Publicidad
La usura del mérito Opinión

La usura del mérito

Publicidad

No soy quien vendrá a cerrar una discusión de este tipo, mis intereses están lejos de una renovación socialista n+1, lo que me moviliza, es alertar sobre aquellos imaginarios que pretenden imponerse.


Se ha instalado, particularmente desde una sociología orientada a su vez a favorecer una propuesta de “segunda renovación socialista”, una discusión sobre el mérito que pareciera relevar cuestiones que al día de hoy no están del todo claras en su “organicidad”, sin reparar en la pertinencia de insistir en la densidad de este concepto más allá de su inmediata rentabilidad política, específicamente si se considera el tráfago histórico de la sociedad chilena de los últimos 50 años marcados por la herida neoliberal.

En esta línea es que el debate, como lo entiendo, funciona en dos niveles: 1. Ensayar una comprensión del mérito por encima del referato neoliberal y resignificarlo –como se ha pensado y ensayado con mayor en menor eficacia en sociedades socialdemócratas europeas– como un potencial rehabilitador de un tejido social en el cual el mérito mismo actúe como una suerte de diferenciador en el reconocimiento de las funciones y aportes de cada cual; 2. Reivindicar al mérito (distinguiéndolo de la meritocracia, entendida ésta como un sistema de gobierno considerado ya en la antigua China con Confucio y, también, en La República de Platón, y que ha encontrado a lo largo de la historia más próxima defensores fervorosos como, por ejemplo, Napoleón) como el vector o nuevo régimen de idea que permita densificar en términos conceptuales y de principios a lo que se ha dado a llamar, como se sostuvo, la segunda renovación socialista.

Tanto en China como en Grecia y en Francia, la meritocracia, y por encima de las distancias históricas y culturales, se entendía como una posibilidad para la emancipación respecto de los antiguos regímenes. Todo lo que venía dado ya sea por indicación divina o por herencia, debía ser reemplazado en orden a la potencia del esfuerzo y la reivindicación de la agencia individual que, entonces, resultaba destituyente de lo órdenes preconcebidos en relación al poder en su versión de secuencia atribuida. La meritocracia entonces era considerada igualitaria. Esto lo desarrolla en profundidad Richard Sennett en su texto Construir y habitar. Ética para la ciudad de 2019. Y lo señalo porque todo concepto o idea, no puede darse a su extensión analítica sino se le resignifica en un tiempo histórico y se le lee adecuándose a los clivajes epistemológicos, igualmente, propios de una época y no de otra.

Frente a esto, se considera necesario tensar la cuestión desde otra óptica, ahí donde al día de hoy el mérito mismo ha sido hiperbolizado en su dinámica conceptual y activado como válvula para la polémica e ítem relevante al interior de un cierto ideario político. 

Entrecomillaba la palabra “organicidad” en el primer párrafo, porque las tensiones discursivas están puestas, justo, ahí donde el devenir político y socio-cultural de un país como el nuestro da portentosas señales de que el “mérito con rostro humano” no tiene ningún asidero si es que la arquitectura completa de una sociedad que pulverizó su tejido social –ya sea con la agencia brutal de una dictadura o en la dimensión notarial de una transición a la democracia y la sofisticación del modelo de ahí en más en los diferentes gobiernos postdictadura incluido el de Gabriel Boric– no es transformada diametralmente o, en otras palabras, si no se refunda en la construcción de un nuevo ethos que derive a su vez en “otra razón”. 

Chile no es una sociedad, dejó de serlo. Hoy es un amniótico para la mercado-génesis; un relato delirante con intenciones de nación en el que individuos peninsulares sin ninguna capacidad de conexión deambulan ensimismados en el sonambulismo consumista y de autosalvación, dando cuenta de la inoculación del “genoma neoliberal”, al decir de Eduardo Sabrovsky, que devino en racionalidad constitutiva perforadora de toda subjetividad; organizando de este modo la trama de un país que sacrificó lo que alguna vez pudo ser una sociología política del vínculo, a favor de una orgía del desmadre neoliberal y que, desde entonces, es el dispositivo en torno al cual se podría concebir un potencial anexamiento.

En esta línea, si seguimos la pista del gran sociólogo Émile Durkheim, y si entendemos a la idea de “solidaridad” como aquello que une y religa a los miembros de un grupo en torno a un núcleo cohesionador, pues, ese núcleo, en Chile, no ha sido otro que el del mercado. Esto es lo que indica la historia reciente y no hay estudio empírico que pueda negar esta axiología de la desvinculación; la tragedia propia de un país que se deshizo en pompas al libre mercado hasta lograr constituirse, de nuevo, en una razón.

¿Se trataría entonces, simplemente, de pensar en el mérito sin meritocracia como una especie de software que se instala en una máquina cultural y política (sociedad) debiendo funcionar, así, sin más, por definición logarítmica? ¿no hay aquí, en el tratamiento del mérito como potencial articulador de una renovación socialista 2, una descontextualización histórica radical, enajenada? ¿en qué órbita se desplazan los intelectuales que creen que el “mérito con rostro humano” y el reconocimiento diferencial serán la piedra filosofal que vendrá a suturar y dar por terminadas décadas de trizadura neoliberal y de rotura del “lazo social”? Si al decir de Deleuze y Guattari en el Anti Edipo (1972), el capitalismo nos ha transformado en “máquinas deseantes”, es decir, que toda nuestra producción de deseos está definida por un sistema social y económico que ha determinado qué es lo que podemos o no desear ¿cuánto puede el mérito, concebido en su forzada orientación al bien común, desactivar esta máquina ahí donde goza de perfecto estado y su engranaje cotidiano no descansa en su sistemático perfeccionamiento? La máquina no permite más que vislumbrar su reproducción ad aeternum hacia un futuro que no indica la más mínima pausa en la patológica generación de racionalidades hacia sí, ego-céntricas, insulares; razones donde el yo no tiene salida, “no se arriesga” como lo señala Judith Butler (“desposesión”, “arriesgar el yo) capturado en su pulsión consumista. 

