Sebastián Edwards confunde, a mi juicio, economía de mercado con neoliberalismo. Este último es solo una de las aproximaciones posibles a una economía de mercado. Sí, abrazamos esta última, con un fuerte componente social, pero siempre fuimos críticos del neoliberalismo.
Defino neoliberalismo como reduccionismo economicista de mercado. El neoliberalismo no ha de compararse con sus antípodas –socialismo, socialcristianismo o, incluso, conservadurismo–, sino con el liberalismo clásico. El neoliberalismo es nuevo (neo) en relación con el liberalismo clásico.
Este último es una formulación a la vez filosófica, moral, política, social y económica. Adam Smith fue un filósofo moral y desde esa perspectiva se convierte y puede considerársele como el padre de la economía liberal moderna. El neoliberalismo, en cambio, a diferencia del liberalismo clásico, se caracteriza por su reduccionismo economicista de mercado.
Efectivamente, como dice Sebastián Edwards en su muy interesante libro El Proyecto Chile, la historia de los Chicago Boys y el futuro del neoliberalismo (Ediciones UDP, 2024), el neoliberalismo, entendido como la variante más pura o extremo del capitalismo, reduce casi todo al mercado.
En el caso de Chile, agrega el autor, el neoliberalismo tiene certificado de nacimiento y defunción. Más que “El Ladrillo” (marzo de 1973), la designación de Jorge Cauas como ministro de Hacienda (julio de 1974), o la muy crucial primera visita a Chile de Milton Friedman (cuya foto aparece en la tapa del libro) en marzo de 1975, el verdadero nacimiento del neoliberalismo habría tenido lugar el 11 de septiembre de 1979, con el discurso de Pinochet, redactado por José Piñera, según el autor, en que el primero dio a conocer las “Siete Modernizaciones”.
Estas extienden las medidas de política económica antiinflacionarias de los primeros años a los ámbitos sociales (laboral, previsional, salud, educación, entre otros), transformando radicalmente las estructuras económicas y sociales del país.
El certificado de defunción del neoliberalismo estaría constituido por la elección de Gabriel Boric el 19 de diciembre de 2021, marcando “el inicio del fin del neoliberalismo en Chile”. Volveré sobre el tema del “fin del neoliberalismo”, tal vez el capítulo más débil de todo el libro junto con el análisis del “estallido social” de octubre de 2019 y el proceso constituyente (2019-2023), para detenerme por ahora en lo que tal vez sea una de las tesis centrales de todo el libro.
Esta consiste en que, al menos desde que nace el modelo neoliberal con las “Siete Modernizaciones” y hasta su certificado de defunción, en diciembre de 2021, el Chile de esas cuatro décadas estaría caracterizado como una gran continuidad en torno al modelo neoliberal inaugurado por los Chicago Boys bajo la dictadura de Pinochet.
Ese modelo habría transitado desde una etapa de neoliberalismo “incipiente” o dogmático (la era de Sergio de Castro), en los años 70 y comienzos de los 80, a una etapa de neoliberalismo “pragmático” (la era de Hernán Büchi), desde mediados de los años 80 hasta lo que Edwards llama el neoliberalismo “inclusivo” del período de la Concertación (1990-2010).
Sumando y restando, todos (o casi todos) los que hemos participado en ese proceso seríamos neoliberales en cualquiera de sus variantes.
El neoliberalismo no solo habría transformado Chile en un país próspero y pujante, sino que la verdadera consolidación y carta definitiva de ciudadanía la habría obtenido bajo los gobiernos de la Concertación. Los gobiernos de Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet, más allá de los discursos, la retórica y las explicaciones, habrían optado por la continuidad y la profundización del modelo neoliberal heredado de la dictadura y los Chicago Boys.
Edwards se compra, sin mencionarla, la tesis de Tomás Moulián en Chile actual: anatomía de un mito sobre el “transformismo/gatopardismo/neoliberalismo” que habría caracterizado a los gobiernos de la Concertación: una gran mascarada bajo la apariencia del cambio que habría escondido la continuidad fundamental en torno al modelo neoliberal.
Reconociendo que la historia de los Chicago Boys –relatada minuciosa, prolija y brillantemente por Edwards en lo que se refiere a los primeros años de gestación y la dictadura de Pinochet– está muy bien lograda y se lee como una verdadera novela, mi primera crítica es en lo que se refiere a considerar las dos décadas de los gobiernos de la Concertación como una simple continuidad (y profundización) del modelo económico heredado de los Chicago Boys.
Sostengo que la transición democrática, con el triunfo de la Concertación por el NO en el plebiscito de octubre de 1988 y la derrota del continuismo pinochetista en torno al SÍ y la rebelión popular de las masas del PC, y los 20 años de la Concertación de Partidos por la Democracia fueron al triunfo de la política, alejada del reduccionismo economicista del modelo neoliberal.
