A partir de las lecciones y aprendizajes de esa historia, y pudiendo convivir con sus distintas interpretaciones y aristas, el desafío hacia el futuro pareciera consistir en dar con un “Proyecto Chile” que recoja lo mejor de nuestra historia pasada y reciente.
Retomando las reflexiones en torno al libro de Sebastián Edwards, es necesario comentar que las características que él atribuye el “neoliberalismo” (apertura externa, liberalización del comercio, protagonismo del sector privado, tipo de cambio flotante o libre, responsabilidad fiscal, estabilidad macroeconómica, entre otras) son más propias de una economía de mercado abierta, competitiva, pujante, con protagonismo privado, que de una aproximación ideológica a la misma (el neoliberalismo en la época del capitalismo globalizado aparece como campante y hegemónico, pero hay matices, distinciones que hacer, variantes, que hacen todo más complejo e interesante).
Los gobiernos de la Concertación dieron cuenta de un cambio cualitativo en relación con el proyecto político, económico y social heredado de la dictadura. Así queda de manifiesto en la feliz definición del sociólogo catalán Manuel Castells al momento de explicar y entender la experiencia chilena en los últimos años y décadas: el paso desde un modelo “autoritario liberal excluyente” a uno “democrático liberal incluyente”; una diferencia de fondo más que de grado; un cambio cualitativo más que cuantitativo, una distancia sideral entre uno y otro.
Sostengo que el éxito de los gobiernos de la Concertación (1990-2010) fue el éxito de la política más que de la economía y que la perfecta sintonía entre una y otra, bajo un régimen democrático, fue uno de sus mayores logros. Ahí no dejamos andando los automatismos de los mercados, los ajustes automáticos en momentos de shocks internos o externos, o el piloto automático de una política neoliberal que abomina de la intervención del Estado y las regulaciones públicas como cuestión dogmática.
Esas dos décadas virtuosas, pujantes, llenas de intención y voluntad de ser, los mejores 20 años del último siglo en Chile casi bajo cualquier parámetro, fueron el éxito (con sus luces y sombras, por cierto, o lo que Edwards bien llama “éxitos y descuidos”) de la política y de una coalición política que, primero, bajo la Concertación por el NO logró (logramos) la hazaña de una transición pacífica a la democracia en circunstancias particularmente complejas y, luego, bajo la Concertación de Partidos por la Democracia, la democracia y el desarrollo en la doble perspectiva estratégica de mediano y largo plazo.
Fue una coalición que basó su cometido en el valor de los derechos humanos como fundamento ético de la democracia (una “democracia de los consensos básicos”, en la feliz expresión de Edgardo Boeninger) y el “crecimiento con equidad” concebido como una alternativa al neoliberalismo y el neopopulismo; no una suerte de “Tercera Vía” a lo Anthony Giddens y el New Labour en el Reino Unido, pero sí una formulación cualitativamente distinta de la herencia neoliberal.
He sido parte de Cieplan durante una buena parte de los últimos 40 años. A ese think tank, que ha entregado seis ministros de Hacienda, desde Alejandro Foxley a Mario Marcel, debo mi formación en economía. Efectivamente en los años 70 y 80 nos convertimos en “los críticos más severos de los Chicago Boys”, como dice Edwards en su libro. Siempre nos negamos –y algunos nos seguimos negando– a mirar la realidad social en términos simplistas, dogmáticos, altamente ideológicos y excluyentes. El neoliberalismo de los Chicago Boys tuvo mucho de eso.
Cuando llegamos al Gobierno no es que empezáramos a renegar de nuestro pasado académico e intelectual, o que asumiéramos las bondades del modelo neoliberal instaurado bajo la dictadura, sin perjuicio de reconocer los muchos logros y aciertos en el plano económico, especialmente hacia fines de los años 80.
Nos dispusimos a dejar atrás los modelos altamente ideológicos y excluyentes que convirtieron a nuestro país en un laboratorio social y una guerra de trincheras, para encontrar un terreno común. Nos pesaba la historia del siglo XX (Chile: un caso de desarrollo frustrado, como lo llamó Aníbal Pinto Santa Cruz).
Sin la crítica al modelo neoliberal de los Chicago Boys y los cambios y reformas impulsados en los años siguientes no habríamos desembocado en los tremendos logros que alcanzamos como país, con el concurso de todos, en los años 90 y 2000. No prometimos una revolución, sino una transición; esta última significa continuidad y cambio (gradual y sostenido), no solo cambio.
