Este 2025 debiera ser ocasión de debates teológicos importantes en la Iglesia Católica.
En 2025 se cumplen sesenta años desde la clausura del Concilio Vaticano II. Cabe, entonces, preguntarse si la Iglesia católica avanza en la dirección que ella misma se dio. La respuesta de quienes conocieron la Iglesia antes del Vaticano II será muy probablemente afirmativa. Un ejemplo elocuente es la transición de la misa en latín a celebraciones eucarísticas en todas las lenguas en que el Evangelio es comprensible.
Sesenta años después, al son del mismo concilio, es necesario plantear nuevas preguntas. Han surgido asuntos que, en su momento, fueron germinales. Entre estos, propongo tres desafíos muy actuales: la desacerdotalización del cristianismo católico, la desromanización de las iglesias regionales y la desantropologización de la espiritualidad. ¿Son comprensibles estas propuestas? Trataré de explicarme, aunque en pocas líneas.
En relación con el primero, la Iglesia católica, especialmente en su versión latina, por siglos ha ofrecido la “salvación” a través de la persona y de la acción de un ministro llamado sacerdote. Este fue formado principalmente para celebrar la eucaristía. Su rol principal, aunque no único, consistió en consagrar el pan y el vino eucarísticos, satisfaciendo así a Dios para el perdón de los pecados. Durante el último milenio, y de forma más marcada en el período preconciliar, la Iglesia desarrolló un cristianismo penitencial. En este modelo el sacerdote confesaba a los penitentes y les otorgaba la comunión.
El Vaticano II orientó a la Iglesia en una dirección contraria. Declaró que el sacramento del bautismo debía primar sobre el sacramento del orden sacerdotal. Recordó que la Iglesia es, ante todo, el Pueblo de Dios, en el que los bautizados caminan juntos hacia la patria eterna como hermanos y hermanas (Lumen gentium, II). Los ministros -a quienes el Concilio prefirió denominar “presbíteros”- fueron llamados a servir en la actualización de la Iglesia como Pueblo de Dios, lo cual implica abandonar la figura del “hombre sagrado”, cuna del clericalismo.
Otro asunto de gran relevancia es la necesidad de avanzar hacia una desromanización de la Iglesia en favor del desarrollo de iglesias regionales y locales. En la antigüedad, en la cuenca del Mediterráneo, existieron cinco patriarcados, uno de los cuales fue el de Roma, con la responsabilidad particular de preservar la unidad. Sin embargo, esta unidad no implicaba uniformidad. Los otros patriarcados -Jerusalén, Antioquía, Constantinopla y Alejandría- mantuvieron identidades particulares.
En el período posconciliar, Karl Rahner percibió que en el acontecimiento del Concilio se había dado, de forma embrionaria, una “Iglesia mundial” análoga a la de los primeros siglos. Hoy, la descentralización se presenta como la mayor tensión al interior de la Iglesia católica. El mismo papa Francisco empuja hacia la sinodalidad o, dicho de otra forma, una “democratización”. En el futuro podrían emerger iglesias predominantemente africanas, asiáticas, latinoamericanas, europeas y otras variantes, dotadas de autonomía para configurarse según sus propias historias y culturas. ¿Iglesias con sus propias liturgias, acentuaciones éticas, derecho canónico, con comunión con otras especies distintas a las del pan y el vino? ¿Será posible, entonces, poner fin al catolicismo romano de exportación y colonizador? No lo sabemos, pero se demanda cada vez con más fuerza.
Un tercer reto surge de la atención a los signos de los tiempos. Si, como los cristianos creen, el Espíritu actúa en la historia y si Dios se manifiesta a través de él, la conciencia de la urgente necesidad de un giro ecológico y medioambiental exige un cuestionamiento radical del ser humano como culpable de la catástrofe inminente. Se dice que hemos entrado en el Antropoceno, es decir, la era en la que queda claro que el ser humano no puede seguir considerándose el dominador absoluto del planeta. Si bien ha de reconocerse su mayor responsabilidad, esta debe orientarse hacia el cuidado del planeta y, teológicamente hablando, de toda la creación.
Sin embargo, el cristianismo plantea la salvación de la creación a través de un hombre: Jesucristo. En la modernidad, la cristología ha profundizado en el misterio de la humanidad de Cristo favoreciendo una mayor humanización y una liberación de los oprimidos. No obstante, esta concentración antropológica ha distanciado a los cristianos de la antigua convicción de Cristo como mediador de la creación (Jn 1, 3; Col 1, 15-17; Apo 3, 14), reduciendo esta perspectiva a un mero título. Hoy, los cristianos y cristianas deberían experimentar a Dios a través de una creación creada y realizada en Cristo. Tienen el título; falta, sin embargo, casi todo lo demás.
Este 2025 debiera ser ocasión de debates teológicos importantes en la Iglesia católica.