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¿Neo u ordoliberalismo? Sobre el libro de Sebastián Edwards Opinión Los Chicago Boys

¿Neo u ordoliberalismo? Sobre el libro de Sebastián Edwards

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François Meunier
Por : François Meunier Economista, Profesor de finanzas (ENSAE – Paris)
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El sistema educativo ha sido objeto de fuertes inversiones por los diversos gobiernos democráticos, pero éste ha sido un esfuerzo en cantidad y no en naturaleza. Seguimos enfrentándonos a un sistema muy segmentado, en el que la enseñanza primaria y secundaria no son gratuitas de forma universal


El Proyecto Chile. La historia de los Chicago Boys y el futuro del neoliberalismo es ya una obra de referencia. Rica y sutil, es difícil reducirla a unas pocas tesis. Si tuviera que arriesgarme, he aquí las tres citas que dan sus principales direcciones (mi traducción es de la versión inglesa, pues la española ya estaba agotada, señal del merecido éxito del libro):

La primera es un eufemismo intencionado: “En conjunto, la actuación de los diecisiete años de Pinochet no es impresionante”.

Los dos siguientes son más polémicos: “Pinochet perdió la batalla electoral, pero los Chicago Boys ganaron la ‘guerra de ideas'”.

Y “a partir de la revuelta de 2019 se demostró que el triunfo (de estas ideas) no era permanente. Con el tiempo, aparecieron fisuras en el edificio neoliberal, y estas grietas fueron ignoradas por la élite económica y política que siguió viviendo en una burbuja social y cultural, disfrutando de su riqueza y sus prebendas, sin esforzarse por comprender realmente la difícil situación de vastos sectores del pueblo”.

Es comprensible que estas tesis saquen ronchas en muchos de los que ayudaron a construir la notable transición de la dictadura a la democracia y el éxito económico que le siguió. Ignacio Walker, en dos columnas de este diario, expresa su objeción, y hasta su indignación, con fuerza. ¡No! Los gobiernos democráticos que siguieron rompieron con el neoliberalismo. ¡No! Esta no puede ser la razón para culparlos del estallido de 2019.

Un pasaje del libro de Edwards puede ayudarnos a encontrar un término medio. El autor señala que todos los Chicago Boys a los que pudo entrevistar, en particular los que escribieron El ladrillo, consideran que el término “neoliberal” que se les aplica es difamatorio. No quieren que se les equipare con los ayatolás del libremercado ni con los libertarios. Por el contrario, consideran que su influencia procede de Alemania, en particular del gobierno de posguerra de Ludwig Erhard.

Ahora bien, sabemos que Ludwig Erhard, junto con Walter Eucken y Wilhelm Röpke, es una de las grandes figuras alemanas agrupadas bajo el término ordoliberalismo, que difiere en aspectos esenciales de la corriente liberal que se desarrolló en los departamentos de economía de las grandes universidades estadounidenses de posguerra, donde Edwards circula con facilidad. Por cierto, en su famoso libro sobre el neoliberalismo que Edwards menciona, el filósofo Michel Foucault se refería más al ordoliberalismo alemán que a los autores liberales anglosajones de posguerra, a los que en realidad no había leído seriamente (véase aquí lo que digo sobre esto).

Enumeremos aquí, a costa de una cierta simplificación, los cuatro ingredientes que componen el ordoliberalismo. Y, luego, busquemos similitudes con el modelo chileno de la época de la dictadura y de la época posterior a la dictadura:

  1. Los mercados son el principal instrumento para asignar recursos y gestionar la escasez.
  2. Pese a ello, el Estado tiene un papel preponderante, porque los mercados pueden funcionar mal, incluso son frágiles y necesitan un marco jurídico riguroso (aquí vemos la influencia de la escuela jurídica alemana). El Estado debe ser fuerte y no debe dudar en comprometerse con diseños institucionales. El mercado laboral, en particular, necesita ser regulado, y los interlocutores sociales tienen un papel que desempeñar en ello.
  3. Ciertas instituciones deben escapar de la esfera política, dos en particular: la gestión de la moneda, lo que implica un banco central poderoso e independiente, y el control de la competencia, porque los mercados abandonados a su suerte son una fuente de rentas antieconómicas y desleales.
  4. En el ámbito social hay que luchar contra la pobreza, pero sobre todo hay que dejar toda la responsabilidad a cada individuo. Debe ayudarse a sí mismo, con total libertad de elección. El Estado nunca debe imponer una respuesta colectiva a la cuestión social.