Fuimos capaces de asomarnos al sueño y la visión de llegar a ser un país desarrollado. No fue posible, por ahora, pues sobrevinieron, entre otras cosas, tiempos de empezar a renegar de nuestra propia obra, y muchos de los nuestros terminaron por sumarse a la consigna del estallido social, aquella que rezaba “no son 30 pesos, son 30 años”.
Por esos días me permití enviar un tuit: “Les recuerdo a mis camaradas y compañeros que hemos gobernado 24 de los últimos 28 años”, el que registró 6 mil likes, lo que para mí era mucho). Un poco de pudor, digo yo.
Pero fue inútil. Vinieron las dudas, las recriminaciones mutuas y empezamos a desconocer la tremenda obra de la Concertación y de un país entero que se movilizó tras el doble objetivo de la democracia y el desarrollo.
Y llegamos así a mi segunda crítica del libro en comento: el intempestivo y desconcertante fin de la historia, que está dado por el (supuesto) “fin del neoliberalismo”.
Después de haber hecho todo el recorrido de cómo llegamos a ser el país más pujante y próspero de América Latina sobre la base del neoliberalismo inaugurado por los Chicago Boys bajo la dictadura de Pinochet (y hay que reconocerle al autor que una y otra vez repara en las sistemáticas y reiteradas violaciones a los DD.HH. bajo una dictadura cruenta), con los añadidos y perfeccionamientos del neoliberalismo “inclusivo” de los gobiernos de la Concertación (pero neoliberalismo al fin y al cabo), resulta que, de golpe y porrazo, tras la elección de Gabriel Boric en diciembre de 2021, llegamos al fin de esta historia, llegamos al “fin del neoliberalismo”.
De hecho, la versión del libro en inglés (2023) tiene como subtítulo “the downfall of neoliberalism” (la caída del neoliberalismo) en Chile, mientras que en la versión en español que comentamos (2024) se habla del “futuro” del neoliberalismo en Chile, ya no de la caída. Según el propio autor, en la presentación pública del libro en la UDP, realizada por Carlos Peña, Cristián Larroulet y Mario Marcel, esta habría sido una decisión de marketing. Pues bien, el tema pareciera ser mucho más de fondo.
¿Cómo explicar esta más que aparente contradicción entre el éxito del modelo neoliberal, por un lado, y el repentino fin del neoliberalismo en Chile?
Lo cierto es que el capítulo 16 (¿Fin del neoliberalismo?) y el epílogo hacen todo más difícil de entender y digerir.
La interpretación más plausible es que el libro terminó de escribirse, como el autor señala, en septiembre de 2022, justo después del triunfo del Rechazo (62%) de la propuesta de la Convención Constitucional, cuya razón de ser era poner fin al neoliberalismo, pero antes del segundo proceso constituyente, cuyo desenlace el autor desconocía por razones obvias y de allí que tenga que escribir un epílogo, que hace todo más confuso y desconcertante.
En esas condiciones (puro velo de la ignorancia en relación con el desenlace del segundo proceso constituyente), el autor hace una reflexión más o menos del siguiente tipo (las palabras son mías): junto con los éxitos y descuidos del neoliberalismo en Chile desde los años 70, hay que hacerse cargo especialmente de los descuidos y, entre ellos, del tema de la desigualdad. Por cierto, el autor definitivamente se compra el argumento de la desigualdad para explicar el estallido social de octubre de 2019.
Uno tiende a pensar (yo, por lo menos) que si el tema era la desigualdad (entre otros descuidos, pero de manera principalísima), entonces la propuesta de la Convención Constitucional, con su énfasis en los derechos sociales y la lógica de poner fin al neoliberalismo, tendría que haber tenido una gran acogida el 4 de septiembre de 2022. Queda sin explicar por qué entonces esa propuesta fue rechazada por el 62% del electorado (más allá de algunos de sus contenidos específicos y de la forma en que operó esa Convención, que el autor menciona) y cómo eso afecta la tesis del estallido social producto de la desigualdad.
Enseguida, el autor dice más o menos lo siguiente (ahora en palabras de él): como no alcanzó a terminar de escribir el libro antes del segundo plebiscito, toma nota de que el “Acuerdo por Chile”, suscrito en diciembre de 2022 para habilitar el segundo proceso, se construye sobre el concepto de “Estado social y democrático de derecho”, una de las doce bases institucionales, lo que supone el fortalecimiento de los derechos sociales, apuntando al fin del neoliberalismo.
Añade que, al momento de escribir esas líneas (septiembre de 2022), desconociendo cómo va a evolucionar la segunda etapa constituyente, “todas las fuerzas políticas” han convenido en la necesidad de “un nuevo pacto social” y que “el nuevo contrato social debe traducirse en una nueva Constitución”.
