¿Cómo alcanzar un acuerdo sobre el rol del Estado y su financiamiento para la nueva estrategia de desarrollo? ¿Cómo alcanzar un nuevo equilibrio entre desarrollo y la protección del medioambiente?
Cabe siempre saludar los esfuerzos intelectuales para alumbrar la deliberación ciudadana sobre cómo avanzar hacia el desarrollo. Es el caso de la propuesta de Bergoeing, Briones, Butelmann y Landerretche, presentada recientemente en el encuentro anual de ICARE. No obstante, estas iniciativas están expuestas a crear la sensación de que los obstáculos y problemas que enfrenta una tarea de esa magnitud son simples; que, por tanto, las dificultades derivan de la falta de inteligencia o de voluntad de los actores políticos, lo que explica un presunto inmovilismo. Esto es, naturalmente, aprovechado por sectores interesados en atacar al Gobierno de turno.
Un diagnóstico insuficiente
Con razón los autores reconocen que el período abierto con la restauración democrática abrió “la época dorada” del desarrollo económico y social de la historia nacional. Ello habría sido, según los autores, el resultado de un pacto de desarrollo implícito que generó una épica y un sueño de país. El problema que enfrentamos hoy sería simplemente que las instituciones y estrategias del pasado no son suficientes para el crecimiento del futuro.
Lo que los autores denominan pacto implícito, desdibuja la realidad de los primeros 20 años de la restauración democrática. La dinámica positiva generada a partir del triunfo del No (que tuvo que superar una campaña publicitaria envenenada del “Sí” que promovía la extensión de la dictadura) y de la elección del presidente Patricio Aylwin, debió superar una campaña de descalificación permanente por parte de la derecha heredera de Pinochet.
No fue fácil avanzar en la democratización del sistema político heredado, en la implementación de una nueva política social que permitiera la recuperación de la salud pública y el impulso del AUGE, en la instalación del pilar solidario y menos en la reforma del sistema de pensiones. Tampoco en los diversos esfuerzos por transitar hacia un nuevo modelo de desarrollo. Hubo sí momentos puntuales de colaboración, pero sólo el liderazgo de Sebastián Piñera permitiría una parcial renovación de la derecha.
No es posible tampoco coincidir con los autores en que nuestros problemas económicos derivan de que las instituciones y estrategias del pasado son insuficientes. El fuerte desarrollo minero de los noventa y la transformación de la infraestructura nacional hasta la primera mitad de la primera década de este siglo, que le dieron un gran impulso a la economía nacional, no fue seguido por la aparición de nuevas actividades productivas de esa magnitud. Ello fue expresión del agotamiento del modelo de crecimiento, caracterizado por el débil rol asignado al Estado en el impulso de nuevas actividades productivas (cuya fortaleza había quedado en evidencia en el impulso del sistema de concesiones y particularmente en el papel jugado por el Estado para superar la crisis generada por el fin de las importaciones de gas natural desde Argentina). A ello se sumó la falta de una reforma tributaria que permitiera financiar una reforma de fondo de la política social y un rol más activo del Estado en la transformación del modelo de desarrollo.
Mas importante aún, es que los autores invisibilizan las distintas manifestaciones de descontento que la ciudadanía empezó a desarrollar desde la movilización de los “pingüinos”, pasando por la movilización estudiantil contra el lucro como columna vertebral de la educación, la gran movilización en favor de una “Patagonia sin represas”, las diversas movilizaciones regionalistas y contra las AFP, y la centralidad que alcanza, antes del estallido, el feminismo. El estallido, expresión de sectores distintos a la ciudadanía movilizada políticamente, representó la expresión más radical de ese malestar respecto a la pretensión de seguir haciendo lo mismo. Más aún, todo ello dejaba en evidencia la necesidad de reconstruir el tejido social estructurado en la lucha contra la dictadura, abordar la crisis de representación y reestructurar profundamente el sistema político desde el nivel local, potenciando el proceso de regionalización, y repensando la política para enfrentar las grandes transformaciones económica y sociales que han afectado seriamente su capacidad de agencia, cuestión que está permitiendo la ofensiva global de la ultraderecha. Todo esto sigue pendiente.
Coincide con esta perspectiva James Robinson, coautor del conocido libro ¿Por qué fallan las naciones?, presentado en un seminario de la UNAB, en el que afirma que el crecimiento económico encuentra como obstáculo principal la compleja dualidad entre la existencia de un Estado de derecho (Rule of law) consolidado y la fuerte presencia del “favoritismo”, que define como “la desigualdad de oportunidades a favor de cierta élite”, lo que significa que las posibilidades de desarrollo están limitadas por la posición social de los individuos. Además, como los chilenos, a diferencia de otros países de la región, sienten que Chile tiene la potencialidad de saltar al desarrollo, sus aspiraciones y estándares son elevados, lo que al no concretarse por este favoritismo generan grandes dolores y descontento, afectándose la paz social.
