Uno de los desafíos de nuestro tiempo es cómo hacerle un espacio a la educación en el paisaje de la instrucción.
Hace unos días se llevó a cabo el proceso de postulación a las carreras universitarias. Las notas de prensa que orientaban a los postulantes venían acompañadas con infografías que daban cuenta de la rentabilidad que tienen las diferentes profesiones en el mercado. Es evidente que la mayoría de los postulantes quieren estudiar una profesión lucrativa. Nadie, o casi nadie, habla de la vocación. La palabra cayó en desuso. No así la palabra educación que está en boca de todos. Pero la verdad es que en Chile se dejó de educar hace varias décadas. Ahora sólo se instruye.
Con todo, vale la pena preguntarse qué es la educación. Si alguien me objeta que el tiempo verbal de la pregunta es inapropiado porque debiera hablar en pasado y no en presente, acepto la objeción. Pero, puesto que es un asunto conceptual, preservaré el tiempo presente.
¿Cuál es la finalidad de la educación? Desde la Antigüedad clásica su propósito ha sido que el ser humano se descubra a sí mismo, o sea, que se conozca sí mismo. Los griegos lo compendiaban en la siguiente dicción: gnóthi seautón. Y los romanos en la expresión: noce te ipsum. Su propósito es, para decirlo con el lenguaje de los románticos de Jena, descubrir y realizar la Bildung. En suma, su meta es que las personas lleguemos a ser aquello que somos en potencia. Esto implica que el proceso educativo nos ayuda a transitar de la potencia al acto.
Así, la finalidad de la educación es descubrir cuáles son nuestras potencialidades para ayudarnos enseguida a desplegarlas y llevarlas a su plenitud. Dicho de otro modo: una vez que logramos descubrir aquello que somos, su propósito es ayudarnos a desarrollar las cualidades que están ínsitas en nosotros. Así, transitamos de la potencia al acto o, mejor dicho, de la virtualidad a la virtud. Si lo logramos, seremos personas virtuosas y, por consiguiente, felices. Bien podríamos decir, entonces, que el fin último de la educación es la felicidad.
Obviamente que no se trata de la felicidad entendida como éxito mundano —o sea, económico, el cual permite adquirir bienes que proporcionan estatus social en la civilización de masas—, sino que de la felicidad como autorrealización personal. Por cierto, no se trata en modo alguno de la «felicidad» de los que se han vendido al mundo, de los alienados, de los que se han traicionado a sí mismos para ganar aplausos, la de esos que se desviven por saciar su afán de validación y reconocimiento. La traición a sí mismo —es decir, al yo existencial, al yo profundo, a la vocación— no es de costo cero para el traidor. Tampoco lo es para quien amordaza su voz interior, ni para quienes se hacen los sordos, porque creen que la felicidad está afuera y no dentro. La «felicidad» de los alienados, de los que alucinan con el glamur del éxito mundano, al final del día es motivo de infelicidad.
Así vistas las cosas, no resulta extraño que la infelicidad en un mundo que rinde culto al dinero campee por doquier. Se trata, entonces, de una infeliz «felicidad». No obstante, para la mayoría de las personas el éxito económico es sinónimo de felicidad. A pesar de los evidentes descalabros que tal concepción de la felicidad conlleva, ella es la que prevalece actualmente de manera casi incontrarrestable. Y quien otorga las herramientas apropiadas —las vías, los medios operativos— para la obtención y acumulación de riqueza es la instrucción, a la cual equivocadamente se la llama educación.
Se dirá —y con razón— que la concepción de educación aquí esbozada no es la que prevalece en la sociedad industrial o en la digital. Efectivamente, es así. En dichas sociedades la educación fue sustituida por la instrucción, es decir, por la entrega de conocimientos instrumentales —o si se prefiere utilitarios— que tienen por finalidad capacitar a las personas para que realicen determinadas funciones. Son conocimientos que tienen una finalidad ejecutiva y utilitaria. Ellos son indispensables para el funcionamiento de la sociedad. Su transmisión y operativización hacen posible que la civilización —entendida como un complejo de engranajes— funcione cotidianamente.
En cambio, la educación apunta a la autorrealización del ser humano, es decir, al despliegue de su singularidad. Tal propósito queda en evidencia en la siguiente exhortación que se le atribuye a Píndaro: Llega a ser el que eres. Esto implica una búsqueda: saber quién eres. Y una tarea: llegar a ser eso que eres en potencia. Pero tal meta no se puede alcanzar si el individuo previamente no se conoce a sí mismo. Dicho de otro modo: si no descubre cuál es su vocación. Así, la misión de la educación es ayudarlo a descubrir cuál es su vocación, es decir, a averiguar cuál es el dínamo de su psiquis. Esto implica que debe aguzar la sensibilidad y el oído para descubrir y oír su música interior, a fin de conocer el genio que habita en él. Todo individuo puede llegar a ser genial si logra descubrir su genio, y si lo acepta, y si le otorga un espacio para que él se exprese.
Uno de los desafíos de nuestro tiempo es cómo hacerle un espacio a la educación en el paisaje de la instrucción. El dilema es terrible, porque la civilización para seguir existiendo requiere inevitablemente de la instrucción. Pero, a su vez, el exceso de instrucción está estrangulando al ser humano. Esta está causando una epidemia de infelicidad que se manifiesta como desesperanza, angustia, soledad y suicidio, síntomas que la buena farmacología de la civilización tecnológica logra atenuar, pero no eliminar. Pero también hay otras alternativas para plantarle cara a la infelicidad. Una de ellas es volver a educar, lo cual implica necesariamente volver los ojos a las humanidades.
En este contexto, finalmente, resulta inevitable preguntarse si una civilización puede indefinidamente progresar y, al mismo tiempo, declinar.