La regularidad debería ser posible siempre, a través de un mecanismo accesible, transparente, justo y no discriminatorio, pero en tanto eso no sea una realidad, un proceso de regularización en Chile es una decisión políticamente realista e informada y un acto de dignificación.
El pasado 18 de diciembre se conmemoró un nuevo Día Internacional del Migrante, una fecha establecida por las Naciones Unidas hace 24 años, pero este mecanismo de los “días de…”, implementado por este organismo hace algunas décadas, con el propósito de sensibilizar a la población mundial sobre determinados temas o problemas, no parece tener mucha incidencia en este caso en particular.
El escenario en Chile es el peor de los posibles para considerar esa fecha como un día de conmemoración, en medio de un clima tenso de xenofobia agudizada, mientras se aborda en el Senado un proyecto “misceláneo” para endurecer la actual Ley de Migración y Extranjería -con medidas específicas que son atentatorias contra derechos básicos de las personas migrantes-, y en medio de una andanada de argumentos que son, en el mejor de los casos, desinformados, o en el peor, deliberadamente maliciosos, ante el anuncio del Subsecretario del Interior de un eventual y acotado proceso de regularización de migrantes empadronados.
Ante este tímido anuncio, prontamente parchado con varios resguardos por el propio oficialismo, numerosas vocerías públicas reaccionaron fundamentalmente a partir de dos “argumentos” falaces: la idea del “perdonazo” y la del “efecto llamada”.
La idea del perdonazo funciona a partir de la instalación de un anudamiento de sentidos que germina con éxito en un terreno fertilizado por la xenofobia: se plantea implícitamente que hay en el/la migrante una culpa que no recibe sanción, y esa culpa, también de modo implícito, se asocia con un delito. Se da así por sentado que hay una acción deliberada, una decisión, en la situación de irregularidad de la persona migrante, cuando en la inmensa mayoría de los casos se trata de la consecuencia de medidas tomadas por el propio Estado.
El del efecto llamada, por su parte, es un argumento que sólo se sostiene en el deseo de convencimiento de quienes lo difunden. Por poner el contra-ejemplo más conocido y obvio: las duras señales que da respecto de la recepción de migrantes el gobierno de los Estados Unidos no detienen el flujo persistente de personas que tratan de atravesar su frontera. Las decisiones migratorias pasan fundamentalmente por otros carriles. Si quienes emiten estas opiniones irresponsables dedicaran unas horas a documentarse antes de utilizar inescrupulosamente el palco que le dan medios de comunicación y redes sociales, lo podrían constatar rápidamente.
En primer lugar, el aumento de la llegada de personas migrantes de determinados orígenes a Chile en los últimos años se relaciona estrechamente con la configuración de escenarios expulsores de población en sus países de origen. Por otra parte, el aumento del ingreso por pasos no habilitados durante el último tiempo, en ciertos períodos, se vincula de modo directo con el cierre de la frontera a causa de la pandemia del Covid 19 y la imposición de visados consulares para las personas de determinadas nacionalidades, como se sostiene en el acucioso trabajo de recopilación y análisis de datos oficiales que ha realizado el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM) en su Anuario Estadístico de 2023 El gráfico animado realizado por InfoMigra, basado en esa fuente (ver gráfico), permite constatar lo que se afirma en el estudio del SJM, y agrega otro punto interesante: las expulsiones tampoco muestran el impacto contrario esperable, es decir, un efecto disuasivo sobre migrar hacia Chile.
Los resultados del Estudio de caracterización por arraigo familiar y laboral de personas empadronadas, publicado por el Servicio Nacional de Migración (SerMig) y el ACNUR en noviembre de este año, también provee información relevante para este debate: un 96% de los encuestados sostiene que decidió migrar por necesidades económicas en su país de origen, y un 52,1% para reunirse con familiares en Chile (no eran respuestas excluyentes), mostrando además el impacto de las redes migratorias en estos procesos. Un cuarto de los encuestados migró por razones de salud, y otro cuarto porque fue víctima de violencia, amenaza o intimidación (principalmente de parte de bandas de crimen organizado o de agentes del propio Estado). Un 80% dijo tener temor de volver a su país, la mayor parte por las mismas razones por las que migró: falta grave de acceso a alimentos, falta de acceso a servicios de salud y amenazas de violencia. Frente a ese escenario, parece difícil sostener que las personas decidirán migrar porque en el país se desarrolle un proceso de regularización. Es evidente que el único sostén del “efecto llamada” es la intención de instalar ese fantasma en la opinión pública.
Es un hecho que los procesos migratorios no deben abordarse con decisiones políticas excepcionales (ni las ayudas humanitarias, que son fugaces, ni las regularizaciones extraordinarias). La regularidad debería ser posible siempre, a través de un mecanismo accesible, transparente, justo y no discriminatorio, pero en tanto eso no sea una realidad, un proceso de regularización en Chile es una decisión políticamente realista e informada y un acto de dignificación.
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