La brecha entre la política fiscal y la política sanitaria: ¿solo ineficiencia hospitalaria?
Aún cuando corrijamos la brecha por los dos tipos de ineficiencias mencionadas -las que los estudiosos asignan a los hospitales y la que en esta columna atribuimos al nivel central-, persistirá una brecha de tamaño significativo entre el presupuesto de apertura y el gasto ajustado.
La incursión del Estado en salud obliga a compatibilizar dos asuntos: la política fiscal -es decir, la preocupación por el gasto público- con la política sanitaria, que se refiere a la obligación de responder a los requerimientos de la población, en particular a la demanda por asistencia cuando la enfermedad ya no pudo evitarse. Tal es la pequeña tragedia de la red hospitalaria pública, de enormes dimensiones y despliegue a lo largo de nuestro territorio largo, angosto y accidentado, pues obliga al Estado a resolver este asunto si asume con verdadera responsabilidad la necesidad de hacerlo.
Ya hemos hecho ver con anterioridad, por ejemplo, las fallas de Estado que se aprecian en esta necesidad de compatibilizar políticas, cuando los hospitales no cuentan con los recursos básicos necesarios para reponer sus equipos -su capital- cuando estos fallan o alcanzan su vida útil y generan discontinuidad de cuidados. Una interrupción de servicios por esta razón en el sector privado sería inaceptable.
Lo que venimos observando desde hace ya un par de décadas es que el presupuesto de apertura de los hospitales públicos, que es la expresión más nítida de la política fiscal -“esto te doy, porque esto es lo que tengo, dados mis ingresos”-, no se compadece con lo que finalmente termina siendo el gasto, que circula por encima del presupuesto de apertura y que, suponemos, resulta del interés de la política sanitaria por entregar a la población los servicios que necesita, habida cuenta de las listas de espera.
Entonces, tenemos una brecha, una distancia entre lo que quisiéramos que fuera el gasto -lo que se expresa en el presupuesto- y lo que finalmente, año tras año, el gasto termina siendo. El gráfico anterior muestra la situación del presupuesto de apertura para el Subtítulo 22 para el financiamiento de bienes y servicios, que es el rubro que los hospitales administran. El Subtítulo 21, de recursos humanos, se administra centralizadamente, asignándose a los servicios -hospitales- glosas presupuestarias cerradas que no admiten transferencias entre sí.
Entonces, cuando hay que explicar las razones de esta distancia, surgen en primer lugar los argumentos de la improductividad y la ineficiencia del gasto que los hospitales realizan, algo así como que se gasta mucho para lo que se produce, y se dejan caer sobre la mesa sendos estudios de la Comisión Nacional de Productividad, de prestigiosos centros académicos y de medio mundo, que desean opinar sobre la materia. Y sobre los hospitales cae esta maldición, que es un estigma y una vergüenza. Pienso que algo habrá de todo eso, pero también pienso que hay muchos hospitales que hacen muy bien su trabajo y que en el promedio son juzgados inmerecidamente. Es cosa de ver los resultados del sistema de evaluación anual de los Establecimientos Autogestionados en Red.
Pero hay algo más. No toda la ineficiencia que se juzga con cargo a la gestión de los hospitales puede ser atribuida a eso. Mucha de la ineficiencia surge del centralismo con que en la actualidad se administra el sistema hospitalario, centralismo que está reñido con la idea que se podría tener, a propósito de la “autogestión”. Daremos solo tres ejemplos. En primer lugar, cuando no se asignan los cargos necesarios para la producción, bajo los estándares que el propio nivel central determina, ocurre que los hospitales tienen que comprar servicios, que son mucho más caros.
Hace rato que lo vienen haciendo, pues la dotación se ha ido quedando atrás. En segundo lugar, cuando la glosa de honorarios es escasa, pasa lo mismo que en el caso anterior, y esto implica pagarle una comisión a la empresa que provee los servicios. Y, por último, volvemos al tema de los equipos que, vencida su vida útil, golpean con fuerza el presupuesto de mantenimiento y de reparaciones, así como la compra de repuestos, siempre y cuando los hospitales no inventen ingeniosos mecanismos no autorizados y más caros para garantizar la continuidad de servicios, a veces críticos, como es el “arriendo” de equipos.
El problema es que aun cuando corrijamos la brecha por los dos tipos de ineficiencias mencionadas -las que los estudiosos asignan a los hospitales y la que en esta columna atribuimos al nivel central-, persistirá una brecha de tamaño significativo entre el presupuesto de apertura y el gasto ajustado.
Tal brecha es, a mi entender, un asunto estructural que representa la distancia entre dos conversaciones -la de la política fiscal y la de las políticas sanitarias-, y que pone en el tablero la responsabilidad del Estado, no la formal, sino la efectiva, por la salud de la población.
Esta, a mi juicio, sería una materia que el país debería avanzar en resolver a través de una conversación sensata, informada e instruida entre las partes. Difícil, creo, en medio de tanto alboroto en el ambiente, pero necesaria.
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