“Acreditarnos como todavía humanos” es un ejercicio que se extiende a partir de la necesidad sobre la que Gabriela Mistral ya daba cuenta hace décadas: “La humanidad es algo que todavía hay que humanizar”
El desarrollo tecnológico ha trastocado prácticamente todas las dimensiones de la vida humana. A tal punto esto es así, que «pertenecemos a la primera generación de la especie que tiene que acreditarse como todavía humana ante una máquina diciendo ‘no soy un robot’», como señaló el escritor Juan Villoro.
Acreditarse como «todavía humano» es un acto que exige lucidez y reflexión. Más aún cuando nos vemos envuelto en un escenario donde, a ratos, pareciera que no dimensionamos los alcances e implicancias del fenómeno que nos interpela. Las más de las veces, simplemente lo integramos irreflexivamente en nuestra cotidianidad, sin siquiera caer en cuenta de la amnesia a la que puede conducirnos su mal o excesivo uso.
La necesidad de abordar esta reflexión no es menor. En las últimas semanas, se identificó a quienes nacerán entre este año y el 2036 como los ‘Beta’ o ‘artificiales’. Se trata de individuos que se desarrollarán, crecerán y desplegarán sus interacciones sociales en un entorno fuertemente dominado por pantallas, algoritmos, máquinas calculadoras y lógicas que exacerban el individualismo, mercantilizan las dimensiones de la vida y anteponen las relaciones virtuales por sobre las físicas.
El desafío no es menor (ni exclusivo de dicha generación), por cuanto exige no sólo que se les cultive y eduque en un uso adecuado y responsable de estas herramientas, sino también -y más importante aún- que se les inculque la importancia de tener anclas y refugios frente a ellas. Lugares reales en donde puedan hundir sus pies y puedan construir espacios que salvaguarden su humanidad.
“Acreditarnos como todavía humanos” es un ejercicio que se extiende a partir de la necesidad sobre la que Gabriela Mistral ya daba cuenta hace décadas: “La humanidad es algo que todavía hay que humanizar”, y pareciera que hoy más que nunca nos asiste esta tarea. Frente al vertiginoso avance de la técnica, del que ya nos advirtieran hace tanto tiempos pensadores como Martin Heidegger, Karl Jaspers o Günther Anders, acreditarnos es un verbo en continuo proceso de actualización, por cuanto conlleva la necesidad de volver una y otra vez a lo que nos define como humanos: a nuestra capacidad de vivir con otros y de prender hogueras en torno a las cuales construimos nuestro habitar en este mundo y le damos significado.
El problema, sin embargo, es pretender o creer que podemos cumplir estos fines recluyéndonos en la tecnología y dejando que ella resuelva todos nuestros problemas: que nos proyecte hacia los demás como modelos de vidas perfectas y exóticas, al tiempo que nos sirva de terapeuta, haga nuestras tareas y nos diga cómo ser felices.
En último término, humanizarnos comprende preguntarnos por la forma en que habitamos; cómo nos situamos frente a la muerte; en base a qué criterios erigimos nuestras opiniones e ideas sobre el mundo; y bajo qué pilares construimos sentido en nuestras vidas y dotamos de narración a nuestra trayectoria vital. Todas estas preguntas, además de requerir tiempo, exigen espacios de aire en donde puedan aflorar y emerger. Reflexionar sobre nosotros mismos y quiénes queremos ser en esta vida no es algo que se da mientras se navega sin rumbo por redes sociales o se espera que Chat GPT nos dé las respuestas. Ante todo, implica abrazar la realidad y sumergirnos en nuestra propia intimidad.
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