Manifiesto por un humanismo digital
El ser humano siempre ha sido un homo technologicus porque toda su evolución se ha guiado por la aplicación de sus conocimientos y técnicas para transformar su entorno y satisfacer sus necesidades, pero nunca, hasta ahora, la tecnología había supuesto una amenaza.
En su discurso de despedida, el presidente Joe Biden deslizó una de las afirmaciones más preocupantes que se han escuchado en las últimas décadas. Advirtió sobre el poder de una nueva “oligarquía” de los ultrarricos que opera desde un “complejo tecnológico-industrial” que amenaza los derechos humanos y el futuro de la democracia.
La frase de Biden hizo referencia al discurso de despedida del presidente Eisenhower en 1961, cuando denunció el surgimiento de un “complejo militar-industrial” que bajo la lógica de la Guerra Fría se estaba extendiendo entre el Gobierno, las Fuerzas Armadas y la industria de defensa. Una alianza que tenía el potencial de ejercer una influencia desproporcionada y sin límites sobre la política estadounidense.
El nuevo “complejo tecnológico-industrial” opera sin fronteras, como una estructura socioeconómica donde la tecnología, particularmente la inteligencia artificial y los grandes datos, consolida el poder en manos de unas pocas corporaciones o individuos, creando una nueva forma de feudalismo digital. Las grandes plataformas digitales y rentas tecnológicas, con empresas como META, Amazon, Google o SpaceX actúan hoy como los nuevos señores feudales de la actualidad. La puesta en escena de los cuatro magnates: Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y Sundar Pichai, asistiendo en primera fila a la investidura de Donald Trump, ha evidenciado esta trama, que ya no es solo un riesgo futuro, sino un peligro del presente.
Frente a este tecnofeudalismo, que erosiona las bases de la libertad humana, es necesario un enfoque humanista que proteja los derechos individuales y colectivos en la era digital. Se requiere un nuevo humanismo que, de forma interdisciplinaria, busque integrar los valores de la razón, la ciencia y el progreso con el desarrollo y uso de tecnologías digitales.
Varios autores y pensadores han explorado este desafío desde distintas perspectivas: Bruno Latour, Luciano Floridi, Shoshana Zuboff, Katherine Hayles, Rosi Braidotti, José María Lassalle, Yuk Hui, Bernard Stiegler, Luciano Canfora, Stuart Russell, Nick Bostrom son algunos nombres que están aportando a los fundamentos de este humanismo digital. Todos coinciden en que las nuevas tecnologías transforman radicalmente la subjetividad humana, al punto en que cada día que pasa se están redefiniendo las relaciones entre humanos, máquinas y el entorno.
Entramos a una “Infoesfera”, dentro de un “Antropoceno”, donde opera un “Ciberleviatán” que puede llevar al colapso de la democracia representativa. En el fondo, las nuevas tecnologías digitales y la cibernética están transformando totalmente nuestra comprensión de lo que significa ser humano. Por eso el humanismo digital no puede ser un mero ejercicio teórico para repensar nuestra relación con estas herramientas desde un enfoque crítico. Eso es insuficiente.
Es necesario construir en la práctica una alternativa, en un mundo donde las tecnologías digitales son omnipresentes. Esta vía se debe basar en el poder de la inteligencia colectiva, explorando cómo las tecnologías digitales pueden fomentar un humanismo basado en la generación de valor por medio de la colaboración radical y la creatividad. Una economía fundada en relaciones peer-to-peer, en las que el valor se genera a través de la colaboración entre pares.
Se trata de una alternativa a la “economía de la atención”, que nos bombardea en las redes sociales con información, notificaciones y estímulos, lo que hace que nuestra atención sea cada vez más dispersa y fragmentada. Para eso se puede desarrollar una “economía de la experiencia”, centrada en crear relaciones significativas y duraderas entre las personas.
Se debe impulsar un diseño tecnológico centrado en el usuario, que priorice su bienestar por sobre las ganancias del proveedor de los productos y servicios. Que desarrolle una inteligencia artificial ética que beneficie a la humanidad y respete los valores humanos. Ello exige una “ética del diseño tecnológico” adecuada a una época donde lo digital ya no es un complemento externo, sino parte intrínseca de lo que somos y hacemos como especie.
Los nuevos sistemas de IA no deben reemplazar la agencia humana, sino complementarla, ampliando nuestras capacidades en lugar de restringirlas. Ello demanda una regulación activa, que defina tanto posibilidades como responsabilidades de la acción de las personas frente al diseño y operación de las máquinas inteligentes.
Estos principios podrían resumirse en cuatro: las nuevas tecnologías siempre deben beneficiar a la humanidad. Debemos prevenir y evitar daños causados por tecnologías mal diseñadas o mal utilizadas. Las tecnociencias deben respetar la autonomía y libertad de las decisiones humanas. Y deben evitar sesgos y garantizar el acceso equitativo a sus beneficios.
El ser humano siempre ha sido un homo technologicus porque toda su evolución se ha guiado por la aplicación de sus conocimientos y técnicas para transformar su entorno y satisfacer sus necesidades, pero nunca, hasta ahora, la tecnología había supuesto una amenaza a la agencia humana y a las bases de nuestra autonomía, libertad y capacidad relacional. La tecnociencia aplicada es una práctica del conocimiento científico que debe desarrollar herramientas, procesos y sistemas para resolver problemas y mejorar nuestra calidad de vida. No para destruirla o desmejorarla. Esa es la base del progreso humano. Construir un humanismo digital es un imperativo fundamental porque la nueva tecnología no dejará de ser la fuerza más poderosa que moldea nuestro mundo.
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