En este sentido es que el mérito, más allá de que pueda ser recompuesto en su significación declarativa o categorial, apuntando a que podría transformarse en el canon de un nuevo socialismo toda vez que individualizamos las funciones parametrizándolas con su aporte al tan mentado bien común, no es sino prédica codificada por la nomenclatura urgente que requiere la mentada “renovación”. 

En otras palabras, se ha identificado al mérito como una suerte de clave categorial que inseminaría un proyecto, dejando la discusión sobre el mérito mismo excluido de la densidad filosófica que requiere. Y esto porque toda propuesta de sociedad que busca un discurso político para extenderse y encontrar condiciones de posibilidad ciertas, necesita sine e qua non de intensidad y palabra filosófica.

Algunos ejemplos. La democracia antes de cualquier derivada sistémica fue un discurso filosófico con una idea también resuelta del individuo en la Grecia clásica, como es archisabido; o la socialdemocracia –sistema nunca instalado a cabalidad en Chile y únicamente ensayado por Salvador Allende y que terminó en la peor de las tragedias imaginables– que hunde sus raíces en las reflexiones del teórico socialista francés Louis Blanc a mediados del siglo XIX y que encuentra un correlato en Marx, quien sostenía en El 18 brumario de Luis Bonaparte de 1852 (con la belleza teórica y tersura escritural tan precisa como desestabilizante que le era propia) que “[…] a las reivindicaciones sociales del proletariado les limó la punta revolucionaria y se les dio un giro democrático; a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía se las despojó de la forma meramente política y se afiló su punta socialista. Así nació la socialdemocracia”. O qué decir del mismo neoliberalismo que no es otra cosa, primero, que una búsqueda por los conceptos que permitan apropiarse de una definición sobre la “naturaleza humana”: el homo economicus defendido por los filósofos de la escuela austríaca, particularmente por Friedrich August Von Hayek en el Camino de la de servidumbre (1974), que en su impugnación al Estado keynesiano ensaya derechamente una filosofía de la historia, de la justicia y del sujeto como expresión máxima de la desafiliación social, en fin.

Con todo esto nos preguntamos: ¿es posible que el mérito filtrado por el prisma socialdemócrata sea suficiente para pasar del homo neoliberal al homo colectivo? 

Como ya se sostuvo, si entendemos por sociedad a aquel conjunto de individuos que se encuentran cohesionados por un principio de solidaridad que identifica a lo común (esto es la también clásica preocupación aristotélica por los asuntos de la polis) como núcleo vinculante, distribuyendo sentidos e imaginarios por sobre cualquier indicación individual favoreciendo entonces un affectio societatis ¿cómo pensar al mérito en tanto portador de una nueva mitología –“una comunidad no es más que un conjunto de mitos”, dirá el filósofo Jean-Luc Nancy– en un país que abdicó de ser sociedad para secuenciarse más bien como un conjunto de individualidades que no responden más que una neurosis yoica que perforó nuestro “ser” comunitario? ¿cuántas renovaciones socialistas deberemos explorar antes de dar con ese mínimo sociológico y antropológico que aperture a una transformación estructural que ni siquiera la revuelta social más grande que ha conocido nuestra historia pudo dar de baja?

Cierto es que el debate es válido para quienes proyectan un segundo proceso socialista de renovación (habría que ver en otro texto que quiere decir esto si es que se le abordara desde una estrategia deconstructiva, por ejemplo). El punto es que al dar con el mérito como el factótum de este potencial proceso, se revela a la pasada una discusión sin proteína ni espesor conceptual, reduciéndose al saludo de camaradería entre intelectuales que son juez y parte en la discusión.

Volver al mérito sin dar cuenta de que en una sociedad estructuralmente desigual es necesario una recomposición no solo de las categorías sino de un tipo de racionalidad por 50 años abrillanta al compás de tanques primero, transas después y ritología en clave OCDE de país en vías de desarrollo, es confundir incluso a nivel epistemológico. No “da” comprensión, no impulsa una discusión social de amplio alcance, quedando reducida a la plasticidad y molde propia de la instrumentalidad política de una membresía a la que le urge de cierta intensidad en las ideas para nutrir su empresa renovadora. Hay un apresuramiento por dotar al proyecto de pedigrí teórico que, por defecto de ese mismo frenesí, expone la ausencia de una complejización.

No soy quien vendrá a cerrar una discusión de este tipo, mis intereses están lejos de una renovación socialista n+1, lo que me moviliza, es alertar sobre aquellos imaginarios que pretenden imponerse, de la soldadura de la polémica, ahí donde todo lo que dejan son flancos teóricos de suyo evidentes que hacen obvia la subordinación del concepto al proyecto, por eso la ligereza.

Es cierto que la diada capital-trabajo no es a esta altura de la historia la fórmula que haría inteligible las sociedades contemporáneas; la cartografía relacional es extremadamente heterogénea y múltiple. Sin embargo, y sabiendo de esta diferencia en la diferencia propia de una actualidad al mismo tiempo funcionando –lateralmente– en la inmediatez extasiada de la virtualidad, no debemos sacrificar el pensamiento por las inmemoriales pulsiones hegemónicas.

Entonces escribimos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias