Para luchar contra los demonios que los pánicos morales asociados a la inseguridad nos hacen ver por todas partes, al parecer algunos están dispuestos a aceptar leyes y prácticas discriminatorias que excluyen a personas migrantes y restringen sus derechos fundamentales.
En la región, particularmente el Cono Sur, la inmigración ha tenido ribetes dramáticos a partir de procesos de crisis institucionales y económicas desencadenadas en países vecinos. Chile, de un tiempo a esta parte, ha sido país de destino de importantes flujos migratorios, esencialmente intrarregionales.
Con la publicación de su Reglamento el 12 de febrero de 2022, entró en vigencia la Ley Nº 21.325 de 2021, de migración y extranjería, texto que vino a reemplazar la normativa más antigua en la región que regulaba la materia desde 1975. El debate legislativo, que duró aproximadamente dos años (2018-2020), estuvo marcado por temas que siguen justificando en nuestros días sucesivas propuestas de modificación legislativa: la irregularidad migratoria, la dificultad para la expulsión o la pretendida vinculación entre crisis migratoria y seguridad pública, entre otros.
Entre las varias falencias que la Ley Nº 21.325 pretendía resolver respecto de la normativa anterior se encontraba la de entregar un nuevo marco regulatorio de la inmigración bajo la idea del reconocimiento e igualdad de protección de los derechos humanos de la persona migrante y de su dignidad (artículo 3).
Para ello, incluso, hace un llamado a la especial protección de ciertos grupos por su situación de vulnerabilidad, tales como niños, niñas, adolescentes, mujeres, personas con discapacidad y adultos mayores (artículo 22).
En línea con esta preocupación por armonizar la legislación nacional con los estándares internacionales de protección de los derechos humanos, la ley establece el principio de no criminalización de la inmigración irregular (artículo 9), coherente no solo con la afirmación de que la migración constituye un valor para el desarrollo del país (artículo 8) sino, además, tributaria de una visión humanista de la movilidad humana como manifestación del derecho legítimo de cada persona a buscar un lugar donde construir una vida para sí y los suyos en las mejores condiciones posibles, lo que no es intrínsecamente peligroso.
Antes bien, el peligro de que las propias personas migrantes sean objeto de tráfico y víctimas de trata exige de los Estados el despliegue de esfuerzos dirigidos a protegerlas de tales delitos y a la desarticulación de las organizaciones criminales que los llevan a cabo.
Sin embargo, es curioso ver cómo varias propuestas legislativas existentes, algunas de ellas ya aprobadas, van poco a poco deshaciendo, o proponen deshacerse, en nombre de la seguridad pública, de estos elementos de “humanismo”, ya sea para reintroducir el delito de ingreso clandestino, ampliar plazos de detención; aumentar las causales de expulsión y agilizar su procedimiento; o atribuir a las autoridades policiales y militares facultades de control migratorio, etc.
En Chile, este giro punitivo en la regulación de la migración se ha acentuado desde la aparición de la llamada “doctrina Valencia”, en la cual el Ministerio Público, con el pretexto de promover un funcionamiento eficiente del sistema de enjuiciamiento criminal, ha demandado que se disponga prisión preventiva para aquellas personas extranjeras que, no contando con documentación fidedigna, debiesen, para mayor seguridad, quedar a resguardo hasta que se cuente con información fiel respecto de su identidad.
Si otras iniciativas, cediendo en el mismo sentido, pretenden sugerir que una persona, por su calidad de extranjero, debe enfrentar escenarios más gravosos de aplicación y cumplimiento de penas penales (involucrando incluso el cumplimiento sucesivo de penas privativas de libertad y luego la expulsión del país), o que puedan verse expuestos a una expulsión por meras incivilidades (infracciones de menor entidad que podrían constituir, en el peor de los casos, faltas susceptibles de ser sancionadas con multas por juzgados de policía local), tendremos que asumir que estamos ante una política discriminatoria, donde el Estado dispondrá de una política criminal para nacionales y otra, muy distinta, para extranjeros.
Cabe así advertir que, mirando la experiencia de países que antes de Chile han seguido la senda del “punitivismo migratorio”, el resultado de esta compleja interacción entre inmigración y derecho penal ha sido siempre la desprotección de los derechos de las personas migrantes.
Chile enfrenta desafíos demográficos, económicos y sociales a los que la inmigración puede contribuir positivamente (por ejemplo, asegurando mano de obra en ciertos sectores productivos o brindando sostenibilidad a la solidaridad intergeneracional de los sistemas de seguridad social, etc.).
Es, por ende, vital adoptar una visión política equilibrada y de largo plazo sobre la migración, entendiéndola como un fenómeno social complejo que es compatible con promover los intereses nacionales y los derechos humanos de personas migrantes.
Lo anterior implica adoptar una perspectiva que no se resuma a “legislar para expulsar” y de “expulsar para castigar”; requiere considerar el impacto negativo de la expulsión y de otras medidas en los derechos de niños, niñas y adolescentes, ya sean extranjeros o nacionales, y recordar siempre lo mucho que nos ha costado recuperar las libertades civiles y políticas, así como conquistar progresivamente algunos derechos sociales.
Así, para luchar contra los demonios que los pánicos morales asociados a la inseguridad nos hacen ver por todas partes, al parecer algunos están dispuestos a aceptar leyes y prácticas discriminatorias que excluyen a personas migrantes y restringen sus derechos fundamentales bajo pretextos o circunstancias que difícilmente aceptaríamos para los nacionales. Debemos preocuparnos de que, en el desafío de enfrentar tales demonios, no terminemos nosotros mismos convirtiéndonos en uno.
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