La larga tradición bismarkiana del país en materia de seguridad social hizo que Erhard no pudiera aplicar el último punto del programa. Fue esta omisión la que hizo posible que el SPD, el Partido Socialdemócrata Alemán, se uniera plenamente a este programa una vez que, después de 1959, abandonara su referencia al marxismo. Así que se puede plantear (rápidamente) la siguiente ecuación: ordoliberalismo+solidaridad colectiva = socialdemocracia o economía social de mercado.

Se trata de admitir que el renacimiento de la socialdemocracia en la posguerra, a pesar de su larguísima historia, fue obra conjunta de Bismark y de intelectuales de la ultraliberal Société du Mont-Pellerin. Es este tipo de ironía burlona de la historia la que Chile, después de Alemania, debe aceptar de vez en cuando.

¿Se aplica este marco a Chile?

Un Estado fuerte era lo que convenía al gobierno militar y continuaba la tradición portaliana del país. Del mismo modo, existía la misma preferencia durante la dictadura por las instituciones tecnocráticas fuera de la esfera política. Pero vale la pena señalar que, aunque el papel esencial del control de la moneda fue bien defendido por los Chicago Boys, no fue hasta los últimos momentos del gobierno militar, unos meses antes de que Aylwin tomara el poder, que hubo un banco central independiente. Edwards ofrece una excelente descripción de los graves conflictos en el seno de los Chicago Boys en torno a la gestión del dinero y las divisas, que provocaron en parte la terrible crisis financiera de 1982.

En cuanto a la legislación antimonopolio, fue olvidada desde el principio. Los Chicago Boys tenían la ilusión de que la apertura total al capital extranjero bastaba para garantizar el nivel adecuado de competencia. Olvidaron que, extranjero o no, al capital siempre se le satisface con rentas oligopólicas. La FNE, entidad defensora de la competencia, es una creación esencial de la Concertación, pero su papel sigue siendo limitado. Testigo de ello es la industria financiera, incluidas las AFP, donde la mayoría de los actores están ahora bajo control extranjero, con rendimientos exorbitantes de su capital. Si a esto añadimos la legislación laboral introducida bajo la presidencia de Aylwin, yacen aquí tres puntos en los que la Concertación ha llevado más lejos el modelo ordoliberal.

La lógica de la primacía de los mercados condujo al libre comercio absoluto, pero el gobierno militar mantuvo los aranceles aduaneros en el 10 %, mientras que los gobiernos posteriores los bajaron al 6 % y luego a un promedio del 0,7 %, a través de tratados bilaterales. Sin embargo, es posible, sin dogmatismo, estar a favor de la apertura al resto del mundo y defender el mantenimiento de una base impositiva significativa sobre el comercio exterior. Para un país de renta media en el que es difícil tener un impuesto sobre la renta elevado, esto significaría dar menos peso al IVA, que es con mucho la principal fuente de impuestos en Chile y, sin embargo, la más regresiva socialmente. Y vincularíamos la cuestión de la apertura internacional a la de la política industrial, un tema que sigue estando demasiado abajo en la agenda política.

¿Y la política social?

Por supuesto, el grueso del debate se refiere al último ingrediente, la adhesión al principio de solidaridad en política social. Tomemos algunos ejemplos.

