En tiempos donde incluso los gobiernos se autodenominan feministas, pero al final la política siempre gana, y donde las lealtades partidistas pesan más que el real compromiso social, con señales contradictorias, es vital retornar a lo esencial.
Para cualquier persona, feminista o no, con un mínimo de empatía y sentido de dignidad humana, el caso de Gisèle Pelicot solo puede resultar aberrante, violada por al menos 50 hombres luego de ser drogada por su propio marido, en un caso extremo de “sumisión química”, un tipo de agresión sexual en la que las víctimas son reducidas a un estado de inconsciencia absoluta, incapaces de percibir o recordar los abusos sufridos.
Si no hubiese sido por el hecho de que su marido, este auténtico monstruo, fue descubierto filmando a mujeres debajo de sus vestidos en el metro de París, es posible que Gisèle nunca hubiera tomado conciencia del nivel de violencia e ilícitos de los que fue víctima.
Lejos de sucumbir ante el horror, Gisèle Pelicot tomó una decisión que conmueve por su dignidad y valentía: renunciar al anonimato en el proceso judicial, transformar su dolor en una bandera de lucha y movilizar a otras mujeres. Su mensaje es claro y poderoso: las víctimas no deben sentir vergüenza. Esa vergüenza pertenece exclusivamente a los victimarios.
Pelicot, con una determinación que desarma, ha cumplido un rol social que rara vez adoptan siquiera los políticos más experimentados, recordándonos que el bien común debe prevalecer sobre los intereses individuales.
Sin embargo, lo más extraordinario de su lucha es el cambio de paradigma que ha introducido. Gisèle no se limita a exigir justicia desde un discurso punitivista; su enfoque es constructivista. Ante una realidad social y cultural que trasciende fronteras, ella ha elegido transformar su experiencia en una oportunidad para cuestionar las bases estructurales de la violencia de género. Este enfoque no busca solo castigar, sino construir una sociedad más equitativa, donde las mujeres no sean relegadas a la condición de ciudadanas de segunda categoría.
La potencia de este cambio de paradigma puede ejemplificarse con una portada ficticia de la revista Time que circuló en redes sociales: Gisèle Pelicot como “Mujer del Año” en lugar del oficial “Hombre del Año”, Donald Trump. La contraposición no podría ser más simbólica.
Por un lado, Trump, un hombre con un discurso de odio arraigado, un historial de abusos contra mujeres normalizado por sus votantes y una figura que encarna los privilegios patriarcales más tóxicos. Por otro lado, Pelicot, una mujer que, teniendo todas las razones para odiar, elige la dignidad, la solidaridad y la movilización.
Este nuevo enfoque feminista no solo es innovador, sino también necesario en un mundo marcado por desigualdades profundas. Las brechas salariales, la falta de igualdad de oportunidades y los sesgos de trato que obligan a las mujeres a homologarse a estándares masculinos para ser tomadas en serio son desafíos que el feminismo constructivista busca abordar desde una perspectiva transformadora.
En esta línea, Pelicot no solo nos invita a cuestionar los paradigmas existentes, sino a construir nuevos cimientos sociales que permitan a las mujeres vivir su realidad como madres, profesionales y cuidadoras sin renunciar a su identidad.
La lucha de Gisèle Pelicot adquiere aún más relevancia frente a un contexto social alarmante, tanto en Chile como en Francia. Que una sociedad permita que 50 hombres violen a una mujer por el mero placer de hacerlo, como es el caso francés; o que un taxista ignore la súplica de ayuda de una víctima, como experimentamos hace poco en un mediático caso chileno, reflejan una normalización de la indiferencia que aterra.
Estas conductas no son aisladas: son síntomas de un sistema que perpetúa la deshumanización de las mujeres. Frente a esta realidad, parece claro que el feminismo punitivista no ha logrado la persuasión necesaria para generar cambios profundos. Tal vez, como bien señala Pelicot desde su ejemplo, el feminismo constructivista pueda ofrecer una alternativa más efectiva y persuasiva en la médula del problema.
La lucha de Gisèle Pelicot nos deja lecciones fundamentales. En primer lugar, que el feminismo no puede permitir que las mujeres sean vistas como excepciones dentro de una estructura diseñada para perpetuar desigualdades y siendo muchas veces cómplices de malas prácticas masculinas o replicando dichos patrones. En segundo lugar, que las víctimas no se deben avergonzar, sino que son los victimarios. Y, finalmente, que la construcción de una sociedad equitativa exige no solo reformas legales, sino un cambio cultural profundo que aborde las raíces mismas de la violencia de género.
En tiempos donde incluso los gobiernos se autodenominan feministas, pero al final la política siempre gana, y donde las lealtades partidistas pesan más que el real compromiso social, con señales contradictorias, es vital retornar a lo esencial. Gisèle Pelicot nos recuerda que el feminismo es, antes que todo, un movimiento de justicia y dignidad humana. Su ejemplo no solo inspira, sino que exige acción que no busca destruir, sino construir. Un feminismo que, esperemos, no solo sea un paradigma del presente, sino una fuerza transformadora para el futuro.
Por ahora, solo queda decir: merci, Gisèle Pelicot, por recordarnos que la dignidad y la lucha constructivista siempre serán más fuertes que el odio y la desesperanza.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.