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¿Por qué preocuparse por las generaciones futuras? Opinión AgenciaUno

¿Por qué preocuparse por las generaciones futuras?

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François Meunier
Por : François Meunier Economista, Profesor de finanzas (ENSAE – Paris)
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Si lo pensamos bien, gran parte de nuestro deseo de vivir, como humanos actuales, proviene del deseo de formar parte del futuro, de construir cosas que perduren, de transmitir conocimientos. Somos seres de proyecto, aunque solo sea para burlarnos de la muerte.


En verdad, ¿qué buenas razones tenemos para desmentir el chiste de Groucho Marx: “Pero ¿por qué deberían cuidar a las generaciones futuras? ¿Nos cuidaron?”. Esta pregunta abre un vasto campo de reflexión en la filosofía moral. Aunque a veces se la critique por inútil, esta disciplina ha transformado profundamente nuestras sociedades a lo largo de los siglos, haciéndolas más abiertas e integradoras.

Podríamos responder rápidamente a esta pregunta: no hace falta filosofar, amamos a nuestros hijos y a nuestros nietos y lo que les pueda pasar nos concierne ante todo. Sí, nuestros hijos y nietos, pero ¿vamos realmente más allá?

Llama la atención comprobar que nuestras sociedades han ampliado enormemente sus horizontes espaciales, debido a la globalización y a la increíble apertura de los medios de comunicación. Lo que ocurre estos días en Magdeburgo, Alemania, o en Nueva Orleans, nos preocupa mucho más que hace un siglo. Pero esto parece ir en detrimento de nuestro horizonte temporal, que se ha reducido. Nuestras sociedades están atrapadas en el ajetreo del presente.

Antiguamente, cuando se iniciaban las obras de una catedral, se tardaba siglo y medio en construirla. Vivimos mucho más que antes, lo que nos da la impresión de que vivimos la historia por nuestra cuenta. Prestamos mucha menos atención que en el pasado a nuestros antepasados y a nuestros muertos. El 1 de noviembre solía ser una fecha importante en el calendario del año y el culto a los muertos estaba muy vivo en varias sociedades, con un sentido muy fuerte de la transmisión entre generaciones. Todo esto ha disminuido hoy.

Entre una inmensa literatura, destaco particularmente el trabajo de Samuel Scheffler, Why Worry About Future Generations? Una primera corriente de pensamiento sobre esta cuestión, dice Scheffler, nos llega de filósofos utilitarios, muy activos en el mundo anglosajón y en boga entre los economistas. Para ellos, el principio básico es la búsqueda del máximo bienestar para la población. En su haber, fueron los primeros en ampliar el círculo de lo que se entiende por “población”: todos los humanos que viven hoy, pero también los que vivirán mañana. También fueron los primeros en abrirse a cuestiones más amplias, como los derechos morales de los animales y otras especies vivas más allá de la humana.

Sin embargo, existen ciertas dificultades en este enfoque. ¿Deberíamos pensar en términos de bienestar total, lo que significaría que una población humana cada vez mayor cumpliría el objetivo, a riesgo de un deterioro del bienestar individual de cada persona? ¿O, para corregir este defecto, el bienestar medio, lo que nos llevaría a la paradoja de favorecer un fuerte declive demográfico para que cada uno de nosotros esté mejor en el futuro, un argumento que atrae a ciertos ecologistas?

Vayamos aún más lejos, en la línea de lo que a menudo oímos decir a las nuevas generaciones que se niegan a tener hijos porque no quieren que vivan en un planeta degradado o, incluso, que lo degraden. Imaginemos que se detiene la natalidad de repente, por nuestra propia voluntad.

Entonces nosotros, las últimas generaciones por vivir, podríamos atiborrarnos sin preocuparnos demasiado por el planeta, sabiendo que, una vez libre de esta especie invasora que es la raza humana, nuestra Tierra, nuestra Gaia, recuperará rápidamente –tiene el tiempo de su parte– el poco daño que le han hecho estos vulgares ácaros que se atreven a arañar su superficie.

Se ha realizado una película notable a partir de una novela de P. D. James: Hijos de los hombres, de Alfonso Cuarón (2006). Se basa en una hipótesis similar, pero con una conclusión contraria. De repente, los nuevos nacimientos se detienen, no porque los humanos lo elijan deliberadamente, sino porque alguna desgracia imprecisa impide que las mujeres sean fértiles. Esta hipótesis plantea la cuestión moral desde otro ángulo. ¿Nos gustaría una sociedad así?

Si lo pensamos bien, gran parte de nuestro deseo de vivir, como humanos actuales, proviene del deseo de formar parte del futuro, de construir cosas que perduren, de transmitir conocimientos. Somos seres de proyecto, aunque solo sea para burlarnos de la muerte. Qué sentido tiene escribir libros de texto, componer obras de arte o investigar sobre el cáncer si no tenemos la idea arraigada de que va a durar, de que estamos trabajando para los demás. Se instalaría una depresión profunda y generalizada. Para responder a Groucho Marx, también nos interesa pensar en las generaciones futuras.

Esta es la primera parte de la respuesta. Pero también tenemos profundamente impresa en nosotros –aunque la agitación de nuestras sociedades modernas la reprima– la preocupación por esta transmisión entre generaciones, por la supervivencia activa, por la voluntad de vivir, no como individuos, sino como una especie que se reproduce por pura fuerza vital, en armonía con el movimiento de la naturaleza.

Así, el enfoque filosófico se vuelve deontológico, en la línea de la Regla de Oro: “No hagas a los que vivirán mañana lo que no hubieras querido que te hicieran los que vivieron ayer”. O se trata de un contrato social extendido hacia el futuro: “Situado ficticiamente tras un velo de ignorancia, debe serte indiferente si naces en una generación u otra”. Nótese que es a través de este tipo de razonamiento que los economistas del PICC, el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, establecen cuál debe ser la tasa de descuento para el cálculo financiero intergeneracional.

Personalmente, hay algunos periodos que evitaría, como el siglo XIV con la Gran Peste y la Guerra de los Cien Años en Europa, o la decadencia de la civilización maya en América. Pero en el fondo de mi mente, me aseguraría de que el siglo XXII no fuera peor que el siglo XXI, en el que tengo la suerte y, considerándolo todo, el placer de vivir hoy.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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