Chile no puede caer en la decadencia
Los millennials, mi querida generación, crecimos con las grúas en el horizonte, nuevos departamentos, nuevos metros, nuevos malls.
Pasar por Chile cuando vives fuera te hace apreciarlo. Veo un país lindo, donde la gente llena los bares y los parques. Donde parejas se toman selfies en el jardín del MUT, donde ciclistas aprovechan el buen clima para ir al trabajo en nuevas ciclovías. Donde grupos de adolescentes bailan danzas coreanas en el GAM. Donde un metro se expande y conecta comunas de todos los extremos. Veo un día soleado en Santiago —y mis amigos se extrañan de mi sonrisa. Me dicen: “¿Pero no ves que todo está mal?”. Pero veo a niños jugar en el parque sin miedo. En San Francisco, les digo a mis amigos, no pasaría eso. Los padres tendrían miedo que los niños se hirieran con una jeringa llena de drogas.
En Chile aún no pasa eso. Pero he visto, inquietantemente, de forma tan lenta que quizás los que están acá no lo notan, que hay más personas en situación de calle. En el Work Café, el otro día entró un señor con terno a vendernos no sé qué cosa. Otro día entró uno en harapos. Ni los ahí sentados, trabajando en algún emprendimiento tecnológico, ni los ejecutivos bancarios ni los jóvenes sirviendo café sabían bien qué hacer.
Esta no es una columna sobre el alza de crimen —ya hay varias de esas, y con las dos encerronas que les hicieron a mis padres el año pasado, no soy ingenuo al respecto. Es sobre algo más invisible: la lenta decadencia sobre la cual no sabemos qué hacer. Quizás, en el último análisis, causa ese crimen.
El sol que veo y que me alegra son los residuos del boom. Un último impulso. Lo que ya venía en construcción: la Línea 7. El mismo MUT. Viajo fuera de Santiago y aún veo la energía de emprendedores que abren cafés, hoteles, alimentados por un movimiento turístico facilitado por aviones llenos. Un boom inmobiliario que aún tiene algo de chispa. Nuevas ferreterías vendiéndole cosas a un público que necesita nuevas cosas aún. Veo un sistema financiero que es la envidia de América Latina, con más facilidades de créditos hipotecarios y de inversión.
Pero veo que los humos, de a poco, se van apagando. Vemos exportaciones estancadas desde hace 15 años. Un crecimiento paupérrimo. Una falta de demanda inmobiliaria, jóvenes incapaces de comprar y constructoras incapaces de vender. Una política que se atasca en escandalillos de corrupción que rendirán, para un lado o para otro, uno o dos puntos porcentuales de ventaja, sin proponer visiones de futuro.
Los millennials, mi querida generación, crecimos con las grúas en el horizonte, nuevos departamentos, nuevos metros, nuevos malls. Lo dimos por sentado. Crecimos en un boom no tan distinto a los años cincuenta de Estados Unidos. La luz después de la oscuridad. Primeras generaciones en ir a la universidad. Las primeras en vivir, en masa, en casas de calidad, quizás con piscina, en loteos tranquilos. Y nos rebelamos como los gringos en los sesenta. Ahora estamos viviendo algo similar a la lenta decadencia setentera en EE.UU., tras un estallido de violencia mezclado con gritos de igualdad y de una nueva sociedad. Nuestra generación pensaba que el crecimiento del PIB no importaba, o quizás lo daba por hecho. Ya no podemos pensar así.
No podemos dejarnos caer en la decadencia. ¡No podemos! No podemos traicionar a los miles de emprendedores que esperan que sus esfuerzos rindan frutos. A las señoras que, tras décadas de trabajo en una casa como asesoras del hogar, ahorran y logran pagar la carrera universitaria a sus hijos. A un joven que estudia y trabaja y se saca la cresta. A los jóvenes que marcharon por buenas pensiones, por educación, por oportunidades. A la directora de liceo rural que intenta armar salas de arte y de computación para que sus niños y niñas puedan participar del futuro. Digamos ¡no! a la falta de ambición, a dejarnos estar, como los inmortales de Borges, sin fe ni futuro. ¡No entres dócilmente en esa buena noche!
Cuando era pequeño recuerdo que mis tíos y tías, a la edad que tengo ahora, trabajaban en las grandes industrias de los años noventa. Unos en fruteras, otros en salmoneras, un par en mineras. Veo a mi generación ahora, los de educación universitaria, y estamos en finanzas. En inmobiliarias. En apps. Algunos, aún, en minería. Pero las startups que amo (por algo vivo en San Francisco) no van a producir empleo ni exportaciones a la escala que necesitamos. ¿Qué es lo que necesitamos?
No lo sé exactamente, y creo que nadie lo puede predecir al cien por ciento. Si no, sería fácil. El capitalismo no funciona así. Nadie dijo, en 1984: Chile ahora producirá salmones y papel y frutas. Se construyeron ciertas infraestructuras, sociales y físicas, que permitieron el crecimiento. Pero no fue a dedo. Se armaron puertos, carreteras. Un sistema financiero que pudiera invertir. Entes habilitadores para la energía y ambición, sin definirla de antemano.
Tengo algunas teorías. Nos hace falta demanda de innovación. Y energía. Energía. Energía. Mayor conectividad, aún —realmente trenes balas que promuevan el comercio, turismo, y real descentralización. Aún hay muchos terrenos vacíos. Falta irrigación, faltan plantas desalinizadoras. Si queremos exportar servicios —la apuesta de la década de 2010 que no resultó del todo—, necesitamos inglés. Necesitamos un Estado ágil, no entrampado en burocracia y reglas presupuestarias y licitatorias que incentivan, con desastrosos resultados, a que los políticos abusen de las fundaciones.
Podemos debatir sobre esta u otra política. Pero no sobre la ambición que necesitamos. No sobre la voluntad que necesitamos. Millennials, amigos, chilenas y chilenos, gritemos juntos: no nos podemos dejar caer en la decadencia. Aún estamos a tiempo.
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