Trump puede ser un orados estridente y belicoso, pero al final siempre es un jugador que pugna por obtener concesiones para mejorar su posición negociadora. El cuadro es ciertamente complejo y comenzara a despejarse en los próximos días.
En la antesala de la asunción de la 47° presidencia de Estados Unidos, Donald Trump realizó declaraciones de talante expansionista respecto de Canadá, Groenlandia y Panamá, e incluso del Golfo de México. La antipatía hacia el expremier canadiense Justin Trudeau jugó un papel respecto de las aseveraciones trumpistas de incorporar a la Unión a un Estado cuyos ciudadanos dudosamente desean cambiar de nacionalidad. En el caso del canal, es posible que el magnate inmobiliario intente contrarrestar la influencia de China, presente comercialmente en las inmediaciones del canal, así como arrancar el compromiso panameño con una política migratoria restrictiva al acceso al Darién. La cuestión de Groenlandia, en cambio, es la más documentada, a partir de sus riquezas minerales árticas.
Según el best seller de Baker y Glasse, The Divider: Trump in the White House, 2017-2021, ya en su primer gobierno el mandatario reconoció interés en comprar dicho territorio, que desde la Guerra Fría alberga bases militares estadounidenses. Aunque parecen lejanos los tiempos cuando el presidente Andrew Johnson y su secretario de Estado Seward pagaran a Rusia siete millones 200 mil dólares por Alaska, en la actualidad Dinamarca enfrenta un movimiento independentista en Groenlandia que podría cobrar más fuerza en los comicios locales de abril próximo. Trump lo sabe y busca adelantarse al conflicto mediante la oportunidad que avizora: otra muestra del olfato de empresario de bienes raíces al servicio de la política exterior.
Este elenco de opciones sugiere un neoimperialismo de parte de un político que se ha comprometido con terminar la Guerra de Ucrania y poner fin a las hostilidades en Medio Oriente, interviniendo directamente, de ser necesario, un acelerante de la frágil tregua de paz alcanzada entre palestinos e israelíes en las postrimerías del gobierno de Biden. En lo global, la nueva administración de Estados Unidos apunta al reequilibrio de poder favorable de Washington mediante un liderazgo controvertido, que para no pocos es lo más parecido al auge de los nacionalismos de entre guerras, cuando aparecieron Mussolini y los fascismos en la escena internacional.
Los invitados internacionales a la inauguración del nuevo gobierno en Washington corroborarían su alineamiento con la nueva derecha radical, diferente de las experiencias del fascismo histórico, aunque hagan parte del universo de las ultraderechas: Javier Milei, Nayib Bukele y Daniel Noboa desde América Latina; la premier italiana Giorgia Meloni, líder de Fratelli d’ Italia; así como el líder español de VOX, Santiago Abascal; el británico Nigel Farage, el francés Eric Zemmour y el holandés Geert Wilders, entre otros procedentes de Europa.
Aunque hay algunos minarquistas de Estado Mínimo y libre comercio total –tan contrario al proteccionismo trumpista- como Javier Milei, varios de los jefes de gobierno adscriben al populismo penal y punitivo de tolerancia cero a la delincuencia, una corriente que también define a Trump. Me refiero a Bukele y Noboa, quienes declararon la guerra a las organizaciones criminales y el tráfico de drogas, aplastando todo garantismo jurídico, o a Meloni, con su política de clausura fronteriza que presupone que todo migrante del sur global es un potencial delincuente. En síntesis, la gramática política de la campaña que se impuso en noviembre pasado.
Al mismo tiempo hay que prestar atención al mundo empresarial tecnológico que acompaña el evento inaugural: Mark Zuckerberg, Elon Musk y Jeff Bezos, incluso la invitación al CEO de TikTok, Chew Shou Zi, representante de una empresa que arriesga la prohibición de operar en Estados Unidos. Es que al autodeclarado representante del estadounidense común, del Estados Unidos profundo, le fascina rodearse de multimillonarios exitosos, una alianza que rememora al vigesimoquinto presidente de los Estados Unidos, William McKinley (1897-1901), siempre escoltado por los titanes de la industria estadounidense –también llamados por otros con la metáfora peyorativa de “Barones Ladrones”-, entre ellos Andrew Carnegie (acero), William Randolph Hearst (prensa), J. P. Morgan (banquero), John D. Rockefeller (dueño de Standard Oil) o Cornelius Vanderbilt (potentado de ferrocarriles y el comercio fluvial), por citar a algunos.
Todos fueron el motor de la etapa conocida como la Gilded Age o la “edad enchapada en oro”, período que va desde 1870 hasta 1900, momento de crecimiento económico, industrial y demográfico casi sin precedentes en la historia de Estados Undios, así como de conflicto social y grandes desigualdades económicas, como apuntaron Mark Twain y Charles Dudley Warner, quienes escribieron La edad chapada en oro: una historia de hoy, una popular novela de 1873 que satirizaba las agudas controversias sociales latentes bajo la delgada capa dorada de la cima política social.
La efervescencia social y el populismo le seguirían, todo en un contexto de ingente migración desde el centro y sur de Europa. Para responder a estas tendencias, McKinley se apoyó en intereses corporativos durante su elección en 1896, implementado una agresiva política arancelaria y una baja categórica de impuestos internos. Como resultado, el Partido Republicano fue inundado por una retórica antimigrante.
Así como McKinley intentó alcanzar la supremacía estadounidense en los mercados mundiales, Trump desea recuperar dicho lugar sobre la base de mercados cautivos. En ambos casos, la clave parece ser China, favoreciendo una política de puertas abiertas el primero (mismas condiciones comerciales de las grandes potencias) y otra de competencia cerrada en el segundo caso, lo que exigiría, por ejemplo, detener el crecimiento de las inversiones chinas en América Latina.
En definitiva, Trump dispone de una estrecha alianza con algunas de las fortunas más voluminosas de Silicon Valley, aunque su base política sean el aislacionista y el etnocéntrico movimiento MAGA (Make America Great Again o “Hacer grande América nuevamente”), ambos grupos con objetivos políticos en las antípodas. Lo anterior, sin olvidar la guardia neoconservadora del republicanismo representada por el nuevo Secretario de Estado, el cubano-americano Marcos Rubio.
Este último coincide con su jefe de la oficina oval en hacer de Beijing la principal amenaza y rival número uno de Washington, pero tiene matices respecto de la forma de abordar la relación con Cuba –a pesar de que pocas horas después del juramento de Trump, la isla volverá a la lista de los Estados que patrocinan el terrorismo-, o el desafío de Venezuela o Irán.
Trump puede ser un orador estridente y belicoso, pero al final siempre es un jugador que pugna por obtener concesiones para mejorar su posición negociadora. El cuadro es ciertamente complejo y comenzará a despejarse en los próximos días.
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