No es que le pusiéramos piloto automático a la economía y los mercados en marzo de 1990 al asumir Aylwin y todo fluyera de la mano invisible del mercado, en el libre juego de la oferta y la demanda, sumado esto a algunas reformas para perfeccionar y hacer más presentables y legítimas las reformas heredadas de la dictadura y el experimento neoliberal de los Chicago Boys.
No fue así.
¿Por qué la UDI vota en contra de las reformas tributaria y laboral bajo el Gobierno del Presidente Aylwin (se lograron aprobar con los votos de RN)? Por una razón muy sencilla: porque, constituidos en los guardianes de la ortodoxia neoliberal, entendían y entendían bien que esas reformas empezaban a introducir, junto a las que vendrían en los próximos años y décadas, cambios cualitativos en el modelo neoliberal heredado de los Chicago Boys.
Bajo los gobiernos de Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet, casi todas las reformas que apuntaban a fortalecer el nivel de las políticas públicas, el rol regulador del Estado y en definitiva un rol más activo de este último, eran permanentemente resistidas por la UDI y sus centros de estudio e intelectuales orgánicos (hablo de lo que vi y presencié durante 16 años en el Parlamento en reformas sociales, laborales, previsionales, de salud y educación, y en el plano de las políticas públicas en general).
Cuando Aylwin logró aprobar la Ley de Bases del Medio Ambiente en enero de 1994, con serias reservas y aprensiones entre los guardianes de la ortodoxia neoliberal, tuvo lugar una seguidilla de reformas y políticas públicas para reforzar el rol regulatorio de Estado en los ámbitos más diversos (medio ambiente, transporte, telecomunicaciones, pesca, entre tantos otros).
La colaboración público-privada fue uno de los pilares de esta economía que empezaba a hacer conversar a la subsidiariedad con la solidaridad en una serie de ámbitos, extendiéndose paulatinamente a las políticas sociales, desde las concesiones hasta la necesidad de regular unos mercados que, dejados a su propia suerte, podrían devenir en la profunda crisis de 1982 (con la política de “ajuste automático”) o la que sobrevino a nivel global con la crisis de 2007-2008 producto de la desregulación de los mercados iniciada por Ronald Reagan y llevada al extremo por George W. Bush.
En Chile, en cambio, producto de una mezcla de regla fiscal, políticas contracíclicas y una cada vez más robusta institucionalidad económica, alejados de toda ortodoxia ideológica de cualquier tipo, se fueron introduciendo un conjunto de reformas cada vez más alejadas de la lógica de mercados autorregulados, ajustes automáticos y dogmatismo neoliberal.
Junto con las innovadoras reformas y políticas en el ámbito social, especialmente en la educación, y en cada una de las reformas dirigidas a ampliar e incentivar la participación de los privados en las más diversas áreas (puertos, aeropuertos, empresas sanitarias, telecomunicaciones, concesiones), el Presidente Frei Ruiz-Tagle, en conjunto con el Parlamento, fueron (fuimos) generando unas políticas públicas y unos marcos regulatorios que eran permanentemente resistidos por las visiones más dogmáticas (neoliberales) que advertían sobre los peligros del gigantismo estatal y la sobrerregulación (sin perjuicio del mérito de algunas de esas críticas en ámbitos específicos).
Cuando el Presidente Lagos crea el Plan AUGE (sacado con fórceps, pues la idea era avanzar más decididamente hacia un seguro universal de salud) y el Seguro de Cesantía, entre otras políticas en la perspectiva de una creciente universalización (y no solo focalización) de las prestaciones sociales y los bienes públicos, estaba introduciendo cambios cualitativos y no solo cuantitativos en el ámbito económico y social.
Para qué decir las reformas de la Presidenta Bachelet en su primer Gobierno en la misma perspectiva de protección social. Junto con hacer frente a lo más crítico de la crisis económica de 2007-2008, de la mano de su ministro de Hacienda, Andrés Velasco, logró (simultáneamente, no después, a diferencia de la política del chorreo y el trickle down economics de los Chicago Boys) instalar un pilar solidario junto con el pilar de capitalización individual, en la perspectiva de un sistema previsional mixto.
La instalación de la PGU por parte del Presidente Piñera en su segundo Gobierno –uno de los principales argumentos de Sebastián Edwards para anunciar el “fin del neoliberalismo”, punto sobre el que volveremos más adelante– es la culminación de un conjunto de reformas sociales y previsionales que tienen su origen en la Pensión Básica Solidaria instalada por la Presidenta Bachelet en 2008.
