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Inequidad en el sistema escolar chileno: no queremos más héroes por poder estudiar Opinión AgenciaUno

Inequidad en el sistema escolar chileno: no queremos más héroes por poder estudiar

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Gabriela Guevara
Por : Gabriela Guevara Investigadora postdoctoral del Centro de Desarrollo Urbano Sustentable (CEDEUS).
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Debemos trabajar decididamente para construir un sistema educativo que no solo distribuya físicamente los centros de formación, sino que también garantice oportunidades reales para todos.


Con el inicio de 2025, miles de estudiantes y egresados de la educación media conocieron los resultados de la Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES) regular 2024. Este proceso, iniciado el 6 de enero, marca el comienzo del camino hacia la educación superior para más de 250 mil jóvenes que rindieron la prueba en diciembre. Este momento no solo está cargado de expectativas y sueños, sino que también nos invita a reflexionar sobre la equidad en nuestro sistema educativo.

La educación es un derecho fundamental que debería ser accesible para todos. Sin embargo, la realidad muestra que este derecho no se ejerce de manera equitativa en nuestro territorio. La distribución física de los centros educativos de calidad es un aspecto crítico en el que como país hemos avanzado, por cierto, pero no es el único.

La justicia educativa implica, además de aspectos de localización y garantizar que cada joven, sin importar su lugar de residencia o su situación económica, tenga la oportunidad real y efectiva de acceder a una educación que le permita desarrollar su potencial.

A medida que los estudiantes se preparan para postular a las universidades y centros de formación técnica, resurge entonces la pregunta: ¿qué tan justa es realmente la educación en nuestro país?

En este proceso, la noción de justicia espacial se convierte en un concepto aliado clave, refiriendo a la distribución equitativa de recursos y además de las oportunidades de acceder a estos, cuestión que implica no solo considerar la ubicación de las instituciones educativas, sino también reconocer, medir y minimizar las barreras sociales, simbólicas y estructurales que enfrentan los jóvenes en este camino.

Es esencial cuestionar cómo nuestras políticas educativas abordan estas barreras. ¿Es solo la capacidad la que se pone en juego a la hora de resolver este proceso de admisión? ¿Estamos ofreciendo suficiente apoyo a los estudiantes provenientes de contextos vulnerables? ¿Existen programas que faciliten el acceso a información de calidad para la toma de decisiones?

Y una vez que ingresan a la educación superior, ¿cómo aseguramos que los jóvenes puedan efectivamente vivir su proceso formativo plenamente? ¿Tienen todos los jóvenes el apoyo necesario para desarrollarse, o este descansa en el respaldo y/o redes que sus entornos, padres o tutores les transfieren? Las respuestas a estas preguntas son fundamentales para avanzar hacia un sistema educativo más justo.

En esta línea, una planificación urbana integral puede contribuir positivamente, siempre y cuando contemple no solo la ubicación física de las instituciones, sino que también considere cómo estas se integran y vinculan con las comunidades y cómo garantizamos que los jóvenes puedan acceder efectivamente a ellas, porque es inaceptable que quienes nacen en sectores o condiciones menos favorecidas deban verificar una trayectoria educativa heroica para cumplir su sueño, o que alimentemos un relato épico en torno a quienes salvan todo tipo de barreras –muchas veces casi sin apoyo– para lograr estudiar.

Lo esperable es que este derecho fundamental sea protegido por políticas, planes y programas diseñados e implementados en clave espacial y orientados a la garantía de su goce y realización para todos, cuestión que nos lleva necesariamente a abordar la educación como parte de una red interdependiente de derechos fundamentales que deben guiar la gestión del Estado y sus procesos e instrumentos de planificación y a avanzar en la gestión integral de estas garantías, más allá de los diseños institucionales puramente sectoriales.

Este desafío es mayúsculo y exige reflexiones y decisiones conscientes sobre el tipo de país y sociedad que aspiramos a construir. Porque la educación, además de ser ese derecho fundamental del que solemos hablar, es también un instrumento democrático clave para nuestro desarrollo y también la redistribución del poder. Redistribución que, a su vez, se erige como una piedra angular para la construcción de una sociedad y geografía más justas.

Para lograrlo, se requiere un compromiso activo por parte de las instituciones para eliminar las barreras sociales, económicas y simbólicas que puedan obstaculizar el acceso a la educación.

Iniciativas como programas de tutoría, propedéuticos, becas específicas y espacios seguros para la diversidad son pasos muy importantes hacia una educación más equitativa para todos los jóvenes, pero nos hace falta un sistema robusto que los sostenga, como la red que muchas veces no tienen.

A medida que miles de jóvenes esperan ansiosos estos resultados, es fundamental recordar que el acceso a esta educación no debería estar determinado por su origen social o geográfico. Debemos trabajar decididamente para construir un sistema educativo que no solo distribuya físicamente los centros de formación, sino que también garantice oportunidades reales para todos.

La justicia educativa es una responsabilidad compartida entre gobiernos, instituciones educativas y la sociedad en su conjunto, una batería importante y permanente de decisiones que tomar. Solo así podremos aspirar a un futuro donde cada joven tenga la posibilidad de desarrollar su potencial sin ser segregado por circunstancias ajenas a su voluntad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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