No debemos desatender este riesgo de la democracia, como lo han hecho otros en diferentes momentos históricos, en Chile y en otros Estados. Nuestro país debe despertar a tiempo y presentar una candidatura progresista. Esta vez sería inaceptable como excusa el “no lo vimos venir”.
Iniciado el 2025, Chile comienza a vivir un año decisivo. Corresponde realizar un proceso electoral que está totalmente abierto y, por tanto, nadie tiene asegurado el resultado.
Estas elecciones presidenciales y parlamentarias van a realizarse en un contexto de división y polarización como no se había producido desde la época de Pinochet, y eso se percibe día a día, declaración tras declaración, conflicto tras conflicto.
Ciertamente, nuestra convivencia se ha deteriorado y las instituciones democráticas se ven lejanas, no confiables y sobre todo incapaces de dar solución oportuna y verdadera a los problemas que afectan a la gran mayoría de la población. Ese es justamente el espacio por donde los extremos acumulan poder. Así aparecieron Bukele, Maduro, Milei, Meloni, Ortega, Le Pen, Trump y muchos otros en este siglo. Así también aparecieron Hitler, Mussolini y Stalin en el siglo pasado.
Los extremos usan las debilidades del sistema para desprestigiar la democracia, provocar miedo y despertar el odio. También exagerando la crítica antisistema, la presunta futilidad de los cambios sociales propuestos, las eternas negociaciones parlamentarias para conseguir mayorías en el Congreso, la lentitud y parcialidad de los avances, etc. La estrategia de demolición comenzó hace rato y este año se hará evidente en la campaña electoral. Esta vez es el populismo de extrema derecha el que tiene la mesa servida.
Volver atrás es una insensatez. Después de tanto sufrimiento durante la dictadura, de alguna manera juramos no volver a confrontarnos como enemigos y también aprendimos que en Chile no sobra nadie, que debemos respetarnos siempre, y que la búsqueda y obtención de grandes acuerdos es el camino para desarrollarnos como país, junto con abordar los abusos, las desigualdades y las injusticias que se cometen día a día en nuestra sociedad.
Entendimos dolorosamente que había que construir y reformar sobre lo que habían hecho los chilenos a través del tiempo, en vez de pretender inventar la pólvora en cada gobierno. Y que esa era la mejor manera de avanzar en los grandes temas de Chile. Asumimos que la seriedad del manejo económico y la gobernabilidad en materia política eran un activo del país, una mezcla virtuosa que permitió el mejor período de crecimiento y redistribución que ha tenido nuestra patria en su historia.
Este es el legado de los gobiernos progresistas desde la transición a la democracia hasta ahora. En esto no hay que perder la brújula ni tener una súbita amnesia, aunque se cometan errores, a pesar de que haya inexperiencia, más allá de la soberbia de algunos jóvenes. Nunca hay que dejar de contabilizar donde hay mayores coincidencias y mayores discrepancias. Cada vez que esto se olvida es la fuerza o el populismo de extrema derecha el que tiene todas las de ganar.
En menos de una década, Chile ha cambiado mucho. Ha corrido mucha agua bajo el puente.
El país no es predecible como antes. Chile está cansado de la ineficacia de la política, de tantas elecciones, de programas en los que se banaliza todo, de esperar, de confiar…
Basta con hacer un simple recuento para entender por qué el terreno es fértil para la polarización. En un tiempo breve han sucedido todas estas cosas y más: la pandemia y sus efectos políticos, los retiros de las cuentas de las AFP, la llegada de la inflación como condicionante económico fundamental, el verdadero terremoto político y social que fue el estallido del 18 de octubre de 2019, la posible caída del Gobierno de Piñera y el acuerdo del 15 de noviembre que descomprimió y que abrió la puerta a un cambio constitucional, y el triunfo presidencial de Boric en segunda vuelta ante una clase política tradicional asombrada y sin capacidad de reacción.
También vivimos el aplastante comienzo de la Convención Constitucional y su contundente y sorpresiva derrota en las urnas; el triunfo y fracaso de los republicanos en el segundo momento constitucional; el cierre de la etapa de búsqueda de una nueva Constitución por fatiga constituyente; el empate en las municipales y en las elecciones de gobernadores de 2024; la construcción de una nueva agenda del Ejecutivo centrada en la seguridad, en la economía y en la reforma del sistema de pensiones; así como la debilidad permanente que representa para un gobierno el hecho de estar en minoría en el Congreso. Por último, nos encontramos abruptamente con la definición del tema presidencial durante 2025, con todo lo que ello significa.
Cabe recordar que durante el intenso proceso antes descrito se desplomaron muchos de los partidos tradicionales. Se puso fin a la alianza estratégica de la DC con el Socialismo Democrático. La DC quedó fuera del Gobierno y se quebró, formándose a partir de su diáspora algunos grupos sin representación en el sistema político. El PC pasó a jugar un papel clave en el nuevo Gobierno, el Frente Amplio se constituyó como partido y el Socialismo Democrático pasó a ser la bisagra de la coalición y del Ejecutivo en materias esenciales.
