Chile no ha sido inmune a esta tendencia global. Una y otra vez vemos alegatos que favorecen aquellas áreas de conocimiento centradas en “resolver problemas”.
La crisis de las humanidades es un tema que vuelve una y otra vez a la discusión pública. En Chile, esta discusión ha encontrado lugar en espacios como el Congreso Futuro, que ha destacado su importancia frente a los desafíos del presente. Sin embargo, en el fondo, lo que está en juego no es sólo la visibilidad o el financiamiento de estas disciplinas, sino la posibilidad de sostener un espacio de reflexión en una sociedad que crecientemente parece renunciar a la demora.
En principio, no debe sorprender que la sociedad moderna haya moldeado un entorno hostil para las humanidades. Primero, al priorizar la inmediatez, se reduce el tiempo necesario para el pensamiento a favor de respuestas inmediatas orientadas a la resolución de problemas. Segundo, como resultado de la promoción de la cuantificación, el conocimiento interpretativo, que no puede ser fácilmente traducido a métricas, pierde rápidamente legitimidad. Finalmente, el auge de una crítica cultural indiscriminada hacia todo lo que pueda parecer elitista ha puesto en cuestión incluso los saberes que, aunque especializados, ofrecen herramientas esenciales para comprender la complejidad del mundo. En este contexto, las humanidades, con su principio reflexivo, aparecen, en el mejor de los casos, como una actividad académica y, en el peor, como una pérdida de recursos, carente de efectos concretos y sectarios.
La irrupción de la inteligencia artificial ha intensificado esta crisis. Estas herramientas, capaces de producir análisis inmediatos, imágenes y textos que simulan creatividad humana, radicalizan la tensión entre la velocidad tecnológica y la demora reflexiva. Es un paso más, como señala el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, hacia la “sociedad de la transparencia”, donde la aceleración y la exposición total son valores dominantes, y la contemplación o la profundidad parecen desfasadas. Como consecuencia de este escenario, las humanidades se ven desbordadas por un imaginario que valora el dato como absoluto y reduce la interpretación a una acción práctica más bien prescindible.
Chile no ha sido inmune a esta tendencia global. Una y otra vez vemos alegatos que favorecen aquellas áreas de conocimiento centradas en “resolver problemas”. Incluso la investigación en humanidades, históricamente debilitada en términos de financiamiento y prestigio, se encuentra ahora en una posición vulnerable. El discurso de las políticas públicas ha enfatizado la formación en STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) como motor de desarrollo, relegando a las humanidades a un papel secundario, justificándolas sólo en términos de habilidades blandas bajo argumentaciones centradas en la formación integral.
Si bien es importante, la función de las humanidades se extiende más allá de su aspecto formativo. Ellas representan los ámbitos del saber donde la sociedad puede confrontarse con la contingencia de sus propias operaciones, reconocer los límites de sus certezas y visibilizar las paradojas de su tiempo. Estas disciplinas ofrecen un espejo donde la sociedad puede intuir —para bien o para mal— que sus propios fundamentos están sujetos a revisión constante. En un mundo cada vez más gobernado por datos y algoritmos, las humanidades recuerdan que la comprensión del ser humano (¡y lo no humano!) trasciende cualquier solución mecánica. Al visibilizar las tensiones, contradicciones y ambivalencias inherentes a todo fenómeno, a partir de su modo específico de generación de conocimiento, las humanidades no sólo enriquecen nuestra percepción del presente, sino que también nos advierten sobre los peligros de asumir como definitivas las certezas de nuestra época. En otro lenguaje, ellas nos hacen ver que todo saber se sostiene inevitablemente en un paralelo no-saber.
Avanzar en esta dirección requiere transformaciones profundas. Las universidades deben repensar su estructura y compromiso con las humanidades, no como un apéndice decorativo, sino como un núcleo esencial de su misión. Al mismo tiempo, sin embargo, es necesario un cambio cultural que reconozca el valor de la demora y, especialmente, de la complejidad. En un mundo donde los algoritmos prometen respuestas inmediatas, las humanidades nos recuerdan que no todo puede ser reducido a datos —pese a que ello sea hoy cada vez más posible.