Y para qué decir la reforma educacional llevada a cabo bajo el segundo Gobierno de Bachelet. Nada de esto es pacífico en el debate público (¿qué reforma lo es?), pero convengamos en que los proyectos sobre Inclusión (fin del lucro con fondos públicos en educación, del copago y la selección), Carrera Docente para todo el sector subvencionado, público y privado; Nueva Educación Pública (con el fin gradual y sostenido de la municipalización de la educación pública) y Ley de Educación Superior (gratuidad, regulación de un sector enteramente desregulado, y toda la nueva institucionalidad en ese ámbito), además de la Ley sobre Universidades Estatales, reconociendo su propia especificidad y funciones, constituyen un cambio cualitativo en torno al modelo educacional neoliberal, al margen de lo que cada una de ellas o todas en su conjunto nos merezcan como juicio de mérito.
Entonces, no es llegar y decir que la Concertación continuó y profundizó el modelo neoliberal instalado por los Chicago Boys en 1979. No es que Alejandro Foxley y Edgardo Boeninger sacaran a tirones al Presidente Aylwin una serie de políticas de continuidad en el ámbito económico. “Aylwin accedió, pero de mala gana”, sostiene el autor.
Los sucesivos cambios, reformas y políticas públicas en los más diversos ámbitos bajo los gobiernos de la Concertación se dieron en el marco de lo que estimábamos eran las tres opciones muy concretas y precisas en América latina en los años 90: el neoliberalismo, como el de los Chicago Boys en Chile, el neopopulismo de derechas e izquierdas que ha campeado por la región como una plaga, y lo que bajo la Concertación (y esta era doctrina común, más allá de los matices) llamamos “crecimiento con equidad”, entendido como una alternativa al neoliberalismo y el neopopulismo (esta tesis la desarrollo en profundidad en mi libro Pasión por lo Posible (Aylwin, la transición y la Concertación, Ediciones UDP, 2020).
De hecho, uno de los propósitos más o menos explícitos o implícitos (hay abundantes ejemplos de uno y otro) bajo los gobiernos de la Concertación era la idea –queríamos pensar y creer que era así– de que veníamos de vuelta de los “modelos” (el neoliberal o cualquier otro) o lo que el historiador Mario Góngora llamaba las “planificaciones globales” o modelos altamente ideológicos y excluyentes como los que tuvieron lugar entre 1964 y 1980 bajo las revoluciones de Frei Montalva, Allende y Pinochet.
Preferíamos hablar de estrategias más que de modelos de desarrollo. Queríamos alejarnos (conscientemente, deliberadamente) de la imagen de laboratorio social en que se había convertido nuestro país en los últimos años y décadas, como campo de experimentación política.
Decir, simplemente, como señala Edwards, que los gobiernos de la Concertación no hicieron otra cosa que continuar, perfeccionar y profundizar el modelo neoliberal de los Chicago Boys heredado de la dictadura, aunque con una deriva más inclusiva, es una gran simplificación de una realidad mucho más rica, compleja y variada.
No queríamos inventar la rueda, pero tampoco partir de cero; la fórmula fue la de continuidad y cambio. Esa fue una decisión estratégica, en una perspectiva de mediano y largo plazo en torno a la doble transición a la democracia y el desarrollo de la que hablaba Alejandro Foxley.
Nada de eso fue una “concesión” a la derecha o el empresariado, o una limitación producto de los “enclaves autoritarios” de la Constitución de 1980. Fue producto de nuestras convicciones y aprendizajes con el trasfondo de una historia trágica (aunque sí hubo una discusión al interior de la Concertación, como aquella entre “autocomplacientes” y “autoflagelantes” en 1998).
Lo anterior suponía, por cierto, mantener, perfeccionar y profundizar aquellas cosas que funcionaban bien, sin dar muchas explicaciones. ¿O íbamos a cerrar o estatizar la economía en momentos en que la apertura externa y el esfuerzo exportador mostraban auspiciosos resultados y perspectivas en medio del capitalismo globalizado, acompañado de un pujante sector privado que se abría paso en el sector productivo?
¿O íbamos a revivir la maldición de la alta inflación, los déficits fiscales y de balanza de pagos crónicos del pasado, a pretexto de qué?
Fuimos los campeones de la responsabilidad fiscal y la estabilidad macroeconómica y fuimos capaces de demostrar que ello era posible desde una coalición de centroizquierda, avanzando simultáneamente en la dirección del crecimiento y la equidad.
Con la palabreja “neoliberalismo” me pasa algo similar a lo que antes nos ocurría con esa otra palabreja del “capitalismo”, sin más. ¿Qué podrían tener en común el capitalismo manchesteriano decimonónico con el capitalismo socialdemócrata de los países nórdicos europeos, o el capitalismo autoritario (mercado más tortura) de la dictadura de Pinochet? Pues, muy poco. Hay abismos siderales entre unos y otros, también en lo que se refiere al (real o supuesto) “neoliberalismo” de las últimas décadas.
Y es que Sebastián Edwards confunde, a mi juicio, economía de mercado con neoliberalismo. Este último es solo una de las aproximaciones posibles a una economía de mercado. Sí, abrazamos esta última, con un fuerte componente social, pero siempre fuimos críticos del neoliberalismo, con su reduccionismo economicista de mercado.
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