Todo lo anterior significa que “como en la mayoría de las socialdemocracias europeas, un cierto número de derechos sociales estarían garantizadas por el Estado y serían hechos respetar por el Poder Judicial. Este acuerdo confirmó que el modelo neoliberal instalado por los Chicago Boys y continuado por la coalición de centroizquierda Concertación había, en términos prácticos, llegado a su fin”.
En ese contexto (septiembre de 2022), agrega que es seguro que “Chile reemplazará la vieja Constitución por una nueva, que salvaguardará y garantizará muchos derechos sociales que van a ser provistos gratuitamente por el Estado” y que “la mayor parte del sistema económico neoliberal levantada por los Chicago Boys será reemplazada por un sistema socialdemócrata como el que prevalece en las naciones europeas y en especial nórdicas”.
Sin embargo, esta es mera especulación. De hecho, el segundo proyecto también fue rechazado y no se divisa por ningún lado un desenlace del tipo socialdemócrata como el que anuncia el autor, asociado al fin del neoliberalismo en Chile. Ojalá tuviésemos esa perspectiva, pero no fue así. Estamos, prácticamente, y desde el punto de vista constitucional, en el mismo lugar, tras el doble fracaso del proceso constituyente.
Finalmente, en el epílogo, ya tomando nota del segundo intento constitucional, confirma la tesis del fin del neoliberalismo, ya no como pregunta, sino como afirmación. La reforma educacional de Bachelet, la PGU de Piñera, la jornada de 40 horas, el royalty minero “han sido algunos de los nuevos clavos en el ataúd del neoliberalismo”.
De hecho, podemos parafrasear a los Munchkins en El Mago de Oz y afirmar que el neoliberalismo está “moral, ética, espiritual, física, positiva, absoluta, indudable y confiablemente muerto”, aunque no ve –aclara– “que Chile vaya a abandonar las filas del capitalismo global”.
La verdad es que no deja de sorprender cómo una conclusión tan tajante y abrupta, el fin del neoliberalismo en Chile, conversa (o no conversa) con la mayor parte de un texto interesante y entretenido, muy bien documentado en fuentes primarias y secundarias, con capítulos fascinantes, como aquel sobre “Milton Friedman y la crisis económica de 1982”, que procura demostrar, en el fondo, cómo las reformas introducidas por los Chicago Boys bajo la dictadura de Pinochet, mantenidas y perfeccionadas por la coalición de centroizquierda Concertación, condujeron a Chile al sitial máximo en toda América Latina.
No se logra entender cómo la elección de Boric en diciembre de 2021 y la deriva del proceso constituyente en sus dos intentos, además de algunas reformas por aquí y por allá, lograron poner fin a una historia cargada de un sentido épico en el texto.
Si la tesis de Edwards es correcta, que los Chicago Boys “ganaron la guerra de ideas” y que la “gran persuasión” llegó incluso a permear y convencer a los políticos y economistas de la centroizquierda “de mantener, e incluso profundizar, las reformas promercado” impulsadas por los discípulos de Milton Friedman y Arnold Harberger, entonces no se entiende cómo, de forma tan repentina, sobreviene el fin de un experimento que llegó a colocar a Chile en la cima del progreso y el bienestar en América Latina en los años 90 y 2000.
En fin, la historia de los Chicago Boys se lee como una verdadera novela. Debemos estarle agradecidos al autor por un libro verdaderamente atractivo, que conversa bien, me atrevo a decir, con el libro de Juan Gabriel Valdés, Los economistas de Pinochet: la Escuela de Chicago en Chile (FCE, 2020), al cual el autor califica como “un muy buen trabajo, pero ya está algo desactualizado”. Lo que he revisado críticamente es el marco interpretativo del libro, en relación con esa historia y sus implicancias.
A partir de las lecciones y aprendizajes de esa historia, y pudiendo convivir con sus distintas interpretaciones y aristas, el desafío hacia el futuro pareciera consistir en dar con un “Proyecto Chile” que recoja lo mejor de nuestra historia pasada y reciente, y que nos permita retomar al camino hacia la democracia y el desarrollo, un “Proyecto Chile” que desde los años 70 tuvo un fuerte componente neoliberal, pero que ya desde los años 90 se fue diluyendo en términos de un nuevo paradigma (democracia liberal inclusiva, economía social de mercado, crecimiento con equidad, o como quiera llamársele) que aspira a superar los modelos altamente ideológicos y excluyentes del pasado, en la perspectiva de llegar a ser un país democrático y desarrollado enfrentado a los enormes desafíos del siglo XXI.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.