El seguro de salud es el ámbito por excelencia en el que es posible llevar a cabo una política de redistribución eficaz y, digámoslo así, “silenciosa” en el sentido de que, una vez implantada, es aceptada por todos. Todo el mundo contribuye con el 7 % de sus ingresos, pero recibe en función de su estado de salud, sea rico o pobre. Este es el principio de un sistema de seguridad social que se aleja de la neutralidad actuarial de los seguros privados y sigue siendo compatible con proveedores de sanidad públicos y privados. Desgraciadamente, Chile se ha aferrado a un sistema dual, en el que los altos ingresos pueden escapar a esta lógica redistributiva, lo que plantea problemas de equidad y sin duda, como en EE.UU., de precios demasiado altos.

No hace falta insistir en el sistema de seguro de vejez, centrado en las cuentas individuales. Sigue existiendo la ilusión de que la solidaridad es responsabilidad exclusiva del Estado y que no puede anclarse en el propio mecanismo del seguro contributivo. Se deja de lado a la persona que no ha podido cotizar por ser mujer con hijos pequeños, por estar cesante, por estar enfermo, etc. Se deja de lado que una generación vivirá en una era de altos retornos del capital, y la siguiente de bajos retornos, sin permitir mutualización entre ellas. La solidaridad introducida por la Concertación, y sobre todo en Piñera II con la PGU sólo ataca el problema desde abajo: no satisface las necesidades de las clases medias, a menos que se fije en un nivel irrazonable. Es un subsidio y, por lo tanto, una “ayuda” más que, psicológicamente, la “participación” en un sistema contributivo después de toda una vida de trabajo, a la vez que puede fomentar el empleo informal.

Sabemos que no existe un seguro de desempleo privado, lo que significaría poder protegerse del ciclo económico. En todos los grandes países se reconoce el papel anticíclico del Estado. En Chile, nos quedamos con un sistema de ahorro individual forzado; es decir, de autoseguro. Como suele ocurrir, es la parte menos capaz de asegurarse contra el riesgo la que queda a cargo de su gestión. Para subrayar la diferencia entre el ordoliberalismo y el libertarismo anglosajón, cabe señalar que las cotizaciones para el desempleo en Chile son obligatorias, al igual que para las pensiones y la salud, lo que significa que pueden percibirse como un impuesto. Un neoliberal puro diría que esto es paternalismo y que corresponde al individuo elegir si hace o no el esfuerzo.

El sistema educativo ha sido objeto de fuertes inversiones por los diversos gobiernos democráticos, pero este ha sido un esfuerzo en cantidad y no en naturaleza. Seguimos enfrentándonos a un sistema muy segmentado, en el que la enseñanza primaria y secundaria no son gratuitas de forma universal (aunque existían medidas para que la enseñanza superior lo sea). Una vez más, la gratuidad no impide en absoluto que el proveedor de educación sea una entidad pública o privada. En cuanto al CAE, crédito estudiantil individualizado, estaba previsto en El ladrillo, pero ha sido influenciado por el New Labour de Tony Blair en la época del presidente Lagos. Es el mito de que la educación superior no tiene características de bien público, que va mucho más allá de los beneficiarios directos, sobre todo porque una vez que estos estén trabajando, pagarán impuestos en proporción a sus mayores ingresos, ayudando a su vez al esfuerzo educativo.

Dejemos aquí la lista. Estos pocos ejemplos demuestran que los gobiernos posdictadura fueron capaces de profundizar el modelo ordoliberal (que es básicamente el signo de una buena gestión), pero que dejaron el cuarto ingrediente de la receta prácticamente intacto. No quisieron o, más probablemente, no pudieron dar el paso socialdemócrata, aunque algunos tuvieron la pretensión de hacerlo. Es fácil comprender por qué sus dirigentes políticos trataron de distanciarse, en cuestiones económicas, del molde ideológico del criminal régimen militar, y por qué les molestaba que sus sucesores del Frente Amplio pudieran asimilarlos a él.

Con talento y algo de picardía, Sebastián Edwards se ofrece a recordárselos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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