¿Pasar de las palabras a la acción?
La simplicidad del diagnóstico se proyecta al “cómo”. De lo que se trata, según los autores, es pasar de las palabras a la acción: “impulsar reformas potentes”, como si el país no estuviera intentando impulsar reformas de fondo. Basta mencionar en el contexto de la actual administración: la reforma de la 40 horas; las estrategias nacionales del H2V y del litio, esta última orientada a jugar un papel no sólo en la refinación, sino en la fabricación de insumos e incluso de baterías, y su integración a las cadenas globales de valor vinculadas a la transición energética y la electromovilidad; el multifacético esfuerzo del Ministerio de Economía y la Corfo para instalar un sistema de financiamiento de largo plazo para las startups tecnológicas; el apoyo a las Pymes y el impulso a la descentralización del desarrollo económico a partir de la inserción regional de las políticas. Los autores hacen caso omiso de las iniciativas del actual Gobierno:
1) El Pacto fiscal por el crecimiento, que contenía 13 iniciativas proinversión y que apuntaba a llevar la tasa de inversión a un 27 % del PIB.
2) El proyecto de profunda reforma del SEIA.
3) La reforma radical del sistema de permisos sectoriales (en la que además el propio Rafael Bergoeing jugó un papel fundamental desde el Consejo Nacional de la Productividad).
Asociado quizás a que el grupo de autores no consideró relevante incorporar a especialistas de otras disciplinas, no deja de llamar la atención la importancia dada a la creación de un Consejo Económico y Social (CES). Como se sabe, es una propuesta que ya se discutía en el contexto de los debates de la entonces Concertación por la Democracia, concebida como un instrumento para superar la grave división social y política que dejaba como herencia la dictadura.
Se discutió además, permanentemente, durante la preparación de los programas de los candidatos presidenciales de la Concertación. Hubo varios libros sobre el tema y la experiencia internacional. La CEPAL hizo importantes contribuciones en los noventa y principios de los 2000. Habría sido, en consecuencia, importante que los autores se preguntaran por las razones que explican que ello no sucedió. Parte importante de la explicación era y es el predominio en la derecha de la idea de que la concertación social no constituye otra cosa que otro intento de obstaculizar el libre movimiento de las fuerzas del mercado.
Tienen como referencia la experiencia de Irlanda, surgida a mediados de los ochenta, una época en que la idea de un crecimiento ilimitado no tenía prácticamente contradictores, en que la catástrofe medioambiental todavía parecía lejana y en que la democracia parecía consolidarse para siempre como poco después se anunciaría en el famoso libro sobre “el fin de la historia”. El no tomar en cuenta la complejización que ha experimentado la sociedad queda en evidencia cuando al señalar quienes deben participar en el CES, se limitan a mencionar al empresariado, el Estado, los trabajadores y las universidades. ¿Nada tienen acaso que decir los medioambientalistas, los pueblos originarios, las regiones y la ciudadanía que no se siente representada en ninguno de esos actores?
Sobre esta base, los autores proponen abordar “13 verdades incómodas”, la mayoría de las cuales están siendo abordadas o/y encuentran dificultades para ser impulsadas en las distintas miradas. ¿Cómo crear, por ejemplo, confianzas en una distribución justa de los beneficios (AFP o un sistema público como émbolo del sistema de pensiones, rol de las ISAPRES en un sistema unificado de salud, cómo y qué tanto avanzar en la educación pública)?
¿Cómo alcanzar un acuerdo sobre el rol del Estado y su financiamiento para la nueva estrategia de desarrollo? ¿Cómo alcanzar un nuevo equilibrio entre desarrollo y la protección del medioambiente? La propuesta invisibiliza las preocupaciones medioambientales de la ciudadanía. ¿Cómo enfrentar a los grupos de interés antes de identificar dónde radican las principales dificultades: en los empresarios que buscan minimizar los costos de inversión, o los medioambientalistas que no valoran suficientemente la importancia para la población de un crecimiento sustentable, o ambos? ¿Cómo convencer al mundo empresarial y a los partidos cercanos a ellos de que la competencia debe proteger la competencia y no a los incumbentes? En suma, se olvidan de lo fundamental: cómo crear las condiciones políticas para avanzar hacia el desarrollo.
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