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El estrecho margen para el mérito en la renovación socialista Opinión

El estrecho margen para el mérito en la renovación socialista

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Mauro Basaure
Por : Mauro Basaure Universidad Andrés Bello. Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social
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El reto consiste en conseguir que esa desigualdad de resultados, producto de los distintos esfuerzos y capacidades, sea vista como razonable.


El debate en torno al mérito se ha convertido en un juego de espejos. La derecha extrema lo enarbola como su trofeo sagrado: si alguien asciende, se justifica que es debido a su exclusivo esfuerzo personal y que, por lo tanto, no debe nada a la sociedad. A la inversa, quien queda rezagado se vuelve culpable de su propia mediocridad y no tiene derecho a reclamar apoyos o medidas públicas de compensación. La izquierda anquilosada, en su polo opuesto, insiste en que el mérito es un gran engaño burgués. Desde esa visión, toda apelación al “esfuerzo individual” sólo sirve para legitimar privilegios, alimentar una ilusión de movilidad, bloquear cualquier lectura estructural de las desigualdades y prolongar las condiciones de explotación.

Mientras tanto, sectores de centroderecha apenas atisban que, sin ciertas políticas de equidad, la meritocracia se vuelve un discurso vacío; aun así, tienden a ser tímidos a la hora de reformar los marcos económicos y fiscales que harían más real la igualdad de oportunidades. Y una centroizquierda un poco más audaz sí reconoce el valor de facilitar el esfuerzo individual, confiando en la intervención del Estado para dar un piso de oportunidades. El problema surge cuando dichos planes, por falta de recursos o de voluntad política, se vuelven insuficientes. Entonces, cunde la frustración: quienes se esforzaron y no prosperaron se inclinan a pensar que “todo fue una farsa”, nutriendo los discursos que anulan el mérito de raíz.

En este panorama, la izquierda renovada o un socialismo reformista pretende rescatar la idea de mérito como un horizonte atractivo, sin que se convierta en coartada elitista. Esto implica, en primer lugar, reconocer la importancia de la iniciativa personal y la satisfacción de quien desarrolla su talento. Nadie niega que la autoconfianza y la motivación pueden empujar a la gente a alcanzar metas admirables. Pero también es indispensable asumir que ese logro no surge en el vacío. Existen factores de herencia, apoyo institucional y, por qué no, suerte, que impulsan a quienes “llegan alto”. La sociedad, a través de escuelas, infraestructuras y redes de cuidado, contribuye de manera decisiva a que el esfuerzo individual tenga frutos.

Precisamente por eso, una estrategia verdaderamente progresista no puede limitarse a creer que basta con brindar algunas becas o mejorar un poco la educación. Debe aplicar transformaciones mucho más profundas: ampliar la protección social para asegurar que nadie abandone su proyecto de ascenso por miedo a enfermar o no poder con los gastos básicos; reconocer públicamente tanto los aportes que generan beneficios tangibles como aquellos que enriquecen la cultura o el bienestar colectivo de manera menos evidente; y establecer mecanismos transparentes para asignar beneficios o posiciones de liderazgo, de modo que el amiguismo no supla al mérito real.

Ahora bien, incluso con esas mejoras, la lógica del mérito supone —inevitablemente— diferencias de resultado. No todas las personas tendrán el mismo rendimiento ni el mismo éxito. La renovación socialista, lejos de negar esa realidad, señala el riesgo: si las diferencias se vuelven demasiado amplias, es fácil que dejen de percibirse como justas y que muchos se sientan condenados a perder. De ahí surge la frustración, la ira de sentirse engañado y la tentación de volver al discurso extremo de “el mérito es un invento de los de arriba”. Por otro lado, si quienes ascienden se convencen de que todo se reduce a sus propias virtudes, se arrogan una arrogancia que los aleja del resto de la sociedad y mina la cohesión social.

El reto consiste en conseguir que esa desigualdad de resultados, producto de los distintos esfuerzos y capacidades, sea vista como razonable. Para ello, la sociedad debe percibir que hay juego limpio y que el proceso no está intervenido por herencias, trampas legales o privilegios enquistados. Debe ver, además, que los “ganadores” se mantienen conectados con su comunidad, reconociendo el apoyo recibido y aportando de vuelta mediante impuestos progresivos y responsabilidad social. De lo contrario, la idea de mérito se pudre, se llena de cinismo y se convierte en un factor de polarización política.

La visión de la izquierda renovada apunta a un “contrato meritocrático” honesto: todo individuo es valorado por su empeño y logros, pero entiende que el éxito no es un trofeo puramente suyo. Así se evita la postura extrema de tratar a quien no encaja en la lógica productivista como un parásito, y se elude la tentación de exaltar al “ganador” hasta convertirlo en un pequeño dios intocable. A la vez, se impide que arraigue el desaliento o la idea de que todo está amañado, porque se establecen políticas que corrigen grandes brechas iniciales: una educación pública realmente robusta, un sistema de salud universal, normas que apoyen segundas oportunidades para quien haya tropezado en su primer intento y la promoción activa de una diversidad de aportes —no sólo los lucrativos— dentro de la sociedad.

Si no se configura este marco, el mérito vuelve a ser objeto de manipulación. La derecha radical lo blande para legitimar desigualdades y acusar al Estado de expropiar el triunfo de los esforzados; la izquierda anquilosada responde tildándolo de mero disfraz burgués, y en ese choque binario se pierden las complejidades de la experiencia real de muchos ciudadanos, para quienes esforzarse sí tiene sentido, pero que también precisan garantías sociales que hagan ese esfuerzo fructífero.

La consecuencia de no abordar de modo serio las reformas necesarias es que la sociedad se mantenga con un puño de “ganadores” que creen no deber nada a los demás, y muchos “perdedores” resentidos que concluyen que todo es un timo. Esa es una sociedad siempre al borde del estallido social. El resultado, a largo plazo, es un agrandamiento de la brecha y la proliferación de discursos cada vez más extremos. La apuesta, pues, de la renovación socialista es audaz: potenciar el desarrollo individual al mismo tiempo que se refuerzan los lazos sociales, de manera que el mérito no sea un espejismo de autopromoción ni un argumento para mirar con desdén al de abajo, sino un principio que, bien regulado, aliente el ascenso de cualquiera que quiera y pueda persistir, teniendo siempre un Estado y una comunidad que le sirvan de plataforma. La tarea no es fácil y el espacio de acción para un socialismo renovado, muy estrecho.

Habrá, sin duda, algunos que seguirán viendo en esta propuesta un compromiso tibio, y otros que la considerarán una intromisión demasiado fuerte. Pero es precisamente en ese delicado punto intermedio donde el mérito deja de ser un arma discursiva arrojadiza y se convierte en un proyecto colectivo: combinar la motivación personal y la responsabilidad compartida, en un equilibrio que evite tanto la entronización de un “ganador” autosuficiente como el vacío absoluto de una sociedad que reniega de la iniciativa y el empeño individuales. Lograr ese equilibrio no es tarea fácil, pero sí es la que mejor responde a la aspiración de un mérito genuino, emancipador y abierto a la justicia social.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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