Porque hay que ser serios, es preciso mencionar sin ambigüedades que durante el estallido social surgieron grupos violentistas que pusieron en jaque a la fuerza pública, que actuaron en forma contumaz, creando las condiciones adecuadas para robar, destruir, amenazar y generar el caos.
Esto acentuó la precaria estabilidad del Gobierno de Piñera, que no fue capaz de restablecer el orden público, como lo habían hecho antes todos los gobiernos desde la vuelta a la democracia. Esos grupos violentistas quisieron desestabilizar el Estado de Derecho y quebrar nuestra democracia. Por ello es que no pueden ser confundidos con los millones de chilenos que protestaron en forma pacífica contra los abusos y desigualdades de un sistema que no concibe que el Estado debe dar, entre otras cosas, protección social a los habitantes del país. Es necesario destacar que gran parte de las demandas sociales del 18 de octubre se encuentran pendientes o han sido abandonadas.
Si no se reconoce que todo esto desata un cambio brutal para cualquier sociedad, es que, entonces, no queremos ver.
Por todo este cambio de escenario es que esta no es una elección como cualquier otra. A diferencia de otros casos, en esta encrucijada no es la alternancia en el poder lo que está en juego, sino que la consolidación o la derogación de diversas reformas sociales, económicas, culturales y políticas sustantivas impulsadas, con diversas identidades y acentos, por los gobiernos progresistas desde la vuelta a la democracia. Pero, lo que resulta más importante aún, es que de ganar la extrema derecha, o la derecha dirigida por la extrema derecha, será la misma democracia la que estará en riesgo, y esta afirmación no es ficción, ¿o acaso nos olvidamos de que ya llegaron a la segunda vuelta, que tienen redes internacionales que los apoyan y que están organizados en todo el país?
Esta no es una campaña del terror. No es ni ha sido nunca el progresismo el que ha alimentado el miedo de los chilenos, como lo hacen -por lo demás- todos los fanáticos alrededor del mundo. Y en esto tampoco son originales. Su agotadora ramplonería ha imitado lo peor de sus ejemplos externos. Ese estilo al que le llaman “libertario” y al que en Chile le decimos fascista.
Hoy son los republicanos y sus islas; es decir, la extrema derecha, los que mandan y cautelan como celosos guardianes la ortodoxia ideológica, cultural y política de la derecha, y decimos “la derecha” porque la UDI y RN nunca han sido otra cosa que eso, partidos de derecha, a pesar de diversos camuflajes y máscaras de centroderecha.
Es la situación que han buscado por años y parece que la están consiguiendo: La polarización y el conflicto permanente entre los chilenos. Ayuda a esta confrontación la ausencia de un centro político y la mermada influencia de lo que queda de él.
Esta es la nueva derecha, extrema, con Bukele y Milei como ídolos, prometiendo balas y acceso a las armas para los ciudadanos, desarticulando el Estado y persiguiendo a sus adversarios.
Aunque sea repetitivo, no debemos desatender este riesgo de la democracia, como lo han hecho otros en diferentes momentos históricos, en Chile y en otros Estados. Nuestro país debe despertar a tiempo y presentar una candidatura progresista que se ponga al frente. Esta vez sería inaceptable como excusa el “no lo vimos venir”.
Todas las posibilidades están abiertas y el tiempo es breve para decidir. Ese tiempo hay que ocuparlo con unidad y vocación de mayoría. Por eso es que en este escenario no hay espacio para gustitos maximalistas, ni para conflictos internos, ni para pequeñeces, ni para que los jóvenes que están en el poder consideren la derrota como parte de su aprendizaje político o para templar su carácter.
Esto no es un test sicológico sobre el estado de maduración de las generaciones o de las instituciones, como puede desprenderse de la literalidad de las palabras del alcalde Vodanovic al señalar que “la gran medición para ver si la maduración del FA es verdadera, será cuando nos toque ser oposición”.
Por todo lo dicho es que hay que levantar una candidatura que realmente tenga altas probabilidades de ganar. También hay que tener unidad en la lista parlamentaria, escogiendo a los mejores candidatos en cada distrito de Chile.
La candidatura debe surgir desde los ciudadanos y sus preferencias. Sería un grave error que los partidos impongan una primaria poco convocante, una candidatura que represente a la clase política, pero que no tenga arraigo suficiente para ser competitiva. Una primaria meramente formal puede hundir una candidatura presidencial. Por eso es que, como dijo una vez un expresidente: “Hay que escuchar la voz del pueblo”. Y el pueblo está diciendo a quien prefiere. Hagamos, entonces, lo que esperan los chilenos.
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