y de menores ingresos marcaron preferencia por alguno de los dos candidatos en el balotaje del 24 de noviembre. Este comportamiento quedó reflejado en la disminución de los votos nulos y blancos, que pasaron del 17,8% en la primera vuelta al 10,5% en la segunda vuelta.
Con este cuadro de participación bajo voto obligatorio, nadie tiene asegurada la carrera presidencial. Dentro de este contexto, el desafío de las derechas (de Chile Vamos) es cómo llegar a la segunda vuelta con un candidato o candidata que esté relativamente cerca del 50%.
Esto implica, primero, resolver el principal problema que presenta la ruta hacia la primera vuelta: la tentación presidencial, agravada por las agendas de corto alcance de varios de los candidatos de las otras derechas, y que no necesariamente están alineados con el objetivo de alcanzar el Gobierno.
En 2009, la centroizquierda/izquierda acumuló casi 4 millones de votos en primera vuelta entre Frei, Enríquez-Ominami y Arrate, pero quien finalmente fue Presidente fue Sebastián Piñera, con 3 millones de votos en esa primera vuelta. Como candidato único, logró un 44%, muy cerca de la meta del 50% que alcanzó en la segunda vuelta.
En 2017, las izquierdas, con seis candidatos en primera vuelta, lograron cerca del 54% de los votos combinados. Sin embargo, el ganador fue nuevamente Sebastián Piñera, quien había obtenido apenas el 36% en esa elección inicial.
Si la derecha no es capaz de procesar (disminuir) radicalmente las seis o siete opciones que tiene actualmente en carrera, la favorita Matthei podría quedar muy lejos del 50% en la primera vuelta, tal como le ocurrió a la izquierda en 2009 y 2017.
El camino hacia la primera vuelta es claro para la izquierda: presentar un candidato único en primera vuelta y que esté alejado del Gobierno, pues el 30% de aprobación de este, te sirve para ser concejal o Core, pero no para segundas vueltas.
Si todas las izquierdas organizan dos primarias y surgen otros candidatos marginales, se consolida la dispersión de los votos, lo que favorece a la derecha. En un escenario de “dispersión contra dispersión”, siempre gana el bloque que acumula más votos y que cuenta con un candidato de mayor concentración. En este caso, Matthei lleva la delantera.
Como se ha confirmado en varias regiones de Chile, específicamente en las segundas vueltas de gobernadores (fueron 11 en total), el voto obligatorio, al simplificarse en dos opciones, tiende a ser válido (con preferencia) y se aleja de los ejes tradicionales de izquierda-derecha u otros clivajes clásicos de los años 90.
En esa época, era común realizar sumas mecánicas entre los votos de izquierda y los de derecha de la primera vuelta para pronosticar los resultados de las segundas vueltas. Hoy, eso ya no ocurre. En este nuevo escenario, los votos tienden a “soltarse” en la segunda vuelta y pueden cruzar de una opción de ultraderecha a una de izquierda, y viceversa. Esto se observó claramente en múltiples mesas de votación que cambiaron sus preferencias políticas entre la primera y segunda vuelta, como ocurrió en regiones como la II, V, VI y X, entre otras.
El análisis del panorama electoral chileno revela que, en el marco del voto obligatorio, tanto la izquierda como la derecha enfrentan desafíos políticos de orden que definirán su éxito en las próximas elecciones presidenciales.
Para la derecha, la fragmentación del sector amenaza con diluir su ventaja inicial, especialmente si no logra coordinarse en torno a un candidato único que pueda consolidar su posición en la primera vuelta y acercarse al 50% necesario en la segunda. Evelyn Matthei aparece como la figura más fuerte, pero el exceso de postulantes y agendas desalineadas dentro del sector (¿hay un solo sector?) podría replicar los errores históricos de la izquierda en 2009 y 2017.
Por otro lado, la izquierda tiene un camino más definido, pero no menos complejo: debe garantizar unidad mediante un candidato único (que aún no existe) que pueda competir frente a la derecha organizada.
En un contexto donde los votos en segunda vuelta ya no obedecen mecánicamente a los clivajes tradicionales, sino que se distribuyen de manera más fluida entre opciones ideológicamente opuestas, la izquierda necesitará no solo un candidato, sino también una narrativa que se aleje del 30% del Gobierno y sea capaz de capturar votantes más allá de su base tradicional como ocurrió en al menos cuatro regiones de segundas vueltas de gobernadores.
En este sentido, la “escalera presidencial” no solo implica sumar votos por peldaño, sino también sortear con habilidad las complejidades del nuevo escenario político, marcado por un electorado más diverso, menos predecible y altamente influenciado por dinámicas pragmáticas y considerable desinformación.
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