Inhumanas razones
La inmigración en Chile (2 millones de personas) requiere un debate exento de eslóganes y salidas duras pero supuestamente atractivas para la gente común.
“¿Por qué no volver a las minas antipersonales?”, esa fue la reflexión de la diputada Camila Flores en una entrevista reciente (El Mercurio de Valparaíso, 06/01/2025). Una medida para detener la inmigración irregular en el norte del país. Alarmante propuesta, viniendo de una parlamentaria que representa a un número de ciudadanos electores, aunque no sabemos si ellos aprobarían esta cruel idea. Veamos el fondo de sus palabras.
Cuando la parlamentaria habla de volver a las minas antipersonales se refiere a las minas antipersonales y antivehículos plantadas durante la dictadura de Pinochet: más de 180 mil artefactos explosivos en Arica y Parinacota, Tarapacá, Antofagasta y Magallanes. En 1997, ya en democracia, Chile firmó la Convención de Ottawa junto con otros 160 países. Este acuerdo recoge el drama de las miles de víctimas civiles por las minas abandonadas después de las muchas guerras del mundo, prohibiéndolas y desminando las zonas peligrosas para la vida humana.
Ahora bien, todas o casi todas las minas del mundo han sido diseminadas por razones bélicas: detener soldados y vehículos militares, en plena guerra o en espera de posibles invasiones. Militar fue la razón (infundada, más bien política) de Pinochet. Un caso actual es el de la guerra en Ucrania. En 2024, el territorio de ese país, potencialmente contaminado con objetos explosivos rusos, ascendía a 156 mil kilómetros cuadrados. La propia Ucrania plantó minas antitanque provistas por EE.UU., aunque minas alimentadas por baterías que después de un tiempo se agotan e inactivan el estallido.
Explosivos defensivos contra agresores armados, no artefactos de muerte y graves lesiones a seres humanos que escapan de la pobreza y buscan una mejor vida en nuestro país, artilugios que no discriminan a aquellos honrados de los pocos que buscan delinquir, y que tampoco distinguen niños ni madres.
Ciertamente, el fenómeno de la inmigración es un tema cada vez más acuciante y problemático, en especial en Europa, EE.UU. y últimamente en América Latina. Las migraciones han existido siempre, desde los tiempos remotos en que los primeros humanos echaron a andar desde África. Se podría decir que todos los actuales humanos somos descendientes de aquellos audaces emigrantes. Grandes éxodos se han sucedido en el tiempo, por hambre, catástrofes climáticas, guerras, colonizaciones, esclavismos, persecuciones políticas y religiosas. Sin embargo, los últimos migrantes (a menudo obligados a ingresos ilegales) encuentran muros, prejuicios, cárcel, odio en los países de destino.
La inmigración en Chile (dos millones de personas) requiere un debate exento de eslóganes y salidas duras, pero supuestamente atractivas para la gente común. Y haciendo frente, sobre todo, a políticas y políticos que construyen en torno a estos frágiles y desventurados grupos humanos, una batería de tópicos populistas para atemorizar a la población residente. Una despensa de votos para los Trump, los Salvini, las Le Pen y, en menor escala, Camila Flores, cuya propuesta ni siquiera la vanguardia trumpista se ha atrevido a formular.
Se me ha aconsejado que no vale la pena referirse a la desaforada idea de la diputada Flores. Pero no, porque su salida es la parte extrema de un clima político (y cultural) que avanza y parece solidificarse entre líderes políticos y pueblo elector que tienen en sus manos las decisiones que conforman después políticas de Estado.
Esa perspectiva motiva estas líneas. Llamar la atención del mundo progresista acerca de contrastar una visión de la inmigración que es deshumana, carente de aquella sensibilidad que hace de la política una virtud social y no un descarnado juego de poder. Y la verdad es que pareciera que ante el drama de la inmigración en Chile sólo suene el clamor de la desconfianza y la aversión ante los otros, y los mitos que se retroalimentan y que son aprovechados para facilones discursos electorales. Observo un cierto inclinarse ante ese discurso extremo ajeno a la empatía, farfullando o callando, evadiendo los principios éticos y los valores doctrinarios de quienes adversamos la xenofobia y el nacionalismo burdo y obtuso, aquel patriotismo egoísta que propone encerrarnos en una jaula de miedo y desprecio a quienes cruzan furtivamente nuestra frontera huyendo de la pobreza y la persecución.
Este es un modesto llamado a alzar la voz del humanismo de la izquierda democrática, del sentido social del centro político, de la iglesia de los pobres –porque de pobres se trata–, del progresismo liberal, de la prensa y a los hombres y mujeres que deben cuidar la democracia. Un llamado a levantar escudos sin complejos que se opongan a este tipo de propuestas contra la inmigración desesperada. Se trata de humanidad contra barbarie.
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