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Mon Laferte y la política del espectáculo en la crisis de políticas públicas en cultura Opinión

Mon Laferte y la política del espectáculo en la crisis de políticas públicas en cultura

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Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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¿Es la espectacularidad un criterio válido para juzgar el arte? Si seguimos la lógica de Debord, la respuesta es preocupante.


Florence Foster Jenkins ocupa un lugar singular en la historia de la cultura musical a comienzos del siglo XX en Nueva York, no por su destreza vocal, sino por el paradójico fenómeno de su celebridad. Jenkins, cuyas interpretaciones líricas desbordaban desafinación, logró agotar entradas en los teatros más prestigiosos y convertirse en un ícono del espectáculo. La pregunta que emerge es ¿cómo pudo alguien tan objetivamente deficiente en su disciplina convertirse en una figura tan reverenciada? La respuesta radica en el papel de la audiencia, que, lejos de ser un jurado crítico, se transformó en un espejo deformante que refrendaba la ilusoria autopercepción de Jenkins como una gran soprano. Este fenómeno nos invita a reflexionar sobre el peso de la espectacularidad en la construcción del valor artístico.

En este sentido, la teoría de la “sociedad del espectáculo” de Debord resulta particularmente iluminadora. Este argumentó que en una sociedad regida por el capitalismo tardío, la realidad queda subordinada a su representación mediática, y el espectáculo reemplaza al contenido como motor central de la cultura. Jenkins, como símbolo, encarnó este desplazamiento: la calidad de su voz era irrelevante frente al fenómeno mediático que había construido. La audiencia, más que valorar su música, se entregaba al goce del evento mismo, celebrando el desatino como una forma de entretenimiento.

Al trasladar esta reflexión al presente, resulta inevitable establecer un paralelismo con el caso de Mon Laferte. Reconocida internacionalmente por su talento musical, Laferte ha incursionado en las artes visuales con un éxito que, si bien es indiscutible en términos de atención pública y mediática, plantea serios problemas desde una perspectiva crítico/artística. Es evidente que cualquiera puede exponer lo que se le antoje donde se le acepte y cobrar por ello; en el caso particular de una galería privada como Bahía Utópica en Valparaíso (donde expuso hace unos años), no se puede cuestionar los intereses estratégicos mediáticos de la sala, pues se dedica a la comercialización. Sin embargo, cuando se trata de financiamiento público -y mediatización propagandística gubernamental-, el asunto toma otros ribetes, donde lo grave es, precisamente, que es esa carencia (falta de estudio o experiencia) la que pasa desapercibida en el contexto de una sociedad que ha aprendido a confundir la “espectacularidad con el valor”. Como Jenkins, Laferte parece haberse convertido en una protagonista de su propio espectáculo, La celebración acrítica de su obra plástica, amplificada por su fama previa como música, se convierte en una representación perfecta del mecanismo descrito por Debord. Las audiencias, conducidas por el peso mediático de su figura, aplauden sin cuestionar la sustancia de lo que “tienen frente a sus ojos”. Esto no solo refuerza una falsa percepción de talento por parte de la propia artista, sino que también evidencia la erosión de la crítica como herramienta para distinguir entre el fenómeno y el contenido.

Lo escrito hasta ahora plantea una cuestión de fondo: ¿es la espectacularidad un criterio válido para juzgar el arte? Si seguimos la lógica de Debord, la respuesta es preocupante. En la sociedad del espectáculo, el contenido pierde importancia frente a su representación, y el arte, como cualquier otro producto cultural, queda reducido a un elemento más del engranaje mediático. El caso de Laferte, como el de Jenkins, no es solo un fenómeno aislado, sino un síntoma de un problema más amplio: la incapacidad de la cultura contemporánea para distinguir entre el “valor y lo espectacular” (cuestión no simple de fondo).  

Esta problemática no ocurre en el vacío; encuentra su reflejo en la gestión cultural del país. Es alarmante observar cómo el Ministerio de las Culturas, en lugar de promover debates profundos sobre el fortalecimiento del arte y la cultura, parece más interesado en asistir a espectáculos que refuerzan su presencia mediática, pero no su impacto sustancial. La ministra, con una agenda plagada de apariciones públicas en eventos de gran visibilidad, ha evitado consistentemente involucrarse en discusiones complejas sobre políticas culturales de largo plazo. 

La aprobación del Presupuesto 2025 para el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio en Chile ha generado un debate significativo sobre las prioridades culturales del Gobierno. Aunque se anunció un incremento del 46 % en el presupuesto de esta cartera, pasando de $ 330 mil millones a más de $ 481 mil millones, es esencial analizar la composición real de este aumento. Según el Observatorio de Políticas Culturales (OPC), aproximadamente $ 47.724 millones de este incremento corresponden a programas preexistentes en otros ministerios que ahora se contabilizan bajo el alero del Ministerio de las Culturas. Por lo tanto, el crecimiento real del presupuesto sería cercano al 25 %, elevando la participación del sector cultural en el gasto público del 0,4 % al 0,5 %, aún muy distante del 1 % comprometido en el programa de gobierno de Boric.

En este contexto, la figura de la cantante Laferte ha sido destacada por el Gobierno como un símbolo del arte comprometido, estableciendo comparaciones con la icónica Violeta Parra. Sin embargo, esta estrategia ha sido objeto de críticas, ya que podría interpretarse como un intento de capitalizar políticamente la popularidad de la artista sin abordar de manera efectiva las necesidades estructurales del sector cultural.

La crítica de Adorno y Horkheimer sobre la industria cultural resulta pertinente en este escenario. Según estos pensadores, la cultura, cuando es instrumentalizada, puede convertirse en una herramienta de distracción que desvía la atención de problemáticas más profundas. En Chile, mientras se promueven espectáculos y eventos de alto perfil, numerosos artistas enfrentan la ya conocida precarización (material y simbólica) de su medio. Esta situación evidencia una desconexión entre la “promoción cultural superficial” y las urgentes necesidades del sector artístico. Estas posturas (para nada nuevas en la política tradicional) ponen de manifiesto la tensión entre las distintas visiones sobre el rol de la cultura en el desarrollo nacional.

La estrategia gubernamental de enaltecer figuras artísticas como Laferte, estableciendo paralelismos con referentes históricos como Violeta Parra, podría interpretarse como un intento de proyectar un compromiso con el arte y la cultura, pero la falta de un debate profundo sobre el fortalecimiento artístico y cultural del país refleja una gestión que prioriza la apariencia sobre la sustancia. Para avanzar hacia una política cultural más efectiva es imperativo, coyunturalmente al menos, que el Gobierno cumpla con sus compromisos (por ejemplo, en la elección de prioridades, proyectos culturales PAOCC no concursables aún no tienen respuesta a sus financiamientos al término de un mes de inicio del año) y promueva un diálogo inclusivo que integre problemáticas del ámbito cultural, lo cual, lamentablemente -en lo que concierne a la política tradicional y a las instituciones burguesas (públicas y privadas)-, la cultura no tiene una real planificación cualitativa en tiempos indudablemente convulsos que requieren una urgencia estética/crítica para abordar muchas otras disciplinas, las que también han sido educadas de la misma manera en que se presenta un evento “gimnástico” en su espectacularidad política: como “armas” de distracción masiva de celebraciones acríticas. Lo peor es que, creo, ni siquiera conocen la real magnitud de lo estético/contemporáneo en sus propias vidas. La consecuencia: distracción en sus distintos niveles en los que no solo “el rey desnudo” se encuentra sin prendas, sino toda la audiencia, incluido el niño que podría verlo desnudo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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