Cuba: las excarcelaciones como mercancías políticas
El uso de la migración es un ejemplo, desde los lejanos 80s, cuando provocaron el éxodo masivo por el puerto del Mariel que constituyó una patada grosera a los intentos de Carter para producir un clima bilateral más constructivo, y al mismo tiempo un desagüe de descontento popular.
El pasado 14 de enero conocimos de una negociación entre la alta jerarquía católica y el Gobierno cubano para conseguir la liberación de 553 presos en el marco del jubileo católico. Según el Gobierno cubano, fue una decisión “unilateral y soberana” regida por un espíritu humanitario y en correspondencia con los buenos oficios del papa Francisco. Al mismo tiempo, en Washington, el presidente Biden sacó a Cuba de la lista de países promotores del terrorismo –donde estaba desde 2021, por iniciativa de la primera administración Trump- y congeló otras acciones hostiles en el marco del muy desigual diferendo bilateral.
Aunque el Gobierno cubano no reconoce la existencia de presos políticos en la isla, es indudable que el plato fuerte de la medida era la liberación de al menos una parte de los 1.100 presos que la jerga oficial remite al delito de “sedición” y que, según la peculiar jurisprudencia insular, no implica un sentido político. Estas personas cumplen condenas de diversas duraciones, y la mayoría de ellas fueron participantes de las protestas que conmovieron a la isla en el verano caribeño de 2021. Se calcula que han sido liberados más de 100 activistas prisioneros, incluyendo algunas figuras que habían descollado como líderes opositores. Pero las liberaciones han ocurrido sin informaciones previas y con ritmos irregulares.
Este asunto merece dos matrices de análisis.
La primera alude a la cuestión humanitaria, y en ese plano no queda otra opción que considerar positivamente la excarcelación, siquiera de una parte de la nutrida población carcelaria de la isla, sean prisioneros políticos o comunes. Y si desde aquí se consigue la felicidad de miles de personas, el paso dado merece la aprobación desde el simple criterio de la decencia.
La otra cuestión es la manera como este paso se relaciona con la naturaleza autoritaria y represiva del sistema. En primer lugar, porque aun cuando algunos presos “sediciosos” podrán salir a la calle, la mayoría seguirá enjaulada, sufriendo maltratos y terribles condiciones de vida características de las prisiones cubanas. En segundo lugar, porque las personas liberadas solo lo son circunstancialmente, ya que quedan sujetas a estatus ambiguos de “licencias extrapenales” que significan permisos de salida anticipada, por lo que pueden regresar a la cárcel al menor intento de involucramiento político.
Y en tercer lugar, sobre lo que me detengo, porque este proceso es otra manifestación del ejercicio biopolítico descarnado a que nos tiene acostumbrados la clase política cubana. Sabedores de sus poderes omnímodos en una isla arrasada por seis decenios de autoritarismo dictatorial, los dirigentes cubanos siempre han usado a los cubanos y cubanas como proyectiles políticos y monedas de cambio en sus negociaciones.
El uso de la migración es un ejemplo, desde los lejanos ochenta, cuando provocaron el éxodo masivo por el puerto del Mariel que constituyó una patada grosera a los intentos de Carter para producir un clima bilateral más constructivo, y al mismo tiempo un desagüe de descontento popular. O en 1995, cuando nuevamente lanzaron sobre las costas norteamericanas (o a la muerte en las aguas turbulentas del Estrecho de la Florida) a decenas de miles de cubanos/balseros.
Pero también en negociaciones que han implicado, como el caso que ahora nos ocupa, la excarcelación y deportación de prisioneros políticos, a cambio de algunas ventajas. Desde los setenta, cuando comenzaron las primeras conversaciones con personalidades de la comunidad emigrada para establecer un marco de relaciones más auspicioso que la mutua hostilidad, el Gobierno cubano comenzó a liberar –a condición de la expatriación- a centenares de prisioneros políticos que habían permanecido en la cárcel por más de una década. En 1980, cuando ocurrió el éxodo de Mariel, las cárceles fueron vaciadas. En 2003 –usando a la jerarquía católica como lubricante- liberó a otros 75 activistas condenados a penas de hasta 20 años por el único motivo de escribir artículos sobre la realidad cubana. Entonces se produjo un hecho particularmente trágico cuando uno de los activistas encarcelados, Orlando Zapata, murió tras las rejas después de 86 días de huelga de hambre. Nuevamente, todos los liberados fueron conminados a abandonar la isla y con ello, según la legislación migratoria, sufrieron la pérdida de todos sus derechos ciudadanos. Por lo general, todos los líderes políticos que han resultado útiles al régimen cubano –Trudeau, Mitterand, Obama, todos los papas- han recibido el regalo de un puñado de prisioneros.
Lo sucedido ahora no es distinto. Aunque el Gobierno cubano ha reiterado que se trató de un acto unilateral de su parte, nadie lo cree. Fue, evidentemente, una forma de avalar la disposición postrera de Biden de eximirle del lamentable –y probablemente injusto- estatus de patrocinador del terrorismo. Y aunque se trató de un acto muy circunstancial –seis días después, la recién inaugurada administración Trump derogó la exención-, hay en ello un valor simbólico que puede ayudar en el muy complejo escenario que se perfila en el próximo cuatrienio. Y a un precio bajo, si tenemos en cuenta el estatus de libertad condicional de los excarcelados y la eficacia de los mecanismos represivos de la dictadura.
En resumen, aun rechazando la permanencia de Cuba en la lista de países terroristas, así como cualquier sanción inscrita en las morbosas políticas del bloqueo/embargo, nada hace aceptable –moral o políticamente– que la dictadura cubana mantenga en prisión a cientos de activistas disidentes y opositores, menos aún que los use para negociar mejores posiciones en el ámbito internacional. Todos los prisioneros políticos deben ser liberados sin condiciones, pues la recurrencia a la disidencia, la crítica y la protesta es un derecho inalienable de la ciudadanía. Cuando el Gobierno cubano reprime brutalmente ese derecho, ejerce el terror contra su propia sociedad. Se torna inevitablemente terrorista, aún cuando lo haga de manera diferente a cómo argumenta la gavilla ultraderechista que hoy campea en Washington, y que con seguridad hará la vida más difícil a todos los cubanos insulares.
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